Claramente, los tres necesitaban un poco de instrucción.
– Pensé que iba a hacerlo sentir mejor -dijo Lucy finalmente-. Porque usted no sabe disparar.
– Oh, yo sé disparar -dijo él-. Esa es la parte sencilla. Lo que no sé es como apuntar.
Lucy le sonrió abiertamente. No pudo evitarlo.
– Podría enseñarle.
Él giró la cabeza rápidamente.
– Oh, genial. No me diga que usted sabe disparar.
Ella se irguió.
– En realidad, lo hago muy bien.
Él negó con la cabeza.
– Este día solo necesitaba esto.
– Es una habilidad admirable -protestó ella.
– Estoy seguro que lo es, pero estoy harto de que todas las mujeres que conozco sean mejor que yo. La última cosa que necesito es -oh, genial otra vez, no me diga que la Srta. Watson también es una excelente tiradora.
Lucy pestañeó.
– Sabe, no estoy segura.
– Bien, todavía hay esperanzas, entonces.
– ¿No es extraño? -murmuró ella.
Él le ofreció una mirada inexpresiva.
– ¿Qué tenga esperanzas?
– No, que… -no podía decirlo. Cielo Santo, le parecía tonto incluso a ella.
– Ah, entonces piensa que es extraño que usted no sepa si la Srta. Watson sabe disparar.
Eso era. Él lo supuso, de todos modos.
– Sí -admitió-. Pero entonces, ¿por qué yo si puedo? La puntería no hacía parte del plan de estudios de la Srta. Moss.
– Eso es un gran alivio para todos los caballeros, se lo aseguro. -Le ofreció una sonrisa torcida-. ¿Quién le enseñó?
– Mi padre -dijo ella, y era extraño, porque sus labios se separaron antes de que contestara. Por un momento pensó que la había sorprendido la pregunta, pero no había sido eso.
Se había sorprendido por su respuesta.
– Cielo santo -respondió él-. ¿Lo hace desde que estaba en pañales?
– Casi -dijo Lucy, aún confundida por su extraña reacción. Probablemente era porque no pensaba a menudo en su padre. Él había fallecido hacia mucho tiempo, por lo tanto había muy pocas respuestas que tenían que ver con el último Conde de Fennsworth.
– Él pensaba que era una habilidad importante -continuó ella-. Incluso para las mujeres. Nuestra casa está cerca de la costa de Dover, y allí siempre había contrabandistas. La mayoría eran amistosos, todo el mundo sabía quienes eran, incluso el magistrado.
– Él debió haber disfrutado del brandy francés -murmuró el Sr. Bridgerton.
Lucy le sonrió en respuesta.
– Igual que mi padre. Pero no todos los contrabandistas nos conocían. Algunos, estoy segura, eran muy peligrosos. Y… -se apoyó hacia él. Uno realmente no podía decir algo así sin apoyarse. ¿Dónde estaría la diversión?
– ¿Y…? -la incitó él.
Ella bajó la voz.
– Creo que había espías.
– ¿En Dover? ¿Hace diez años? Había espías absolutamente. Aunque me pregunto, si era prudente armar a la población infantil.
Lucy se rió.
– Yo era un poco mayor que eso. Creo que empezamos cuando tenía siete años. Richard continuó con sus lecciones después que mi padre falleció.
– Supongo que él también es un excelente tirador.
Ella asintió con tristeza.
– Lo siento.
Reanudaron su paseo hacia la casa.
– No lo desafiaré a un duelo, entonces -dijo él, con un poco de brusquedad.
– Preferiría que no lo hiciera.
Se volvió hacia ella con una expresión que solo podría llamarse ladina.
– Por qué, Lady Lucinda, creo que usted ha declarado que siente afecto por mí.
Su boca cayó abierta como si fuera un pez inarticulado.
– Yo n… ¿por qué ha llegado a esa conclusión? -¿y por qué sus mejillas se sentían repentinamente calientes?
– Nunca sería un encuentro justo -dijo él, pareciendo notablemente a gusto con sus limitaciones-. Aunque la verdad, es que no conozco un hombre en Bretaña con quien pudiera tener un encuentro justo.
