Nunca les había pedido ayuda a sus hermanos, nunca les había pedido que lo sacaran de un embrollo. Era un hombre relativamente joven. Había bebido alcohol, jugado y flirteado con mujeres.
Pero nunca había bebido demasiado, o jugado más de lo que tenía, o, hasta la noche anterior, flirteado con una mujer que hubiera arriesgado su reputación para estar con él.
No había buscado responsabilidades, pero tampoco se había metido en problemas.
Sus hermanos siempre lo habían visto como un niño. Aún ahora, a los veintiséis años cumplidos, sospechaba que no lo veían como alguien completamente crecido. Y por eso no les pedía ayuda. No se ponía en cualquier posición donde pudiera necesitarla.
Hasta ahora.
Uno de sus hermanos mayores no vivía muy lejos. A menos de medio kilómetro de distancia, quizás solo era a doscientos metros. Gregory podría estar allí y regresar en veinte minutos, incluyendo el tiempo que le tomaría sacar a Colin de su cama.
Gregory estaba moviendo los hombros de un lado a otro, distendiéndose para prepararse para una carrera corta, cuando vio a un barredor de chimeneas, caminando por la calle. El tipo era joven -de veinte o quizás treinta- y ciertamente estaba ávido de una guinea.
Y la promesa de otra, si le entregaba el mensaje de Gregory a su hermano.
Gregory lo observó dar la vuelta por la esquina a toda velocidad, luego regresó al jardín público. No había ningún lugar para sentarse, ningún lugar ni siquiera para estar de pie donde no pudiera ser inmediatamente visible desde Fennsworth House.
Se subió a un árbol. Se sentó en una rama baja y gruesa, apoyada contra el tronco, y esperó.
Algún día, se dijo, se reiría de esto. Algún día le contarían este cuento a sus nietos, y todo eso sonaba tan romántico y excitante.
Pero por ahora…
Romántico, sí. Excitante, no tanto.
Se frotó las manos.
Sobre todo, hacía frío.
Se encogió de hombros, esperando dejar de notarlo. Nunca lo hacía, pero no le importaba. ¿Qué eran unas yemas azules en comparación con toda su vida?
Sonrió, levantando su mirada hacia la ventana. Allí estaba, pensó. Allí, detrás de esa cortina. Y la amaba.
La amaba.
Pensó en sus amigos, la mayoría de ellos cínicos, siempre luciendo una mirada aburrida sobre la última selección de debutantes, suspirando que el matrimonio era aburrido, que las damas eran intercambiables, y que el amor era mejor dejárselo para los poetas.
Tontos, la mayoría de ellos.
El amor existía.
Estaba allí, en el aire, en el viento, en el agua. Uno solo tenía que esperar por él.
Esperar por él.
Y luchar por él.
El lo haría. Con Dios como su testigo, lo haría. Lucy solo tenía que hacerle una señal, y él la recuperaría.
– Esta no es, comprenderás, la forma en la que había pensado pasar mi mañana del sábado.
Gregory solo le respondió con un asentimiento de cabeza. Su hermano había llegado cuatro horas antes, saludándolo de forma ingeniosa como de costumbre.
– Esto es interesante.
Gregory le había contado todo a Colin, incluso los eventos de la noche anterior. No le gustaba hablar de Lucy, pero uno realmente no podía pedirle a su hermano que se sentara en un árbol durante horas sin explicarle por qué. Y Gregory había encontrado un cierto consuelo descargándose con Colin. Él no lo había reprendido. No lo había juzgado.
De hecho, lo había entendido.
Cuando había terminado su historia, explicándole concisamente por qué estaba esperando fuera de Fennsworth House, Colin simplemente había asentido y había dicho:
– Supongo que no tienes nada que comer.
Gregory negó con la cabeza y sonrió abiertamente.
Era bueno tener un hermano.
– Una planificación bastante pobre de tu parte -murmuró Colin. Pero también estaba sonriendo.
