Su estómago se revolvió. Dios santo, él pudo haber sido el responsable de sus muertes. ¿Quién sabía lo que le había revelado al enemigo, cuantas vidas se habían perdido por sus acciones?
– Depende de ti, Lucinda -dijo su tío-. Es la única manera de acabar con esto.
Ella agitó la cabeza, sin comprender.
– ¿Qué quieres decir?
– Una vez que seas una Davenport, no podrá haber más chantaje. Cualquier vergüenza que caiga sobre nosotros, también caería sobre sus hombros. -Se dirigió a la ventana, apoyándose pesadamente en el umbral, mientras miraba hacia el exterior-. Después de diez años, seré finalmente. Seremos finalmente libres.
Lucy no dijo nada. No había nada que decir. El Tío Robert la miró sobre su hombro, luego se volvió y caminó hacia ella, mirándola todo el tiempo con los ojos entrecerrados.
Ella lo miró con los ojos llenos de preocupación. No había compasión en su rostro, ninguna simpatía o afecto. Simplemente una máscara fría de deber. Había hecho lo que se había esperado de él, y ella tenía que hacer lo mismo.
Pensó en Gregory, en su cara cuando le había pedido que se casara con él. La amaba. No sabía que clase de milagro lo había provocado, pero la amaba.
Y ella lo amaba.
Dios de las alturas, era casi cómico. Ella, quien siempre se había burlado del amor romántico, había caído en sus redes. Completa y desesperadamente, había caído enamorada -lo suficiente para dejar de lado en lo que creía tan firmemente. Por Gregory estaba deseosa de dar un paso hacia el escándalo y el caos. Por Gregory sería firme ante las habladurías, los rumores e indirectas.
Ella, quien se enfadaba cuando sus zapatos estaban en desorden en su armario, ¡estaba preparada para dejar plantado al hijo de un conde, cuatro días antes de la boda! Si eso no era amor, no sabía lo que era.
Salvo que ahora, había terminado. Sus esperanzas, sus sueños, todos los riesgos que anhelaba tomar, habían acabado.
No tenía elección. Si desafiaba a Lord Davenport, su familia quedaría arruinada. Pensó en Richard y Hermione, tan felices, tan enamorados. ¿Cómo podría lanzarlos a una vida llena de vergüenza y pobreza?
Si se casaba con Haselby, su vida no sería lo que había esperado para ella, pero no sufriría. Haselby era razonable. Era amable. Si se lo pidiera, seguramente la protegería de su padre. Y su vida sería…
Cómoda.
Rutinaria.
Mucho mejor de lo que Richard y Hermione podrían sufrir si la vergüenza de su padre era hecha pública. Su sacrificio no era nada comparado con lo que su familia estaría obligada a soportar si se negaba a casarse.
¿Acaso no había deseado alguna vez, más que la comodidad la rutina? ¿No podía aprender a querer eso de nuevo?
– Me casaré -dijo ella, mirando fijamente hacia la ventana. Estaba lloviendo. ¿Cuándo había empezado a llover?
– Bien.
Lucy se sentó en la silla, absolutamente quieta. Podía sentir como la energía salía de su cuerpo, resbalándose por sus miembros, rezumándose por sus dedos y pies. Dios, estaba cansada. Y siguió pensando en que quería llorar.
Pero no tenía ni una lágrima. Incluso después de que había subido y había caminado lentamente hacia su cuarto, no tenía ni una lágrima.
Al siguiente día, cuando el mayordomo le preguntó su estaba en casa para recibir al Sr. Bridgerton, y ella negó con la cabeza, no tenía ni una lágrima.
Y al día siguiente, cuando le obligaron a que repitiera el mismo gesto, no había tenido ni una lágrima.
Pero al día siguiente, después de pasar veinte horas sosteniendo su tarjeta de visita, resbalando su dedo suavemente sobre su nombre, trazando cada letra -El Honorable Gregory Bridgerton- empezó a sentirlas, pinchando detrás de sus ojos.
Entonces lo vio, de pie en el pavimento, mirando la fachada de Fennsworth House.
