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El sentimiento de euforia rápidamente se esfumó de su pecho. Se había rebelado -posiblemente por primera vez en toda su vida- y nadie lo había notado. Había esperado demasiado tiempo.

Se preguntó que otras cosas podría haber hecho.

– Bien hecho -dijo Haselby, con una sonrisa alentadora.

Lucy logró sonreírle en respuesta. Él realmente no estaba mal. De hecho, si no fuera por Gregory, hubiera pensado que era una excelente elección. El cabello de Haselby era quizás un poco escaso, y realmente era un poco delgado, pero de resto no tenía nada de que quejarse. Especialmente de su personalidad -seguramente era el aspecto más importante de todo hombre- que era perfectamente agradable. Habían tenido una corta conversación antes de la cena mientras su padre y su tío discutían sobre política, se había comportado de una forma encantadora. Incluso le había contado un chiste seco e indirecto sobre su padre, acompañado de una puesta de ojos en blancos, que hizo que Lucy se riera entre dientes.

De verdad, no debía quejarse.

Y no lo hizo. No podía. Es solo que deseaba algo más.

– ¿Puedo confiar en que su comportamiento en el establecimiento de la Srta. Moss fue aceptable? -le preguntó Lord Davenport, sus ojos se entrecerraron lo suficiente para que su pregunta no fuera precisamente amistosa.

– Sí, por supuesto -contestó Lucy, pestañeando sorprendida. Había pensado que la conversación, ya no giraba en torno a ella.

– Es una excelente institución -dijo Davenport, mientras masticaba un pedazo de cordero asado-. Saben lo que una muchacha debe saber y no debe saber. La hija de Winslow asistió allí. La de Fordham, también.

– Sí -murmuró Lucy, ya que su respuesta parecía ser esperada-. Ambas son muchachas muy dulces -mintió. Sybilla Winslow era una desagradable pequeña tirana, que se divertía pellizcándoles los antebrazos a las estudiantes más jóvenes.

Pero por primera vez en la noche, Lord Davenport aparentaba estar satisfecho con ella.

– ¿Entonces, las conoce bien? -preguntó él.

– Er, un poco -contestó Lucy evasivamente-. Lady Joanna era un poco mayor, pero no era una escuela grande. Uno realmente no puede no conocer a las demás estudiantes.

– Bien. -Lord Davenport asintió con aprobación, sus mejillas temblaron con el movimiento.

Lucy intentó no mirar.

– Esas son las personas que usted necesita conocer -siguió-. Conexiones que debe cultivar.

Lucy asintió respetuosamente, mientras pensaba todo el tiempo, en todos los lugares en los que preferiría estar. Paris, Venecia, Grecia, aunque ¿no estaban todos ellos en guerra? No importaba. Aún así preferiría estar en Grecia.

– … la responsabilidad con el nombre… ciertos estándares de conducta…

¿Estaría haciendo mucho calor en Oriente? Siempre había admirado los jarrones chinos.

– … no toleraré ninguna desviación de…

¿Cuál era el nombre de esa horrible zona de la ciudad? ¿St. Giles? Sí, también preferiría estar allí.

– … obligaciones. ¡Obligaciones!

Esto último fue acompañado por un puño en la mesa, que hizo que la platería se sacudiera y que Lucy se removiera en su asiento. Incluso la tía Harriet levantó la mirada de su comida.

Lucy volvió rápidamente su atención, y cuando se dio cuenta que todos los ojos estaban sobre ella, dijo:

– ¿Sí?

Lord Davenport continuó, casi amenazadoramente.

– Algún día usted será Lady Davenport. Tendrá obligaciones. Muchas obligaciones.

Lucy logró estirar sus labios, solo lo suficiente para que pareciera una respuesta. Dios Santo, ¿Cuándo iba a terminar esta noche?

Lord Davenport continuó, y aunque la mesa era enorme y estaba llena de comida, Lucy retrocedió instintivamente.

– No puede tomar sus responsabilidades a la ligera -continuó, subiendo el volumen de su voz aterradoramente-. ¿Me entiendes, muchacha?

Lucy se preguntó lo que pasaría si se ponía las manos en la cabeza y gritara.

