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– No te muevas tanto.

– Lo siento -masculló Lucy. Y pensó: Lo he dicho de nuevo. Soy tan predecible, tan absolutamente convencional y falta de imaginación.

– Todavía te estás moviendo.

– Oh. -Dios santo, ¿Cómo es que no podía hacer nada bien esa noche?-. Lo siento.

Hyacinth la pinchó con la aguja.

– Todavía te estás moviendo.

– ¡No lo estoy! -Lucy casi gritó.

Hyacinth sonrió para sí misma.

– Eso está mejor.

Lucy bajó la mirada y frunció el ceño.

– ¿Estoy sangrando?

– Sí, lo estás -dijo Hyacinth, mientras se levantaba-. Y nadie más tiene la culpa sino tú.

– ¿Discúlpame?

Pero Hyacinth ya estaba en pie, con una sonrisa de satisfacción en el rostro.

– Allí -anunció, haciendo señas hacia su manualidad-. Seguramente no está como nuevo, pero pasará cualquier inspección esta noche.

Lucy se arrodilló para inspeccionar su dobladillo. Hyacinth había sido muy generosa en su auto alabanza. La costura era un desastre.

– Nunca he sido buena con la aguja -dijo Hyacinth con un indiferente encogimiento de hombros.

Lucy se incorporó, luchando contra el impulso de arrancar las puntadas y arreglarlas.

– Me lo podrías haber dicho antes -murmuró.

Los labios de Hyacinth se curvaron en una sonrisa lenta y maliciosa.

– Vaya, vaya -dijo-. Que espinosa te has puesto de repente.

Lucy la sorprendió al decirle:

– Me has hecho daño.

– Posiblemente -contestó Hyacinth, sonando como si no le importara de una manera u otra. Miró hacia la puerta con una expresión inquisidora-. Él debería estar aquí ahora.

El corazón de Lucy latió extrañamente en su pecho.

– ¿Todavía planeas ayudarme? -susurró.

Hyacinth se dio la vuelta.

– Espero -contestó, encontrándose con los ojos de Lucy con una tranquila evaluación-, que seas tú quien se juzgue mal.

* * * * *

Gregory llegó diez minutos después de lo que habían acordado. No pudo evitarlo; una vez había bailado con una joven dama, se había puesto claro que debía repetirle el favor a otra media docena. Y aunque era difícil mantener su atención en las conversaciones tenía que comportarse, sin preocuparse por el retraso. Eso significaba que Lucy y Hyacinth habían salido antes de que él saliera por la puerta. Pensó en encontrar la manera de convertir a Lucy en su esposa, pero no había necesidad de ir en busca de un escándalo.

Caminó hacia la alcoba de su hermana; había pasado incontables horas en Hasting House y sabía hacia donde se estaba dirigiendo. Cuando alcanzó su destino, entró sin golpear, las bisagras bien engrasadas de la puerta le permitieron entrar sin hacer ruido.

– Gregory.

Se escuchó primero la voz de Hyacinth. Ella estaba de pie al lado de Lucy, quien lucía…

Herida.

¿Qué le había hecho Hyacinth?

– ¿Lucy? -le preguntó, apresurándose hacia ella-. ¿Sucede algo?

Lucy negó con la cabeza.

– No es nada de importancia.

Él se volvió hacia su hermana con ojos acusadores.

Hyacinth se encogió de hombros.

– Estaré en el otro cuarto.

– ¿Escuchando en la puerta?

– Esperaré en el escritorio de Daphne -dijo ella-. Está a medio camino, del otro lado del cuarto, y antes de que hagas alguna objeción, no puedo ir más lejos. Si alguien llega, necesitarás de mi presencia inmediata para que todo sea respetable.

Su punto era válido, pero aunque Gregory estaba renuente a admitirlo, le ofreció una pequeña inclinación de asentimiento, la observó mientras salía del cuarto, y esperó por el clic del pestillo de la puerta antes de hablar.

– ¿Te dijo algo cruel? -le preguntó a Lucy-. Ella puede ser vergonzosamente indiscreta, pero su corazón está normalmente del lado correcto.

Lucy negó con la cabeza.

– No -dijo suavemente-. Creo que dijo exactamente lo correcto.

– ¿Lucy? -la miró inquisidoramente.

