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– No. He perdido más de un millón, creo. Pero luego lo he recuperado y he ganado cincuenta mil francos, que son para ti. Eso es todo. Vamos -dijo articulando con dificultad.

Dio media vuelta y avanzó penosamente hacia la puerta. Joyce, medio dormida todavía, lo siguió arrastrando con el brazo caído su gran abrigo de terciopelo blanco, que barría el suelo, y con las manos llenas de billetes que asomaban entre los dedos. Creyó ver que su padre se detenía y se tambaleaba. «Estoy soñando… ¿Habrá bebido?», se dijo.

En ese momento, el corpachón osciló de un modo alarmante. Golder elevó los brazos en el aire, intentó asir el vacío y luego se derrumbó con ese ruido, sordo y profundo como un gemido, que parece ascender de las raíces vivas de un árbol derribado hasta su corazón.

– Retírese de la ventana, señora -dijo la enfermera-. No deja ver al profesor.

Gloria retrocedió maquinalmente unos pasos sin apartar los ojos de la cama; la pesada cabeza estaba hundida en la almohada. Gloria se estremeció. «Parece un muerto», pensó.

No había recobrado el conocimiento; inclinado sobre el inerte corpachón, el médico auscultaba, palpaba… Golder no se movía, ni siquiera gemía.

Gloria retorció con nerviosismo el collar con ambas manos y volvió la cabeza. ¿Moriría? «Todo esto es culpa suya -pensó irritada, casi en voz alta-. ¿Qué necesidad tenía de ir a jugar esta noche?»

– ¿Estás contento ahora? -bisbiseó sin darse cuenta-. Idiota… El dineral que nos va a costar esto, Dios mío. Si al menos se curara… Ojalá esto no dure mucho… Porque me volvería loca. Qué noche he pasado…

Recordó que había permanecido toda la noche en la habitación y esperado hasta la mañana al profesor Ghédalia, preguntándose en todo momento si Golder se moriría allí, ante sus ojos. Había sido horrible.

«Pobre David. Su mirada…»

Volvió a ver aquellos ojos absortos que no se apartaban de ella; su marido temía a la muerte. Gloria se encogió de hombros. La gente no se moría así, por las buenas. «Vaya, lo que me faltaba», pensó mirándose en el espejo con disimulo.

Hizo un brusco gesto de impotencia y rabia, y se sentó en un sillón con el cuerpo erguido, rígido.

Entretanto, Ghédalia había vuelto a tapar el pecho del enfermo con la sábana y se había incorporado. Golder exhaló una queja ininteligible.

– ¿Y bien? -preguntó Gloria con ansiedad-. ¿Qué tiene? ¿Es grave? ¿Se trata de un proceso lento? ¿Estará enfermo mucho tiempo? ¡Dígame la verdad, se lo ruego! Estoy preparada para todo…

El profesor se dejó caer en una silla, se pasó la mano por la negra barba lentamente y sonrió.

– Mi querida señora, la veo muy afectada -dijo con una voz suave y melodiosa que era un bálsamo para los oídos-. Sin embargo, no nos ahoguemos en un vaso de agua, si me permite la expresión. Sí, se ha producido un síncope que nos ha asustado, que nos ha impresionado… Es natural. Pero, ocho o diez días de reposo, y no volverá a ocurrir. Es fatiga, agotamiento. Por desgracia, todos envejecemos día tras día. Nuestras arterias ya no tienen veinte años. Eso hay que aceptarlo…

– ¿Lo ves? -exclamó Gloria con vehemencia-. ¡Bah, ya lo sabía yo! A la menor molestia piensas que te vas a morir. Pero mírelo… ¡Vamos, hombre, di algo!

– ¡No, no! -la atajó Ghédalia-. No hace falta que hable, al contrario. Reposo, reposo y más reposo. Ahora vamos a darle un pinchacito que le calmará ese dolor nervioso y nosotros, mi querida señora, nos iremos…

– Pero bueno, ¿cómo te sientes? ¿Mejor? -insistió Gloria con impaciencia-. David…

Golder hizo un débil gesto con las manos y movió los labios. Más que oírlas, Gloria vio formarse en ellos las palabras: «Me duele.»