Regresaron a la casa, la cual hacia rato había empezado a mostrar señales de vida. Las cortinas se habían abierto, las velas se habían encendido y luego las habían apagado cuando el amanecer le dio paso a la mañana.
– ¿Ella no debería haber salido ya? -preguntó Colin, mientras miraba con los ojos entornados hacia la puerta.
Gregory frunció el ceño. Había estado preguntándose lo mismo. Se había estado diciendo a sí mismo, que su ausencia presagiaba algo bueno. ¿Si su tío la estuviera obligando a casarse con Haselby, no tendría que estar saliendo ahora para ir a la iglesia? Según su reloj de bolsillo, que admirablemente no era el más exacto de los relojes, la ceremonia debía empezar en menos de una hora.
Pero ella no había hecho señas para pedirle ayuda tampoco.
Y eso no le sentaba nada bien.
De repente Colin se irguió.
– ¿Qué pasa?
Colin le hizo señas con la cabeza hacia el frente.
– Un carruaje -dijo-. Viene desde las caballerizas.
Los ojos de Gregory se abrieron de par en par con horror, cuando la puerta delantera de la Fennsworth House se abrió. Los sirvientes salieron, riendo y alegres mientras el vehiculo se detenía frente de Fennsworth House.
Era blanco, abierto, y adornado con flores perfectamente rosas, y cintas rosadas anchas, que se arrastraban detrás, vibrando en la brisa ligera.
Era un carruaje de bodas.
Y nadie parecía encontrarlo extraño.
La piel de Gregory le empezó a hormiguear. Sus músculos ardían.
– No todavía -dijo Colin, poniendo una mano restrictiva en el brazo de su hermano.
Gregory negó con la cabeza. Su visión periférica estaba empezando a fallar, y todo lo que podía ver era a ese condenado carruaje.
– Tengo que alcanzarla -dijo-. Tengo que ir.
– Espera -lo instruyó Colin-. Espera para ver que es lo que pasa. Ella podría no salir. Podría…
Pero ella salió.
No primero. Ese era su hermano, y su nueva esposa de su brazo.
Entonces salió un hombre mayor -su tío, probablemente- y una anciana que Gregory había conocido en el baile de su hermana.
Y después…
Lucy.
En un traje de novia.
– Dios santo -susurró él.
Ella estaba caminando libremente. Nadie la estaba forzando.
Hermione le dijo algo, susurrado en la oreja.
Y Lucy sonrió.
Ella sonrió.
Gregory empezó a jadear.
El dolor era palpable. Real. Se disparó por sus entrañas, le apretó los órganos hasta que ya no podía ni moverse.
Solo podía mirar fijamente.
Y pensar.
– ¿Ella no te dijo que no iba a llevarlo a cabo? -susurró Colin.
Gregory intentó decir que sí, pero la palabra lo estranguló. Intentó recordar su última conversación, cada última palabra de ella. Le había dicho que debía comportarse honorablemente. Le había dicho que debía hacer lo que era correcto. Le había dicho que lo amaba.
Pero nunca le había dicho que no se casaría con Haselby.
– Oh Dios mío -susurró.
Su hermano le puso la mano sobre su hombro.
– Lo siento -dijo.
Gregory observó como Lucy caminaba hacia el carruaje abierto. Los sirvientes todavía estaban celebrando. Hermione estaba preocupándose por pequeñeces con su cabello, ajustándole en velo, riéndose cuando el viento le levantó el tejido brumoso en el aire.
Esto no podía estar pasando.
Esto tenía que tener una explicación.
– No -dijo Gregory, porque era la única palabra que podía pensar en decir-. No.
Entonces recordó. La señal de la mano. El saludo. Ella lo haría. Le haría la señal. Tal vez había pasado cualquier cosa en la casa, que le había impedido detener la ceremonia. Pero ahora, al aire libre, donde él la podía ver, le haría la señal.
Tenía que hacerlo. Ella sabía que podía verla.
Sabía que estaba allí afuera.