Hermione soltó una exhalación irritada.
– Probablemente tendré que sentarme a desayunar con el aburrido Sr. Bridgerton.
– Él no es tan terrible -dijo Lucy, con quizás, un poco más de brío, que uno podría esperar de alguien con el estómago lleno de salmón en mal estado.
– Supongo que no -accedió Hermione-. Él es mejor que la mayoría, supongo.
Lucy hizo una mueca de dolor al evocar sus propias palabras. Es mucho mejor que el resto. Mucho mejor que el resto.
Con seguridad era la cosa más espantosa que había salido de sus labios.
– Pero él no es para mí -continuó Hermione, ignorando el sufrimiento de Lucy-. Lo comprenderá muy pronto. Y entonces trasladará sus atenciones a alguien más.
Lucy lo dudaba, pero no dijo nada. Todo era un rollo. Hermione estaba enamorada del Sr. Edmonds, el Sr. Bridgerton estaba enamorado de Hermione, y Lucy no estaba enamorada del Sr. Bridgerton.
Pero él creía que lo estaba.
Lo cual no tenía sentido, por supuesto. Nunca permitiría que eso pasara, estaba prácticamente comprometida con Lord Haselby.
Haselby. Estuvo a punto de gemir. Todo podría ser mucho más fácil si al menos pudiera recordar su rostro.
– Quizás debería llamar para que nos traigan el desayuno -dijo Hermione, con la cara tan iluminada como si de repente hubiera descubierto un nuevo continente-. ¿Crees que nos enviarían una bandeja?
Oh, rayos. Hacia allí iban todos sus planes. Ahora Hermione tenía una excusa para permanecer todo el día en su cuarto. Y el siguiente, también, si Lucy continuaba fingiéndose enferma.
– No se por qué no pensé antes en eso -dijo Hermione, mientras se dirigía a la campañilla-. Sería mucho mejor que yo permaneciera contigo aquí.
– No -ladró Lucy, con su cerebro girando rápidamente.
– ¿Por qué no?
Exacto. Lucy pensó rápidamente.
– Si les haces traer una bandeja, no obtendrás lo que quieres.
– Pero yo sé lo que quiero. Huevos tibios y tostadas. Seguramente ellos pueden traer eso.
– Pero yo no quiero huevos tibios y tostadas. -Lucy trató de mantener una expresión lastimera y patética mientras podía-. Tú conoces mis gustos muy bien. Si vas al salón del desayuno, estoy segura que encontrarás exactamente lo que quiero.
– Pero yo pensé que no ibas a comer.
Lucy volvió a ponerse la mano en el estómago.
– Bueno, podría querer comer un poco.
– Oh, muy bien -dijo Hermione, sonando más impaciente que otra cosa-. ¿Qué quieres?
– Er, ¿quizás algo de tocino?
– ¿Con el estómago como un pez?
– No estoy segura de que haya sido el pescado.
Por un largo rato, Hermione se quedó allí, mirándola.
– ¿Solo tocino, entonces? -preguntó ella finalmente.
– Ehm, y algo más que creas que puedo disfrutar -dijo Lucy, ya que habría sido muy fácil pedirle el tocino.
Hermione soltó una exhalación de cansancio.
– Regresaré pronto. -Miró a Lucy con una expresión ligeramente sospechosa-. No te esfuerces.
– No lo haré -prometió Lucy. Le sonrió a la puerta cuando esta se cerró detrás de Hermione. Contó hasta diez, luego saltó de la cama y corrió hacia el armario para enderezar sus zapatillas. Una vez que todo quedó a su entera satisfacción, cogió un libro, se volvió hacia la cama para recostarse, y leyó.
Después de todo, estaba resultando ser una mañana estupenda.
Cuando Gregory entró al salón de desayuno, se sentía mucho mejor. Lo que había pasado la noche anterior, no había sido nada. Prácticamente lo había olvidado.
No era como si él hubiera querido besar a Lady Lucinda. Simplemente se había preguntado por ello, lo cual estaba a un mundo de diferencia.