– Acompáñeme, señora, dejémoslo descansar -repitió Ghédalia-. No puede hablar pero nos oye perfectamente, ¿verdad, caballero? -añadió en tono jovial, y cambió una rápida mirada con la enfermera.

El profesor abandonó la habitación. Gloria lo siguió a la galería.

– No es nada, ¿verdad? -dijo-. ¡Ay, es tan impresionable y tan nervioso! Si supiera usted la noche que me ha dado…

El doctor levantó solemnemente una mano blanca, pequeña y regordeta y, en tono grave, declaró:

– ¡Debo interrumpirla, señora! Tengo como primer principio in-que-bran-ta-ble no permitir que mis pacientes conciban la menor sospecha sobre la naturaleza de su dolencia cuando ésta presenta un peligro… cierto. Pero, desgraciadamente, a sus allegados les debo la verdad; de modo que mi segundo principio es no ocultársela jamás a la familia de mis pacientes. Jamás! -repitió vehemente.

– Entonces… ¿se va a morir?

El doctor le lanzó una mirada sorprendida e irónica, que a todas luces quería decir: «Por lo que veo, no hacen falta circunloquios.» Se sentó, cruzó las piernas, echó la cabeza atrás ligeramente y respondió con flema:

– No de inmediato, mi querida señora…

– ¿Qué tiene?

– Angor pectoris -respondió Ghédalia recalcando las sílabas latinas con evidente placer-. En cristiano, una angina de pecho. -Al ver que Gloria no decía nada, continuó-: Siguiendo un régimen y con los cuidados adecuados, todavía podría vivir bastante tiempo, cinco, diez, quince años… Naturalmente, tendrá que renunciar a los negocios. Nada de emociones, nada de esfuerzos. Una vida tranquila, apacible, ordenada, sin sobresaltos. Reposo total. Para siempre. Sólo con esa condición, señora, responderé de él, en la medida en que se puede responder en estos casos, porque por desgracia esta enfermedad es pródiga en sorpresas fulminantes. Los médicos no somos dioses… -El doctor sonrió con afabilidad-. Como sin duda comprende, mi querida señora, no es cuestión de decírselo en estos momentos, en que por otra parte sufre terriblemente. Pero es de esperar que, en ocho o diez días, la crisis haya remitido. Entonces habrá llegado la hora de darle el ultimátum.

– Pero… -murmuró Gloria con la voz alterada-. No puede… no puede ser… Renunciar a los negocios… Imposible, vamos… Se moriría -añadió con nerviosismo al ver que Ghédalia guardaba silencio.

– Créame, señora -respondió él sonriendo-. Casos como el de su marido se me presentan bastante a menudo. Entre mis pacientes no faltan hombres poderosos, si se me permite decirlo. Hace años traté a un famoso financiero al que mis colegas habían desahuciado de forma unánime… Pero no es éste el caso. No obstante, el caballero del que le hablo padecía una enfermedad similar a la que afecta al señor Golder. Y mis recomendaciones fueron exactamente las mismas. Las personas de su entorno temían por su vida. Pues bien, nuestro famoso financiero sigue vivo. Y han pasado quince años… Ahora es un experto y apasionado coleccionista de plata labrada del Renacimiento. Posee un extraordinario número de piezas admirables, entre otras un aguamanil sobredorado que pasa por ser el primer trabajo del gran Cellini, una obra maestra. Me atrevería a decir que la contemplación de esos hermosos y raros objetos le procura alegrías que jamás había sentido. Puede estar segura de que, una vez pasen las primeras e inevitables semanas de ansiedad, su marido también descubrirá su… ¿cómo lo diría? Su hobby. Coleccionar esmaltes o gemas, entregarse a los placeres mundanos, qué sé yo. Los hombres somos niños grandes.

«Será idiota -pensó Gloria. Un amargo regocijo la embargó al imaginarse a David ocupado con libros raros, medallas, mujeres…-. ¡Señor! ¡Imbécil! ¿Y vivir? ¿Y comer? ¿Y vestirse? ¿Es que se cree que el dinero crece en los árboles?»

