– ¿Gregory?
Parpadeó.
– ¿Lucy?
Ella se aproximó rápidamente.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
Él hizo señas con impaciencia hacia la cama.
– ¿Por qué no estás dormida?
– Porque me caso mañana.
– Bien, es por eso que estoy aquí.
Ella lo miró boquiabierta, como si su presencia fuera tan inesperada que no podía asumir la reacción correcta.
– Pensé que eras un intruso -dijo ella finalmente, señalando al candelabro.
Él se permitió la más diminuta de las sonrisas.
– Pues tienes razón -murmuró él-. Lo soy.
Por un momento parecía que estaba a punto de devolverle la sonrisa. Pero en su lugar, cruzó los brazos sobre su pecho y le dijo:
– Debes irte. Ahora mismo.
– No hasta que hables conmigo.
Sus ojos se deslizaron a un punto sobre su hombro.
– No hay nada que decir.
– ¿Y qué hay sobre el «te amo»?
– No digas eso -susurró ella.
Él caminó hacia delante.
– Te amo.
– Gregory, por favor.
Aún más cerca.
– Te amo.
Ella inhaló. Cuadró sus hombros.
– Voy a casarme con Lord Haselby mañana.
– No -dijo él-. No lo harás.
Sus labios se apartaron.
Él extendió el brazo y capturó su mano con la suya. Ella no se apartó.
– Lucy -susurró.
Ella cerró los ojos.
– Sé mía -dijo él.
Ella agitó la cabeza, lentamente.
– Por favor no.
La arrastró más cerca y le quitó el candelabro que colgaba de sus dedos.
– Sé mía, Lucy Abernathy. Sé mi amor, sé mi esposa.
Ella abrió los ojos, pero le sostuvo la mirada solo un momento antes de apartarla.
– Estás empeorándolo todo -susurró.
El dolor en su voz era insoportable.
– Lucy -dijo, tocándole la mejilla-. Déjame ayudarte.
Ella agitó la cabeza, pero hizo una pausa cuando su mejilla se acunó dentro de su palma. No por mucho tiempo. Apenas un segundo. Pero él lo sintió.
– No puedes casarte -dijo él, inclinando su cara hacia la suya-. No serás feliz.
Sus ojos brillaron cuando se encontraron con los suyos. En la semioscuridad de la noche, ellos lucían oscuros, de un gris oscuro, y dolorosamente triste. Podía imaginar al mundo entero allí, en lo más profundo de su mirada. Todo lo que necesitaba saber, todo lo que podría necesitar conocer en la vida -estaba allí, dentro de ella.
– No serás feliz, Lucy -susurró-. Sabes que no lo serás.
Ella todavía no hablaba. El único sonido era su respiración, moviéndose calladamente a través de sus labios. Y entonces finalmente dijo:
– Estaré satisfecha.
– ¿Satisfecha? -repitió él. Su mano se deslizó de su cara, cayendo a su lado mientras daba un paso hacia atrás-. ¿Estarás satisfecha?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Y eso es suficiente?
Ella asintió de nuevo, pero con menos seguridad esta vez.
La rabia empezó a crepitar dentro de él. ¿Estaba deseosa de echarlo a un lado por eso? ¿Por qué había dejado de luchar?
Lo amaba, ¿pero lo amaba lo suficiente?
– ¿Es por su posición? -le exigió-. ¿Significa tanto para ti ser una condesa?
Ella esperó demasiado tiempo antes de contestarle, y él supo que estaba mintiéndole cuando dijo:
– Sí.
– No te creo -dijo él, y su voz sonaba terrible. Herida. Furiosa. Miró su mano, pestañeando con la sorpresa cuando comprendió que todavía sostenía al candelabro. Quería estrellarlo contra la pared. Pero en su lugar lo bajó. Se dio cuenta, que sus manos le temblaban.
La miró. Ella no le dijo nada.
– Lucy -le rogó-. Solo dímelo. Déjame ayudarte.
Ella tragó saliva, y él comprendió que no lo estaba mirando a la cara.
Tomó sus manos en las suyas. Ella se tensó, pero no se apartó. Sus cuerpos estaban frente a frente, y podía notar el levantamiento y la caída inestable de su pecho.
