Todo era perfecto, a Gregory le gustaban las noches como esa.
Sin embargo, a las nueve y media, sentía como su frustración crecía. Tal vez no tenía razón, pero estaba casi seguro que la Srta. Watson no había aparecido todavía. Incluso con una máscara, era imposible que mantuviera oculta su identidad. Su cabello era demasiado deslumbrante, demasiado etéreo bajo la luz de las velas como para confundirse con alguien más.
Pero por otro lado, Lady Lucinda… no tendría ningún problema en mezclarse con los demás. Su cabello era con seguridad de un adorable color rubio miel, pero no era nada raro o único. La mitad de las damas de la ton, probablemente tenían el mismo color de cabello.
Echó un vistazo alrededor del salón de baile. Bueno, tal vez no era la mitad. Y quizás ni siquiera un cuarto. Pero no era como los mechones de luz de luna de su amiga.
Frunció el ceño. La Srta. Watson ya debería estar presente. Como miembro de la casa, no tenía que lidiar con los caminos embarrados, los caballos cojos, o incluso la enorme línea de carruajes que esperaban al frente, en el sitio de llegada de los invitados. Y mientras dudaba que ella hubiera deseado llegar temprano al igual que él, seguramente no llegaría con una hora de retraso.
Eso, no podría ser tolerado por Lady Lucinda. Claramente era de las que les gustaba la puntualidad.
En el sentido bueno.
Como opuesto era de un sentido inaguantable, regañón.
Sonrió. Ella no era así.
Lady Lucinda se parecía a Kate, o por lo menos así sería, cuando fuera un poco mayor. Inteligente, sin decir cosas sin sentido, solo un poco traviesa.
En realidad, sería muy divertida. Lady Lucinda, era una persona muy alegre.
Pero no la había visto entre los invitados, tampoco. O por lo menos, pensó que no lo había hecho. No estaba muy seguro. Había visto a muchas damas con casi el mismo color de cabello que el suyo, pero ninguno parecía ser el correcto. Uno de ellos no se movía del modo correcto -demasiado soso, quizás un poco torpe. Y otro no tenía la misma altura. No estaba mal, probablemente le faltaban unas pulgadas. Pero podía afirmarlo.
No era ella.
Seguramente estaría dondequiera que estaba la Srta. Watson. Lo encontró bastante tranquilizador. La Srta. Watson posiblemente no estaría en problemas si Lady Lucinda estaba con ella.
Su estómago gruñó, y decidió abandonar su búsqueda por el momento, y en su lugar fue en busca de su sustento. Kate los había, como siempre, proveído de una cordial selección de comida para que sus invitados mordisquearan en el transcurso de la noche. Se dirigió directamente hacia el plato de sándwiches -parecidos a los que había servido la noche en la que había llegado, y esos le habían gustado mucho también. Se comería diez de ellos.
Hmmm. Vio el pepino -era una perdida de pan cada vez que veía uno. Queso-no, no era lo que estaba buscando. Quizás…
– ¿Sr. Bridgerton?
Lady Lucinda. Conocería esa voz en cualquier parte.
Se volvió. Allí estaba. Se felicitó a sí mismo. Había estado en lo correcto, con relación a los otros rubios miel enmascarados. Definitivamente no se había encontrado con ella esa noche.
Sus ojos se abrieron de par en par, y él comprendió que su máscara, cubierta con una pizarra de fieltro azul, era del mismo color de sus ojos. Se preguntó si la Srta. Watson tenía una parecida, en un tono verde.
– Es usted, ¿verdad?
– ¿Cómo lo supo? -le contestó.
Ella pestañeó.
– No lo sé. Solo lo hice -sus labios se separaron- solo lo suficiente para revelar un diminuto destello de sus dientes blancos, y dijo-: Soy Lucy. Lady Lucinda.
– Lo sé -murmuró él, aún mirando su boca. ¿Qué efecto tenían las máscaras? Era como si al cubrirse con ella, el fondo se hiciera más intrigante.
Casi hipnotizante.
¿Cómo es que él no había notado la forma en la que sus labios se inclinaban ligeramente en las esquinas? O las pecas en su nariz. Tenía siete de ellas. Precisamente siete, todas tenían forma ovalada, salvo esa última que se parecía a Irlanda, en realidad.
