Lucy no podía imaginar a un mejor esposo para Hermione. Bueno, suponía que no se quejaría si el Sr. Bridgerton fuera el siguiente en la línea de un marquesado, pero en realidad, uno no podía tenerlo todo. Y lo más importante, es que estaba segura que podía hacer feliz a Hermione, incluso si ella aún no lo había comprendido.
– Haré que eso suceda -dijo.
– ¿Eh? -dijo el Sr. Berbrooke-. ¿Ha encontrado al pájaro?
– Allí -dijo Lucy, apuntando hacia un árbol.
Él se apoyó hacia delante.
– ¿De verdad?
– ¡Oh, Lucy! -Se escuchó la voz de Hermione.
Lucy se volvió.
– ¿Podemos irnos? El Sr. Bridgerton esta deseoso de ponerse en camino.
– Estoy a su servicio, Señorita Watson -dijo el hombre en cuestión-. Partiremos cuando usted lo disponga.
Hermione le dio una mirada a Lucy que claramente decía que ella estaba deseosa de ponerse en camino, por eso Lucy dijo:
– Entonces, partamos -y tomó el brazo que le ofreció el Sr. Berbrooke y dejó que la condujera hacia el frente del camino, logrando solo gemir una vez, aunque se aplastó el dedo del pie tres veces solo el cielo sabía por qué, pero de algún modo, incluso con una buena y enorme extensión de césped, el Sr. Berbrooke lograba encontrar cada raíz de árbol, piedra y bache, y la llevaba directamente hacia ellos.
¡Rayos!
Lucy se preparó mentalmente para sus posibles lesiones. Iba a ser una excursión dolorosa. Pero productiva. Cuando regresaran a casa, Hermione estaría al menos un poco intrigada por el Sr. Bridgerton.
Lucy se encargaría de eso.
Si Gregory había tenido dudas sobre la Srta. Hermione Watson, se desvanecieron en el momento en que puso la mano en la curva de su codo. Había una rectitud en eso, una extraña y mística sensación de dos partes que se convertían en una. Ella encajaba perfectamente a su lado. Ellos encajaban.
Y él la deseaba.
Ni siquiera era deseo. Era algo extraño, en realidad. No estaba sintiendo nada tan vulgar como el deseo corporal. Era algo más. Algo interior. Simplemente deseaba que fuera suya. Quería mirarla, y saber. Saber si ella llevaría su nombre, a sus hijos, y lo miraría amorosamente cada mañana sobre una taza de chocolate.
Quería decirle todo lo que sentía, compartir sus sueños, pintar un cuadro sobre su vida juntos, pero no era un tonto, y entonces simplemente dijo, mientras la guiaba por el camino:
– Luce excepcionalmente encantadora esta mañana, Señorita Watson.
– Gracias -dijo ella.
Y luego no dijo nada más.
Él se aclaró la garganta.
– ¿Durmió bien?
– Sí, gracias -dijo ella.
– ¿Está disfrutando de su estancia?
– Sí, gracias -dijo ella.
Era cómico, pero siempre había pensado que la conversación con la mujer que se casaría simplemente sería un poco más espontánea.
Se recordó, que ella aún se creía enamorada de otro hombre. Alguien inapropiado, según lo que había comentado Lady Lucinda la noche anterior. Cómo lo había llamado ella, ¿el menor de dos males?
Miró hacia delante. Lady Lucinda estaba tropezando con algo que estaba frente a al brazo de Neville Berbrooke quien nunca había aprendido a ajustar sus andares a los de una dama. Parecía estar soportándolo bastante bien, aunque pensó que podría haber escuchado un pequeño lamento de dolor en un momento dado.
Le dio a su cabeza un sacudón mental. Eso probablemente había sido un pájaro. ¿Acaso Neville no había dicho que había visto a una bandada de ellos a través de la ventana?
– ¿Ha sido amiga de Lady Lucinda durante mucho tiempo? -Le preguntó a la Srta. Watson. Conocía la respuesta, por supuesto; Lady Lucinda se lo había dicho la noche anterior. Pero no podía pensar en otra cosa que preguntar. Y necesitaba encontrar una pregunta, cuya respuesta por parte de ella no fuera un: sí, gracias o no, gracias.