¡Dios que estás en los cielos, acaba con esta tortura!!!

Sí, pensó, casi analíticamente, que eso podría enfurecerlo. Quizás la juzgaría como una enferma mental y…

– Claro, Lord Davenport -se escuchó decir.

Era una cobarde. Una miserable cobarde.

Y entonces, como si fuera alguna clase de juguete de cuerda, que alguien hubiera apagado, Lord Davenport se reclinó en su silla, perfectamente sereno.

– Me alegro de escuchárselo decir -dijo limpiándose las esquinas de su boca con la servilleta-. Estoy tranquilo al darme cuenta que aún enseñan deferencia y respeto en la escuela de la Srta. Moss. No estoy arrepentido de mi elección de enviarte allí.

El tenedor de Lucy se detuvo a medio camino de su boca.

– No sabía que usted había hecho los arreglos.

– Tenía que hacer algo -gruñó él, mirándola como si fuera una tonta-. Usted no tenía una madre que se asegurara de adiestrarla apropiadamente para su rol en la vida. Hay cosas que tendrá que aprender para ser una condesa. Habilidades que debe poseer.

– Claro -dijo ella deferentemente, después de haber decidido que una muestra de absoluta mansedumbre y obediencia, sería la forma más rápida de acabar con esa tortura-. Er, y gracias.

– ¿De qué? -preguntó Haselby.

Lucy se volvió hacia su novio. Parecía genuinamente curioso.

– Por qué, por haberme enviado a la escuela de la Srta. Moss -explicó, dirigiendo cuidadosamente su respuesta hacia Haselby. Quizás si no miraba a Lord Davenport, este olvidaría que estaba allí.

– ¿Lo disfrutó, entonces? -le preguntó Haselby.

– Sí, mucho -contestó ella, algo sorprendida de lo bien que se sentía, al habérsele hecho una pregunta cortes-. Fue maravilloso. Fui extremadamente feliz allí.

Haselby abrió la boca para contestar, pero para el horror de Lucy, la voz que surgió fue la de su padre.

– ¡Esto no se trata de lo que lo hace a uno feliz! -fue el rugido violento de Lord Davenport.

Lucy no podía apartar los ojos de la boca aún abierta de Haselby. En realidad, pensó, en un extraño momento de absoluta calma, eso había sido casi aterrador.

Haselby cerró la boca y se volvió a su padre con una sonrisa firme.

– ¿De que se trata entonces? -inquirió, y Lucy no pudo evitar sentirse impresionada por la absoluta falta de disgusto en su voz.

– Se trata sobre lo que uno aprende -contestó su padre, dejando que uno de sus puños cayera sobre la mesa de la manera más impropia-. Y de lo que lo beneficia a uno.

– Bueno, dominé las tablas de multiplicar -apuntó Lucy ligeramente, y no es que alguien estuviera escuchándola.

– Ella será una condesa -ladró Davenport-. ¡Una condesa!

Haselby observó a su padre serenamente.

– Ella solo será condesa cuando usted muera -murmuró.

La boca de Lucy cayó abierta.

– Muy cierto -continuó Haselby, haciendo estallar una minúscula mordida de pescado en su boca casualmente-: Eso no te importará mucho, ¿verdad?

Lucy se volvió hacia Lord Davenport, con los ojos abiertos de par en par.

La piel del conde estaba sonrojada. Era un horrible color -furioso, oscuro, y profundo, empeorado con el hecho de que su vena estaba saltando claramente en su sien. Él estaba mirando a Haselby, con los ojos entrecerrados de furia. No había malicia allí, ningún deseo de hacer mal o daño, pero aunque no tenía ningún sentido, Lucy habría jurado en ese momento que Davenport odiaba a su hijo.

Y Haselby solo dijo:

– Que buen clima estamos teniendo. -Y sonrió.

¡Sonrió!

Lucy lo miró boquiabierta. Estaba lloviendo y así lo mismo durante días. Pero para no salirse del tema, ¿acaso él no comprendía que su a su padre estaba a punto de darle un ataque por su comentario descarado? Lord Davenport parecía listo para explotar, y Lucy estaba muy segura de que podía escuchar como sus dientes rechinaban del otro lado de la mesa.