Y él la vio. Sabía que lo había hecho; sus ojos se abrieron de par en par y su cuerpo se tensó, y ella podía sentirlo, cada onza de su desconcierto y enojo.
Dejó caer la cortina. Rápidamente. Y se quedó allí de pie, temblando, agitándose, y todavía, todavía incapaz de moverse. Sus pies se congelaron en el suelo, y empezó a sentirlo otra vez -ese horrible pánico apresurándose en su estómago.
Todo estaba mal. Todo estaba tan mal, pero aún así sabía que lo que estaba haciendo era lo que tenía que hacer.
Se quedó allí de pie. En la ventana, mirando fijamente las ondas de la cortina. Se quedó allí, mientras sus miembros se ponían tensos y rígidos, se quedó allí obligándose a respirar. Se quedó allí mientras su corazón empezaba a apretar, fuerte y más fuerte, y se quedó allí hasta que todo empezó lentamente a normalizarse.
Entonces, de algún modo, logró llegar a la cama y acostarse.
Y finalmente, encontró sus lágrimas.
Capítulo 19
En el que nuestro héroe toma al asunto -y a nuestra heroína- en sus propias manos.
El viernes Gregory estaba desesperado.
Tres veces había visitado a Lucy en Fennsworth House. Tres veces había sido rechazado.
Estaba quedándose sin tiempo.
Ellos estaban quedándose sin tiempo.
¿Qué demonios estaba pasando? Aun cuando el tío de Lucy se hubiera negado a su petición de detener la boda -y no pudiera estar contento; ella estaba, después de todo, intentando dejar plantado a un futuro conde- seguramente Lucy podría haber intentado avisarle.
Lo amaba.
Lo sabía de la misma forma en la que conocía a su propia voz, a su propio corazón. Lo sabía de la misma forma que sabía, que la tierra era redonda y sus ojos eran azules y que dos más dos siempre eran cuatro.
Lucy lo amaba. No le había mentido. No podía mentirle.
No le mentiría. No sobre algo así.
Lo que significaba que algo andaba mal. No podía haber ninguna otra explicación.
La había buscado en el parque, la esperó durante horas en el banco donde a ella le gustaba alimentar a las palomas, pero no había aparecido. Había observado su puerta, esperando poder interceptarla en su camino cuando fuera a hacer algún mandado, pero no se había aventurado a salir.
Y después de la tercera vez que le negaron la entrada, él la vio. Solo un vislumbre a través de la ventana; ella dejó que las cortinas se cayeran rápidamente. Pero había sido suficiente. No había podido ver su rostro -no lo suficiente para evaluar su expresión. Pero había algo en la forma en la que se movía, en la prisa, en la liberación casi frenética de las cortinas.
Algo andaba mal.
¿Ella estaba siendo retenida contra su voluntad? ¿Había sido narcotizada? La mente de Gregory se aceleró con las posibilidades, cada una más horrible que la última.
Y ahora era viernes por la noche. Solo faltaban doce horas para su boda. Y no se escuchaba ni un susurro -ni una habladuría- de rumor. Si había algún indicio de que la boda Haselby-Abernathy no se iba a celebrar, Gregory no había escuchado hablar de él. Si hubiera algo más, Hyacinth se lo hubiera dicho. Hyacinth lo sabía todo, usualmente antes que los propios individuos involucrados en los rumores.
Gregory estaba de pie, en las sombras, del otro lado de la calle de Fennsworth House, y se apoyó contra el tronco de un árbol, mirando, solo mirando. ¿Cuál era su ventana? ¿Esa a través de la cual la había visto más temprano ese día? No se veía ninguna luz de vela, pero quizás las cortinas eran pesadas y gruesas. O quizás ya se había acostado. Era tarde.
Y ella iba a casarse en la mañana.
Dios santo.
No podía permitir que ella se casara con Lord Haselby. No podía. Si había una cosa que sabía en su corazón, era que él y Lucinda Abernathy estaban destinados a ser marido y mujer. La suya era la cara que se suponía miraría fijamente sobre los huevos, el tocino, los salmones curados, el bacalao y las tostadas todas las mañanas.