Simplemente era un hombre, después de todo. Se había preguntado cosas sobre cientos de mujeres, la mayoría del tiempo sin siquiera tener cualquier intención de hablarles. Todos nos preguntábamos cosas. Era lo que uno hacía lo que representaba la diferencia.
¿Qué era lo que sus hermanos -sus felizmente casados hermanos, podría añadir-le habían dicho alguna vez? Que el matrimonio no los había dejado ciegos. Quizás no andaban en busca de otras mujeres, pero eso no significaba que no notaran lo que se ponía en frente de ellos. Así fuera una camarera con pechos extremadamente grandes o una joven dama apropiada con un -bueno, con un par de labios- uno no podría evitar ver la parte del cuerpo en cuestión.
Y si uno la veía, entonces claro que se podría preguntar, y…
Y nada. Todo se reducía a la nada.
Lo que significaba que Gregory podría comer su desayuno con la mente despejada.
Los huevos eran buenos para el alma, decidió. El tocino, también.
Él único otro ocupante del salón del desayuno era el cincuentón y perpetuamente almidonado Sr. Snowe, quien estaba agradecidamente más interesado en su periódico que en charlar. Después de los obligatorios gruñidos de saludo, Gregory se sentó en el extremo opuesto de la mesa y empezó a comer.
La salchicha estaba excelente esa mañana. Y las tostadas también eran excepcionales. Necesitaban un poco de mantequilla. A los huevos les hacía falta un poco de sal, pero aparte de eso todo estaba muy sabroso.
Probó el bacalao salado. No estaba mal. En absoluto.
Tomó otro mordisco. Masticó. Lo disfrutó. Tuvo pensamientos muy profundos sobre la política y la agricultura.
Cambió determinadamente a la física Newtoniana. En realidad debió de haber prestado más atención en Eton, porque no podía identificar la diferencia entra la fuerza y el trabajo.
Veamos, el trabajo estaba relacionado con los julios, y la fuerza estaba…
Ni siquiera esta realmente intrigado. Honestamente, todo podría ser culpa de algún truco de la luz. Y de su humor. Se había sentido un poco apagado. Había estado mirando su boca porque ella estaba hablando, por la gracia de Dios. ¿Dónde más había tenido que mirar?
Recogió su tenedor con renovado vigor. Volvió al bacalao. Y a su té. Nada lo llenaba más que el té.
Tomó un gran sorbo, asomándose sobre el borde de su taza cuando escuchó que alguien venía por el pasillo.
Ella llenó la puerta.
Pestañeó sorprendido, luego miró encima de su hombro. Ella había llegado sin su miembro extra.
Ahora que pensaba en eso, nunca había visto a la Srta. Watson sin Lady Lucinda.
– Buenos días -soltó él, en el preciso tono correcto. Lo suficientemente amistoso para no parecer aburrido, pero no demasiado amistoso. Un hombre nunca quería parecer tan desesperado.
La Srta. Watson lo miraba mientras estaba de pie, y su cara no registraba absolutamente ninguna emoción. Ni felicidad, ni ira, nada aparte de un simple parpadeo de reconocimiento. Era bastante notable, en realidad.
– Buenos días -murmuró ella.
Entonces, demonios, por qué no.
– ¿Me acompañará? -le preguntó.
Sus labios se separaron y se detuvo, como si no estuviera muy segura de lo que deseaba hacer. Y entonces, como si le ofreciera una prueba perversa de que ellos compartían alguna clase de conexión muy fuerte, él le leyó la mente.
En serio. Sabía exactamente lo que ella estaba pensando.
Oh, muy bien, supongo que tengo que desayunar, de todos modos.
Eso sin lugar a dudas le calentaba el alma.
– No puedo quedarme mucho tiempo -dijo la Srta. Watson-. Lucy está enferma, y prometí llevarle una bandeja.
Era muy difícil imaginarse a la indomable Lady Lucinda enferma, aunque Gregory no sabía por qué. No era como si él la conociera. En realidad, solo habían conversado en pocas ocasiones. Si acaso.
– Confío en que no sea nada serio -murmuró él.
– No lo creo -contestó ella, mientras tomaba un plato. Levantó la mirada hacia él, pestañeando con esos asombrosos ojos verdes-. ¿Usted comió pescado?