Se congeló. No sabía lo que habría hecho. ¿Cómo era posible que hubiera reescrito la escena en su mente innumerables veces, y justo ahora comprendía que nunca había pensado en llegar al punto de alejarse de ella?
Si lo hubiera sabido, ¿la habría guiado directamente en su camino desde el primer momento? Había tenido que agarrarla por los brazos para sostenerla, pero hubiera podido llevarla hacia su destino cuando la soltó. Eso no hubiera sido difícil -solo hubiera tenido que mover los pies. Entonces hubiera terminado con eso, antes de que se hubiera dado la oportunidad de ocurrir algo.
Pero en su lugar, él había sonreído, y le había preguntado que estaba haciendo allí, y entonces -Dios Santo, en que había estado pensando- le había preguntado si ella bebía brandy.
Después de eso -bueno, no estaba seguro de cómo había pasado, pero lo recordaba todo. Cada detalle. La manera en la que lo miraba, la mano de ella en su brazo. Lo había estado agarrando y por un momento, eso lo había hecho sentir como si lo necesitara. Podía ser su roca, su centro.
Nunca había sido el centro de nadie.
Pero no fue solo eso. No la había besado por eso. La había besado porque…
Porque…
Demonios, no sabía por qué la había besado. Había sido ese momento -ese extraño, e inescrutable momento- y todo había estado tan callado. Un fabuloso, mágico e hipnotizante silencio que parecía rezumarse dentro de él y quitarle el aliento.
La casa había estado llena, abarrotada de invitados, pero en el pasillo habían estado solos. Lucy lo había estado mirando fijamente, explorándolo con los ojos, y entonces… de algún modo… ella estaba más cerca. No recordaba haberse movido, o inclinado su cabeza, pero su rostro estaba a pocos centímetros de distancia. Y lo siguiente que supo fue…
Que estaba besándola.
Desde que ese momento, simplemente se había dejado llevar. Era como si hubiera perdido todo el conocimiento de las palabras, de la racionalidad y el pensamiento. Su mente se había convertido en algo extraño, incapaz de razonar. El mundo era color y sonido, calor y sensación. Era como si su mente se hubiera adueñado de todo su cuerpo.
Y ahora se preguntaba -cuando se había dejado de preguntar- si se hubiera detenido. Si ella no le hubiera dicho que no, si no le hubiera presionado las manos en su pecho y le hubiera dicho que se detuviera…
¿Lo hubiera hecho por si mismo?
¿Podría haberlo hecho?
Enderezó los hombros. Cuadró su mandíbula. Claro que lo hubiera hecho. Ella era Lucy, por el amor de Dios. Era maravillosa, de muchísimas formas, pero no era de la clase que hacía que los hombres perdieran la cabeza. Solo había sido una aberración temporal. Una locura momentánea ocurrida por una extraña y desquiciante noche.
Aun ahora, sentada en un banco en Hyde Park con una pequeña flota de palomas a sus pies, seguía siendo evidentemente la misma Lucy de siempre. Ella aún no lo había visto, y se sentía feliz solo por observarla. Estaba sola, salvo por una criada, quien estaba holgazaneando a dos bancos de distancia.
Y su boca se estaba moviendo.
Gregory sonrió. Lucy estaba hablando con los pájaros. Diciéndoles algo. Lo más probable es que les estuviera dando indicaciones, quizás fijándoles una fecha de futuros compromisos para repartir el pan.
O diciéndoles que masticaran con los picos cerrados.
Se rió entre dientes. No pudo evitarlo.
Ella se volvió. Se volvió, y lo vio. Sus ojos se abrieron de par en par, y sus labios se separaron, y eso lo golpeó directamente en el pecho…
Era bueno verla.
Eso lo estremeció con una clase extraña de reacción, teniendo en cuenta la forma en la que se habían despedido.
– Lady Lucinda -dijo, mientras avanzaba-. Esta es una sorpresa. No sabía que estaba en Londres.
Por un momento ella parecía no saber como actuar, y entonces sonrió -quizás un poco más vacilante de lo que acostumbraba- y levantó una rodaja de pan hacia delante.
