Un resoplido de risa hizo presión a través de su nariz, pero era esa clase de risa nerviosa y desesperada, el sonido que uno hacía cuando la única otra alternativa que quedaba era llorar. Lucy tenía que casarse con él, aunque solo fuera para que pudieran comer juntos grandes cantidades de comida todas las mañanas.
Miró hacia su ventana.
La que esperaba fuera su ventana. Con suerte estaba deseando que quedara sobre el lavabo de los sirvientes.
No supo cuanto tiempo estuvo allí de pie. Era la primera vez que recordaba, que se sentía impotente, y por lo menos esto -observar una maldita ventana- era algo que podía controlar.
Pensó en su vida. Encantada, con seguridad. Con suficiente dinero, con una familia maravillosa, y grandes cantidades de amigos. Tenía salud, estaba cuerdo, y hasta el fiasco con Hermione Watson, había creído firmemente en su propio juicio. Podría no ser el más disciplinado de los hombres, y quizás debería prestarle más atención a todas las cosas con las cuales Anthony le gustaba importunarlo, pero sabía que era lo correcto, y sabía que era lo que estaba mal, y sabía -sabía con absoluta seguridad- que su vida había transcurrido en un lienzo de felicidad y contento.
Era simplemente esa clase de persona.
No era melancólico. No le daban ataques de mal humor.
Y nunca había tenido que trabajar muy duro.
Levantó la mirada hacia la ventana, pensativamente.
Había crecido satisfecho de sí mismo. Tan seguro de su final feliz que no había creído -aún no había creído- que no podría conseguir lo que quería.
Él le había hecho una propuesta. Ella la había aceptado. Aunque era verdad, que ya estaba prometida a Haselby, y que todavía lo estaba, de hecho.
¿Pero no se suponía que el verdadero amor triunfaba? ¿No había sido así para todos sus hermanos y hermanas? ¿Por qué demonios era tan desafortunado?
Pensó en su madre, recordó la expresión de su rostro cuando le había diseccionado tan hábilmente su carácter. En su mayoría ella había estado en lo correcto, comprendió.
Pero solo en su mayoría.
Era cierto que nunca había tenido que trabajar muy duro para conseguir algo. Pero esa era solo una parte de su historia. No era un indolente. Trabajaría con sus dedos hasta dejarlos en el mismísimo hueso si sólo…
Si solo tuviera una razón.
Miró fijamente a la ventana.
Ahora tenía una razón.
Había estado esperando, comprendió. Esperando que Lucy convenciera a su tío para que la liberara del compromiso. Esperando que las partes del rompecabezas que conformaban su vida se posicionaran, para que él pudiera encajar la última en su lugar con un triunfante «!Ajá!».
Esperando.
Esperando por el amor. Esperando por una vocación.
Esperando por claridad, por ese momento donde supiera exactamente como proceder.
Era tiempo de dejar de esperar, tiempo para olvidarse del resultado y del destino.
Era tiempo de actuar. De trabajar.
Duro.
Nadie le iba a entregar esa segunda última pieza del rompecabezas; tenía que encontrarla él mismo.
Tenía que ver a Lucy. Y tenía que ser ahora, ya que parecía que tenía prohibido visitarla de una manera más convencional.
Cruzó la calle, luego dio la vuelta en la esquina hacia la parte trasera de la casa. Las ventanas de la planta baja estaban firmemente cerradas, y todo estaba oscuro. En lo más alto de la fachada, algunas cortinas se sacudían con la brisa, pero no había forma de que Gregory pudiera escalar el edificio sin matarse.
Tomó nota de su entorno. A la izquierda, estaba la calle. A la derecha, el callejón y la calle residencial. Y frente a él…
La entrada de los sirvientes.
La miró pensativamente. Bien, ¿por qué no?
Avanzó y puso la mano sobre el pomo.
Lo giró.