Sus ojos, que habían parecido antes tan nublados, ahora parecían enfocarse.

– ¿Qué tienes que decirme? -dijo ella.

– Lucy -dijo, preguntándose cual era la mejor forma de afrontar esto. Había estado ensayando los discursos en su mente todo el tiempo, mientras bailaba en el piso inferior, pero ahora que estaba aquí, no sabía qué decir.

O más bien, sí. Pero no sabía el orden, no sabía el tono. ¿Le iba a decir que la amaba? ¿Iba a desnudarle su corazón a una mujer que pensaba casarse con otro? ¿O quizás optaría por la ruta más segura y le explicaría la razón por la cual ella no podía casarse con Haselby?

Un mes atrás, la opción habría sido obvia. Era un romántico, aficionado a los grandes gestos. Le habría declarado su amor, seguro de una feliz recepción. Le habría tomado la mano. Se hubiera arrodillado.

La habría besado.

Pero ahora…

Ya no estaba tan seguro. Confiaba en Lucy, pero no confiaba en el destino.

– No puedes casarte con Haselby -dijo

Sus ojos se abrieron de par en par.

– ¿Qué quieres decir?

– No puedes casarte con él -contestó, evadiendo su pregunta-. Será un desastre. Será… debes confiar en mí. No debes casarte con él.

Ella agitó la cabeza.

– ¿Por qué me estás diciendo esto?

Porque te quiero para mí.

– Porque… porque… -luchó con las palabras-. Porque te has convertido en mi amiga. Y deseo tu felicidad. Él no será un buen esposo para ti, Lucy.

– ¿Por qué no? -su voz era baja, vacía, y dolorosamente contraria a lo que ella era.

– Él -Dios santo, ¿Cómo iba a decírselo? ¿Acaso entendería lo que le quería decir?-. El no… -tragó saliva. Tenía que haber una forma más suave para decirlo-. Él no… algunas personas…

La miró. Su labio inferior estaba temblando.

– Él prefiere a los hombres -dijo, soltando las palabras tan rápidamente como era capaz-. Que a las mujeres. Algunos hombres son así.

Y esperó. Por un buen rato, ella no reaccionó, solo se quedó allí como una estatua trágica. De vez en cuando pestañeaba, pero aparte de eso, nada. Hasta que finalmente dijo:

– ¿Por qué?

¿Por qué? No la entendía.

– ¿Por qué él es…?

– No -dijo ella enérgicamente-. ¿Por qué me lo dijiste? ¿Por qué tuviste que decírmelo?

– Te lo he dicho…

– No, no lo hiciste para ser amable. ¿Por qué me lo dijiste? ¿Solo para ser cruel? ¿Para hacerme sentir de la misma forma en la que te sientes, porque Hermione se casó con mi hermano y no contigo?

– ¡No! -la palabra explotó fuera de él, y la agarró, envolviendo las manos alrededor de sus antebrazos-. No, Lucy -dijo, de nuevo-. Nunca haría eso. Solo quiero que seas feliz. Yo quiero…

A ella. La quería a ella, y no sabía como decirlo. No en ese momento, no cuando estaba mirándolo como si él le hubiera roto el corazón.

– Hubiera podido ser feliz con él -susurró ella.

– No. No, no hubieras podido. No entiendes, él…

– Si, hubiera podido -gritó ella-. Quizás nunca lo hubiera amado, pero hubiera podido ser feliz. Era lo que yo esperaba. Entiendes, para eso fui preparada. Y tú… tú… -se apartó, volviéndose hasta que él no pudo verle más su rostro-. Lo arruinaste.

– ¿Cómo?

Ella levantó los ojos hacia los suyos, y la mirada en ellos era tan severa, tan profunda, que le quitó el aliento. Y dijo:

– Porque me hiciste quererte en su lugar.

Su corazón se cerró de golpe en su pecho.

– Lucy -dijo, porque no podía decir nada más-. Lucy.

– No se que hacer -confesó ella.

– Bésame. -Tomó la cara de ella entre sus manos-. Solo bésame.

Esta vez, cuando la besó, fue diferente. Ella era la misma mujer entre sus brazos, pero él no era el mismo hombre. Su necesidad por ella era más profunda, más elemental.