– ¿Es para las palomas? -murmuró él-. ¿O para mí?
Su sonrisa cambió, se volvió más natural.
– Como usted prefiera. Aunque le advierto, está un poco rancio.
Sus labios dibujaron una pequeña sonrisa.
– ¿Usted lo ha probado, entonces?
Era como si nada hubiera pasado. El beso, la incómoda conversación a la mañana siguiente… se había ido. Regresaron a su extraña pequeña amistad, y todo estaba en orden en el mundo.
Su boca estaba fruncida, como si pensara que debía estar regañándolo, y él estaba riendo entre dientes, porque era muy divertido contrariarla.
– Este es mi segundo desayuno -dijo ella, absolutamente inexpresiva.
Él se sentó en el extremo opuesto del banco y empezó a rasgar su pan en pedazos. Cuando tuvo un manojo bien partido, lo lanzó todo al mismo tiempo, y se reclinó para observar el frenesí resultante de picos y plumas.
Lucy, notó, estaba echando sus migas metódicamente, una después de la otra, precisamente con tres segundos de diferencia.
Estaba contando. ¿Cómo podía no hacerlo?
– El rebaño me ha abandonado -dijo ella con un ceño.
Gregory sonrió abiertamente, cuando la última paloma saltó al banquete Bridgerton. Les lanzó otro manojo.
– Yo siempre organizo las mejores fiestas.
Ella se volvió hacia él, alzando la barbilla mientras le lanzaba una mirada seca sobre su hombro.
– Usted es insoportable.
Le ofreció una mirada maliciosa.
– Es una de mis mejores cualidades.
– ¿Según quien?
– Bueno, a mi madre parece agradarle mucho -dijo él modestamente.
Ella no pudo contener una sonrisa.
Eso se sentía como una victoria.
– A mi hermana… no mucho.
Una de sus cejas se levantó.
– ¿A la que a usted le gusta torturar?
– Yo no la torturo porque me gusta -dijo, en una clase de tono más bien instructivo-. Lo hago porque es necesario.
– ¿Para quien?
– Para toda Bretaña -dijo él-. Confíe en mí.
Lo miró dudosamente.
– Ella no puede ser tan mala.
– Supongo que no -dijo él-. A mi madre parece agradarle mucho, y eso me confunde.
Ella se rió de nuevo, y el sonido era… bueno. Una palabra indefinible, seguro, pero de algún modo se fue directo a su corazón. Su risa venía de su interior -cálida, rica, y verdadera.
Un momento después se volvió, y sus ojos se pusieron bastante serios.
– A usted le gusta molestar, pero apostaría todo lo que tengo a que daría su vida por ella.
Él pretendió considerar sus palabras.
– ¿Cuánto tiene?
– Tenga vergüenza, Sr. Bridgerton. Está evadiendo la pregunta.
– Claro que lo haría -dijo él con voz queda-. Es mi hermana menor. Mía para torturar y mía para proteger.
– ¿Acaso no está casada?
Él se encogió de hombros, mirando fijamente al otro lado del parque.
– Sí, supongo que St. Clair se encarga de protegerla ahora, que Dios lo ayude. -Se volvió, ofreciéndole una sonrisa ladeada-. Lo siento.
Pero ella no lo había tomado como una ofensa. Y de hecho, lo sorprendió absolutamente al decirle, con mucho sentimiento:
– No hay necesidad de disculparse. Hay ocasiones en las que solo el nombre del Señor, es el adecuado para transmitir toda la desesperación que uno siente.
– ¿Por qué presiento que está hablando de una experiencia reciente?
– Anoche -le confirmó ella.
– ¿En serio? -insistió, muy interesado-. ¿Qué sucedió?
Pero ella negó con la cabeza.
– Nada.
– Si fuera así, usted no estaría blasfemando.
Ella suspiró.
– Le he dicho que usted es insoportable, ¿verdad?
– Una vez hoy, y con seguridad varías veces antes.
Le ofreció una mirada seca, el azul de sus ojos se agudizó cuando estos se fijaron en él.