– Tres años -contestó la Srta. Watson-. Ella es mi mejor amiga. -Y su rostro finalmente se vio un poco animado cuando dijo-: Debemos alcanzarlos.
– ¿Al Sr. Berbrooke y a Lady Lucinda?
– Sí -dijo ella con una firme inclinación-. Sí, debemos hacerlo.
La última cosa que Gregory quería era malgastar su precioso tiempo a solas con la Srta. Watson, pero en su lugar, le pidió al Sr. Berbrooke que los esperara. Este lo hizo, deteniéndose tan de repente, que hizo que Lady Lucinda se chocara literalmente con él.
Ella soltó un grito de sobresalto, pero a pesar de todo eso estaba ilesa.
Sin embargo, la Señorita Watson se aprovechó del momento, soltó la mano de su codo y corrió hacia delante.
– ¡Lucy! -clamó-. Oh, queridísima Lucy, ¿estás herida?
– No -contestó Lady Lucinda, pareciendo un poco confundida por el nivel extremo de preocupación de su amiga.
– Debo tomarte del brazo -declaró la Srta. Watson, mientras enganchaba su codo en el de Lady Lucinda.
– ¿Debes? -repitió Lady Lucinda, apartándose. O quizás, intentando hacerlo-. No, de veras, no es necesario.
– Insisto.
– Eso no es necesario -repitió Lady Lucinda, y Gregory deseó poder ver su cara, porque eso sonaba como si estuviera apretando los dientes.
– Ja ja -se escuchó a Berbrooke-. Quizás yo deba tomar su brazo, Bridgerton.
Gregory lo miró a la cara.
– No.
Berbrooke parpadeó.
– Era un chiste, ya sabe.
Gregory luchó contra el impulso que tenía de suspirar y de algún modo logró decir:
– Lo sé. -Conocía a Neville Berbrooke desde que ambos habían estado en pañales, y normalmente tenía más paciencia con él, pero ahora mismo lo único que quería era ponerle un bozal.
Mientras tanto, las dos muchachas estaban discutiendo por algo, en tonos tan bajos que Gregory no podía esperar escuchar lo que estaban diciendo. Y no es que él hubiera podido entender su idioma, incluso si estuvieran gritando; eso era claramente algo que lo confundía de las mujeres. Lady Lucinda aún estaba pegada a su brazo, y la Señorita Watson simplemente se negaba a soltarla.
– Ella está lastimada -dijo Hermione, volviéndose y batiendo sus pestañas.
¿Batiendo sus pestañas? ¿Había elegido ese momento para coquetear?
– No lo estoy -replicó Lucy. Se volvió hacia los dos caballeros-. No lo estoy -repitió-. En lo más mínimo. Deberíamos continuar.
Gregory no podía decidir si estaba divertido o insultado por todo el espectáculo. La Señorita Watson claramente no deseaba que él fuera su acompañante, y mientras a algunos hombres les gustaban sufrir por lo inalcanzable, él siempre había preferido que sus mujeres fueran sonrientes, amistosas y bien dispuestas.
Sin embargo, la Srta. Watson se volvió y él pudo ver su nuca (¿qué era eso de su nuca?). Se sintió nuevamente hundido, sintió ese loco amor que lo había capturado la noche anterior, y se dijo que no debía perder su corazón. Ni siquiera llevaban un día de conocerse; ella simplemente necesitaba tiempo para conocerlo. Su hermano Colin, por ejemplo, había conocido a su esposa durante años antes de comprender que estaban destinados a estar juntos.
Y no es que Gregory planeara esperar años y años, pero eso, ponía a la situación actual en una buena perspectiva.
Un rato después, fue claro que la Srta. Watson no accedería, y ambas mujeres caminarían agarradas de los brazos. Gregory se puso al paso de la Señorita Watson, mientras Berbrooke andaba, en algún lugar cercano a Lady Lucinda.
– Usted debería decirnos que se siente, al ser parte de una familia tan grande -dijo Lady Lucinda, inclinándose hacia delante y hablando al lado de la Srta. Watson-. Hermione y yo tenemos cada una, un hermano.
– Yo tengo tres -dijo Berbrooke-. Todos somos hombres. Excepto por mi hermana, por supuesto.