Gregory casi sonrío con deleite. Por lo menos, iba a volver a creer -bien, quizás solo un poco- en el resultado y el destino y toda esa porquería. Seguramente eso no era solo algo que ocurriera con frecuencia. Un sirviente debió haber salido furtivamente, quizás para verse con alguien en secreto. Si la puerta estaba sin seguro, claramente Gregory debía entrar.
O estaba mal de la cabeza.
Decidió creer en el destino.
Gregory cerró la puerta sin hacer ruido detrás de él, luego esperó un minuto más para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Parecía estar en una enorme despensa, con la cocina al lado derecho. Había una gran posibilidad de que algunos de los más bajos sirvientes durmieran cerca, por eso se quitó las botas, llevándolas en una mano mientras se aventuraba en el interior de la casa.
Sus pies cubiertos con medias eran silenciosos mientras se arrastraba por las escaleras traseras, dirigiéndose hacia el segundo piso -donde pensó que estaba ubicada la alcoba de Lucy. Hizo una pausa en el rellano, deteniéndose por un breve instante de sanidad, antes de salir al vestíbulo.
¿Qué estaba pensando? No tenía ni la más mínima pista de lo que le podría pasar si alguien lo sorprendía aquí. ¿Estaba quebrantando una ley? Probablemente. No podía imaginar como podría no hacerlo. Y mientras su posición como hermano de un vizconde lo mantendría alejado del patíbulo, no lo dejaría sin mácula, ya que la casa que había elegido invadir, pertenecía a un conde.
Pero tenía que ver a Lucy. Estaba harto de esperar.
Tardó un rato en orientarse en el rellano, luego caminó hacia el frente de la casa. Había dos puertas al final. Hizo una pausa, plasmando una imagen de la fachada en su mente, luego llegó a una puerta a la izquierda. Si Lucy había estado efectivamente en su propio cuarto cuando la había visto, entonces esta era la puerta correcta. Si no…
Bueno, entonces, no tenía ni idea. Ni idea. Y aquí estaba, rondando la casa del Conde de Fennsworth después de la medianoche.
Dios Santo.
Giró el pomo lentamente, soltando una respiración de alivio, cuando este no hizo ningún clic o rechinamiento. Simplemente abrió la puerta, lo suficiente para meter su cuerpo a través de la hendidura, para luego cerrarla cuidadosamente detrás de él, solo entonces se dio tiempo para examinar el cuarto.
Estaba oscuro, con muy poca luz de luna filtrándose alrededor de las cubiertas de la ventana. Sin embargo, sus ojos ya se habían ajustado a la semioscuridad, y podía ver varias piezas de muebles -un tocador, un guardarropa…
Una cama.
Esta era pesada, enorme, con un dosel y llena de cortinas cerradas alrededor de ella. Si de hecho, había alguien adentro, ella dormía silenciosamente -sin roncar, sin susurros, sin nada.
Así es como Lucy dormiría, pensó de repente. Como una muerta. No era ninguna flor delicada, su Lucy, y no toleraría nada menos que una noche absolutamente sosegada. Parecía extraño que pudiera estar tan seguro de eso, pero así era.
La conocía, comprendió. La conocía de verdad. No solo las cosas normales. De hecho, no conocía las cosas normales. No sabía cual era su color favorito. Ni podía suponer cual podría ser su animal o comida favoritos.
Pero de algún modo, no le importaba si no sabía que ella prefería el rosa o el azul, el púrpura o el negro. Conocía a su corazón. Quería a su corazón.
Y no podía permitir que ella se casara con alguien más.
Cuidadosamente, retiró las cortinas.
No había nadie allí.
Gregory juró entre dientes, hasta que se dio cuenta que las sábanas estaban arrugadas, y la almohada tenía una impresión reciente de una cabeza.
Se volvió, justo en el momento en que un candelero daba un giro feroz en el aire hacia él.
Lanzando un gruñido de sorpresa, se agachó, pero no lo suficientemente rápido para evitar que el golpe le pasara rozando por la sien. Juró de nuevo, esta vez a viva voz, y entonces escuchó…