Se levantó bruscamente e inclinó la cabeza.

– Gracias por todo, profesor. Pensaré en ello…

– Me mantendré al corriente de los progresos del paciente -repuso Ghédalia con una leve sonrisa-. Y creo que sería preferible que en su momento lo pusiera yo al tanto de su estado. Se necesita mucho tacto, mucha habilidad. Por desgracia, los médicos estamos habituados a tratar tanto el alma como el cuerpo.

Le besó la mano y se alejó. Gloria se quedó sola.

Silenciosamente, empezó a recorrer de un extremo a otro la galería desierta. Lo sabía. Siempre lo había sabido. Nunca había apartado un céntimo para ella. Todo se iba, todo desaparecía de un negocio al siguiente. ¿Y ahora? «Sobre el papel miles de millones, sí, pero nada en las manos, ni esto», siseó con rabia y los dientes apretados. «¿Por qué te preocupas? -le decía él-. Yo sigo estando aquí, ¿no?» ¡Imbécil! ¿Es que a los sesenta y ocho años no había que esperar la muerte en cualquier momento? ¿Acaso el primer deber de un marido no era asegurar a su mujer una fortuna adecuada, suficiente? No tenían nada. Cuando dejara los negocios, no quedaría nada. Los negocios… Cuando ese río de dinero vivo dejara de fluir… «Como mucho quedará un millón -pensó-, puede que dos, rascando bien…» Alzó los hombros con furia. Con el tren de vida que llevaban, un millón les duraba seis meses. Seis meses… Y, encima, con aquel hombre, con aquel moribundo inútil a la espalda… «¡Realmente, es para querer que viva otros quince años! -pensó con rencor-. ¡Claro, como me ha dado tanta felicidad! No, no…» ¡Lo odiaba, odiaba a aquel hombre brutal, viejo, feo, al que no le importaba otra cosa que el dinero, ese sucio dinero que encima ni siquiera era capaz de acumular! Nunca la había querido. Si la cubría de joyas, era como a una enseña viviente, como un escaparate, y ahora que Joyce se había hecho mayor, sólo se interesaba en ella. ¡Joyce! A ella sí que la quería… Bueno, la quería porque era joven, guapa, brillante. ¡Por orgullo! ¡No había más que orgullo y vanidad en el fondo de su corazón! Sin embargo, a ella, su esposa, por un diamante, por un anillo nuevo, siempre le gritaba y le montaba las mismas escenas. «¡Déjame, no me queda nada! ¿Qué quieres, que me muera?» ¿Y los demás? ¿Cómo lo hacían? ¡Todos trabajaban, como él! No se creían más inteligentes ni más fuertes que el resto del mundo, pero al menos cuando se hacían viejos, cuando se morían, dejaban a sus mujeres con las necesidades cubiertas. «Las hay con suerte.» En cambio, ella… La verdad es que su marido nunca se había preocupado por ella. Jamás la había querido. De lo contrario, no habría podido vivir ni una hora en paz sabiendo que su mujer no tenía nada… El mísero dinero que había reunido por sí sola, a fuerza de paciencia y sacrificio… «Pero es mi dinero, mío, mío… Si cree que lo voy a mantener con él… No, gracias, con un chulo tengo bastante -se dijo pensando en Hoyos-. No, no, que se las componga.» Después de todo, ¿por qué tenía que decirle la verdad, en nombre de qué? Sabía perfectamente que su marido, dado el terror judío que sentía ante la muerte, lo dejaría todo, no pensaría más que en su preciosa salud, en su vida. Egoísta, cobarde… «¿Acaso es culpa mía que en tantos años no haya sido capaz de ganar suficiente dinero para morirse tranquilo?» Y justo en ese momento, cuando los negocios atravesaban una situación tan espantosa… ¡Era para volverse loca! Más adelante, ya vería… «Ahora estoy al corriente, lo vigilaré… Ese asunto que quiere montar. "Una cosa interesante", me ha dicho. Cuando el negocio esté cerrado, será el momento, podría ser incluso útil para impedir que se lance a alguna loca maniobra… Entonces será el momento.»