– ¿Tiene hambre? -le preguntó ella.
Él pestañeó, forzado sus ojos de vuelta hacia ella.
Ella hizo señas hacia los bocadillos.
– El jamón está bueno. Igual que el pepino. Nunca me han gustado mucho los sándwiches de pepino -nunca parecen satisfacerme, aunque me gusta el crunch- pero estos tienen un poco de queso derretido en lugar de solo mantequilla. Fue una sorpresa muy agradable.
Hizo una pausa para mirarlo, inclinando su cabeza a un lado para esperar su respuesta.
Él sonrió. No pudo evitarlo. Había algo muy entretenido cuando parloteaba sobre la comida.
Extendió la mano y puso un sándwich de pepino en su plato.
– Con esa recomendación -dijo él-. ¿Cómo podría negarme?
– Bueno, los de jamón están buenos, si no le gusta.
Otra vez, así era ella. Queriendo la felicidad de todo el mundo. Pruebe esto. Y si no le gusta, pruebe esto, o esto, o esto, o esto. Y si tampoco le gusta, tenga el mío.
Claro, ella nunca lo había dicho, pero de alguna manera sabía que lo haría.
Ella bajó la mirada hacia las fuentes de comida.
– Me hubiera gustado que no los hubieran revuelto todos.
La miró inquisidoramente.
– ¿Discúlpeme?
– Bueno -dijo ella -con esa singular clase de bueno, que predecía una explicación larga y cordial-. ¿No cree que tendría más sentido separar los diferentes tipos de sándwiches? ¿Poner cada uno en su propio plato más pequeño? Así, si usted ha encontrado el que le gusta, sabría donde conseguir otro. O -en ese momento se puso más animada, como si estuviera hablando de un tema de gran importancia-, escogería otro. Considérelo. -Había señalado la fuente-. No habría ningún sándwich de jamón fuera de la pila. Y usted, no podría cernirse sobre todos ellos, buscándolos. Sería muy mal educado.
La miró pensativamente, y entonces dijo:
– Le gusta que las cosas estén ordenadas, ¿no es verdad?
– Oh, claro -dijo ella con sentimiento-. De verdad, me gusta mucho.
Gregory consideró sus propias costumbres desorganizadas. Echaba los zapatos en el armario, las invitaciones dispersas por todas partes… el año pasado, le había dado una semana de permiso a su valet secretario, para que visitara a su padre enfermo, y cuando el pobre hombre había regresado, el caos en el escritorio de Gregory casi lo vuelve loco.
Gregory observó la expresión seria de Lady Lucinda y se rió entre dientes. Probablemente también la volvería loca en menos de una semana.
– ¿Le gusta su sándwich? -le preguntó ella, una vez que había tomado un bocado-. ¿El pepino?
– Muy intrigante -murmuró él.
– Me pregunto, ¿la comida puede ser intrigante?
Terminó con su sándwich.
– No estoy seguro.
Ella asintió ausentemente, entonces dijo:
– El jamón está bueno.
Permanecieron en un afable silencio mientras le echaban un vistazo al cuarto. Los músicos estaban tocando un vals muy animado, y las faldas de las damas ondulaban como campañillas de seda mientras daban vueltas y vueltas. Era imposible mirar la escena y no sentirse como si la noche estuviera viva… llena de energía… esperando hacer su movimiento.
Algo pasaría esa noche. Gregory estaba seguro de ello. La vida de alguien cambiaría.
Si tenía suerte, sería la suya.
Sus manos le empezaron a picar. Sus pies, también. Le estaba costando mucho quedarse quieto. Quería moverse, quería hacer algo. Quería poner su vida en movimiento, extender la mano y capturar sus sueños.
Quería moverse. No podía quedarse quieto. Él…
– ¿Le gustaría bailar?
No había querido pedírselo. Pero se había dado la vuelta, y Lucy estaba allí, a su lado, y las palabras simplemente se le salieron de los labios.
Sus ojos se iluminaron. Incluso con la máscara, podía notar que ella estaba encantada.