Era justo lo que él sentía.
– Te amo -dijo. Porque si seguía diciéndolo, quizás sería suficiente. Quizás las palabras llenarían el cuarto, la rodearían y serpentearían debajo de su piel. Quizás comprendería que finalmente había ciertas cosas a la que no podía negarse.
– Nos pertenecemos -dijo él-. Para la eternidad.
Ella cerró los ojos. Con un único y pesado parpadeo. Pero cuando los abrió de nuevo, parecía destrozada.
– Lucy -dijo, intentando poner su propia alma en una sola palabra-. Lucy, dime…
– Por favor no digas eso -dijo ella, volviendo su cabeza, para no mirarlo. Su voz se interrumpió y se agitó-. Di lo que sea, menos eso.
– ¿Por qué no?
Y entonces ella susurró:
– Porque es verdad.
Contuvo el aliento, y en un movimiento veloz la tiró contra él. No era un abrazo; no en realidad. Sus dedos estaban entrelazados, sus brazos doblados, para que sus manos se encontraran entre sus hombros.
Él susurró su nombre.
Los labios de Lucy se apartaron.
Lo susurró otra vez, tan suave que las palabras eran más un movimiento que un sonido.
Lucy… Lucy.
Ella permanecía quieta, apenas respiraba. Su cuerpo estaba tan cerca del suyo, pero sin tocarlo realmente. Sin embargo, había calor llenando el espacio entre ellos, arremolinándose a través de su camisa de dormir, temblando a lo largo de su piel.
Sintió un hormigueo.
– Déjame besarte -susurró él-. Una vez más. Déjame besarte una vez más, y si me pides que me vaya, te juro que lo haré.
Lucy podía sentir como se deslizaba, se deslizaba en la necesidad, cayendo en un confuso lugar de amor y deseo, donde lo bueno no se diferenciaba mucho de lo malo.
Lo amaba. Lo amaba tanto, y no podía ser suyo. Su corazón latía a toda prisa, su corazón se estaba agitando, y todo lo que pudo pensar era que nunca se sentiría así otra vez. Nadie la miraría como Gregory la estaba mirando, en ese momento. En menos de un día iba a casarse con un hombre que ni siquiera desearía besarla.
Nunca volvería a sentir ese extraño remolino en el centro de su feminidad, ni el temblor en su estómago. Era la última vez que miraría fijamente a alguien a los labios, y anhelaría tocarlos con los suyos.
Dios Santo, lo deseaba. Deseaba esto. Antes de que fuera demasiado tarde.
Y él la amaba. La amaba. Se lo había dicho, y aunque no pudiera creerlo en realidad, le creía a él.
Se lamió los labios.
– Lucy -susurró él, su nombre era una pregunta, una declaración, y una súplica-todo en uno.
Asintió con la cabeza. Y entonces, porque sabía que no podía mentirse, ni tampoco a él, dijo las palabras.
– Bésame.
No podría pretender después, ni reclamar que se había dejado llevar por la pasión, despojada de su habilidad de pensar. La decisión había sido suya. Y la había tomado.
Por un momento Gregory no se movió, pero sabía que la había escuchado. Su respiración era entrecortada mientras inhalaba, y sus ojos se volvieron claramente acuosos cuando la miró fijamente.
– Lucy -dijo con la voz ronca, profunda, áspera y cien cosas más que le convirtieron los huesos en agua.
Sus labios encontraron el hueco donde su barbilla se unía con su cuello.
– Lucy -murmuró.
Ella quería decirle algo en respuesta, pero no podía hacerlo. Le había tomado todo su esfuerzo pedirle su beso.
– Te amo -susurró él, arrastrando sus palabras desde su cuello hasta su clavícula-. Te amo. Te amo.
Eran las palabras más dolorosas, maravillosas, horribles y magnificas que él podía decirle. Quería llorar -de felicidad o de tristeza.
Placer y dolor.
Y entendió -por primera vez en la vida- entendió la mortificante alegría del más completo egoísmo. No debería estar haciendo esto. Sabía que no debería, y sabía que probablemente él pensaba que esta era una manera de arruinar su compromiso con Haselby.