Ella aún sentía un poco atontada después de su sorpresa anterior, pero logró decir:
– Estoy segura que está exagerando.
– No -dijo él casualmente-. Su hermano seguramente me dejaría una bala en mi hombro. -Se detuvo, considerando ese hecho-. Asumiendo que no tenga la intención de metérmela en el corazón.
– Oh, no sea tonto.
Él se encogió de hombros.
– A pesar de todo, usted está más preocupada por mi bienestar de lo debería.
– A mi preocupa el bienestar de todo el mundo -murmuró ella.
– Sí -murmuró él-. Lo sé.
Lucy se echó hacia atrás.
– ¿Por qué eso sonó como si fuera un insulto?
– ¿Lo hizo? Le aseguro que esa no fue mi intención.
Lo miró con sospecha, por un rato tan largo que él finalmente levantó las manos como gesto de rendición.
– Es un cumplido, se lo juro -le dijo.
– Dado de mala gana.
– ¡En absoluto! -la repasó con la mirada, evidentemente incapaz de suprimir una sonrisa.
– Está riéndose de mí.
– No -insistió él, y luego por supuesto, se rió-. Lo siento. Ahora si lo estoy.
– Usted podría intentar ser amable y decir por lo menos que está riéndose conmigo.
– Puedo. -Sonrió abiertamente, y sus ojos se pusieron claramente diabólicos-. Pero sería una mentira.
Ella casi lo dio una palmada en el hombro.
– Oh, usted es terrible.
– Soy la perdición de la existencia de mis hermanos, se lo aseguro.
– ¿De verdad? -Lucy nunca había sido la perdición de la existencia de nadie, y parecía importante preguntarle-: ¿Cómo es eso?
– Oh, lo mismo de siempre. Que tengo que establecerme, encontrar un propósito, aplicarme.
– ¿Casarse?
– Eso, también.
– ¿Es por eso que está enamorado de Hermione?
Él hizo una pausa, solo por un momento. Pero lo hizo. Lucy lo sintió.
– No -dijo él-. Eso es algo completamente diferente.
– Claro -dijo ella rápidamente, sintiéndose tonta por haberle preguntado. Él le había hablado sobre eso la noche anterior -lo del amor que solo pasaba, sin poder elegir en el asunto. Él no quería que Hermione le agradara a su hermano; quería a Hermione porque no podía no quererla.
Eso la hizo sentir un poco más sola.
– Regresamos -dijo él, señalando la puerta del salón de reuniones, la cual, ni siquiera se había dado cuenta, habían alcanzado.
– Sí, claro. -Miró a la puerta, luego lo miró a él, y se preguntó por qué se sentía tan incómoda ahora que tenían que despedirse-. Gracias por la compañía.
– El placer fue todo mío.
Lucy dio un paso hacia la puerta, entonces se dio la vuelta para enfrentarlo con un:
– ¡Oh!
Sus cejas se levantaron.
– ¿Pasa algo malo?
– No. Pero debería disculparme, por haberlo obligado a regresar. Usted dijo que le gustaba ir por ese camino -que conduce hacia el lago- cuando necesitaba pensar. Y no lo hizo.
La miraba con curiosidad, su cabeza estaba inclinada ligeramente a un lado. Y sus ojos -oh, ella deseaba poder describir lo que veía en ellos. Porque no lo entendía, realmente no comprendía como hacía que su cabeza se inclinara al mismo tiempo que la suya, como la hacía sentir como si ese momento estuviera extendiéndose… más… más… hasta que podría durar toda una vida.
– ¿No deseaba ese tiempo para usted? -preguntó ella suavemente… tan suavemente que parecía un murmullo.
El negó con la cabeza, lentamente.
– Sí -dijo, como si las palabras salieran de él en ese mismísimo momento, como si sus pensamientos fueran nuevos y no en realidad lo que había esperado.
– Sí -dijo él otra vez-. Pero ahora no.
Ella lo miró, y él la miró. Y el pensamiento que estalló repentinamente en su cabeza fue…