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– Imagino, que esta no era la boda de tus sueños -le murmuró Haselby en la oreja.

Lucy negó con la cabeza, demasiado aturdida como para hacer algo más. Debería ayudar a Gregory. De verdad, debería. Pero sentía claramente como su energía se había agotado, y además, era demasiado cobarde como para enfrentarlo de nuevo.

¿Y si la rechazaba?

¿Y si no pudiera resistírsele?

– Espero que él pueda salir de debajo de mi padre -continuó Haselby, su tono era apacible, como si estuviera mirando una raza de caballo un tanto aburrida-. El hombre pesa ciento treinta kilos, aunque jamás lo admitiría.

Lucy se volvió hacia él, incapaz de creer lo tranquilo que estaba, teniendo en cuenta que casi se había armado un alboroto en la iglesia. Incluso el primer ministro aparentemente estaba defendiéndose de un enorme tocado de una dama que era un gorro detalladamente fructificado, que golpeaba con fuerza a cualquiera que se atreviera a moverlo.

– No creo que pueda ver -dijo Haselby, siguiedo la mirada de Lucy-. Sus uvas se están cayendo.

¿Quién era este hombre -cielo santo, con el que todavía no se había casado? Ellos habían accedido en algo, de eso estaba segura, pero nadie los había declarado marido y mujer. Pero de cualquier modo, Haselby estaba extrañamente tranquilo, dados los eventos de la mañana.

– ¿Por qué no dijo nada? -preguntó Lucy.

Él se volvió, mirándola curiosamente.

– Quiere decir, ¿Cuándo su Sr. Bridgerton le estaba profesando su amor?

No, mientras el sacerdote estaba parloteando sobre el sacramento del matrimonio, quiso chasquearle.

En su lugar, asintió.

Haselby inclinó la cabeza a un lado.

– Supongo que quería ver lo que usted haría.

Lo miró fijamente escéptica. ¿Qué hubiera hecho él, si ella hubiera dicho si?

– A propósito, me siento honrado -dijo Haselby-. Y le prometo que seré un buen esposo. No tiene que preocuparse por eso.

Pero Lucy no podía hablar. Lord Davenport había sido apartado de Gregory, y aunque algún otro caballero que no reconocía estaba sujetándolo, él estaba tratando de alcanzarla.

– Por favor -susurró ella, aunque nadie pudiera oírla, ni siquiera Haselby, quien había bajado para ayudar al primer ministro-. Por favor no.

Pero Gregory no se daba por vencido, e incluso con dos hombres sujetándolo, uno amistoso y el otro no, consiguió llegar al pie de los escalones. Levantó su rostro, y sus ojos ardieron en los de ella. Ellos estaban crudos, severos con la angustia y la incomprensión, y Lucy estuvo a punto de tambalearse del dolor desatado que vio allí.

– ¿Por qué? -le exigió él.

Todo su cuerpo empezó a estremecerse. ¿Podía mentirle? ¿Podía hacerlo? Aquí, en una iglesia, después de que lo había herido de la forma más pública y personal posible.

– ¿Por qué?

– Porque tenía que hacerlo -susurró ella.

Sus ojos brillaron con algo -¿decepción? No. ¿Esperanza? No, eso tampoco. Era algo más. Algo que no podía identificar con claridad.

Él abrió la boca para hablar, para preguntarle algo, pero justo en ese momento dos hombres lo agarraron y se les unió un tercero, y juntos consiguieron sacarlo de la iglesia.

Lucy envolvió los brazos alrededor de su cuerpo, apenas capaz de estar en pie mientras él era sacado a rastras.

– ¿Cómo pudiste?

Se volvió. Hyacinth St. Clair se había resbalado detrás de ella y la estaba mirando como si fuera el mismo diablo.

– Tú no lo entiendes -dijo Lucy.

Pero los ojos de Hyacinth ardían con furia.

– Eres débil -siseó-. No te lo mereces.

Lucy negó con la cabeza, sin saber si debía estar de acuerdo con ella o no.

– Espero que tú…

– ¡Hyacinth!

Los ojos de Lucy se lanzaron a un lado. Otra mujer se había acercado. Era la madre de Gregory. Habían sido presentadas en el baile de Hastings House.

– Es suficiente -dijo severamente.

Lucy tragó saliva, tratando de sofocar las lágrimas.

Lady Bridgerton se volvió hacia ella.

– Perdónenos -dijo, mientras apartaba a su hija.

Lucy las miró partir, y tenía el extraño presentimiento de que todo esto le estaba sucediendo a alguien más, que quizás era solo un sueño, solo una pesadilla, o tal vez había sido atrapada en una escena de una novela espeluznante. Quizás toda su vida era una invención de la imaginación de alguien más. Quizás si solo cerrara sus ojos…

– ¿Seguiremos con esto?

Tragó saliva. Era Lord Haselby. Su padre estaba al lado de él, profiriendo el mismo sentimiento, pero con palabras menos educadas.

Lucy asintió con la cabeza.

– Bien -gruñó Davenport-. Muchacha sensata.

Lucy se preguntó lo que eso significaba para Lord Davenport. Seguramente nada bueno.

Pero aún así, le permitió llevarla hacia el altar. Y allí estaba, de pie, en frente de la mitad de la congregación, que no había elegido seguir el espectáculo afuera.

Y se casó con Haselby.

* * * * *

– ¿Qué estabas pensando?

A Gregory le tomó un momento comprender que su madre le estaba exigiendo esto a Colin, y no a él. Ellos estaban sentados en su carruaje, en el cual, él había sido arrastrado una vez que lo habían sacado de la iglesia. Gregory no sabía a donde iban. Lo más probable, es que estuvieran dando vueltas. De cualquier forma, no estaban en St. George.

– Traté de detenerlo -protestó Colin.

Violet Bridgerton lucía tan enfadada, como ninguno de ellos la había visto alguna vez.

– Obviamente no te esforzaste mucho.

– ¿Tienes alguna idea de lo rápido que puede correr?

– Muy rápido -confirmó Hyacinth sin mirarlos. Estaba sentada en diagonal a Gregory, mirando fijamente afuera de la ventana con los ojos entrecerrados.

Gregory no dijo nada.

– Oh, Gregory -suspiró Violet-. Oh, mi pobre hijo.

– Tendrás que irte de la ciudad -dijo Hyacinth.

– Ella tiene razón -señaló su madre-. Eso no podrá evitarse.

Gregory no dijo nada. ¿Que le había querido decir Lucy.

– Porque tenía que hacerlo?

¿Qué significaba eso?

– Nunca la recibiré -gruñó Hyacinth.

– Ella será una condesa -le recordó Colin.

– No me importa si es la maldita reina de…

– ¡Hyacinth! -esto vino de parte de su madre.

– Bien, no -chasqueó Hyacinth-. Nadie tiene derecho a tratar a mi hermano así. ¡Nadie!

Violet y Colin la miraron. Colin parecía divertido. Violet, alarmada.

– La arruinaré -continuó Hyacinth.

– No -dijo Gregory en voz baja-. No lo harás.

El resto de la familia permaneció en silencio, y Gregory sospechaba que ellos no lo habían hecho, hasta el momento en el que habló, y comprendió que no había estado participando en la conversación.

– La dejarás en paz -dijo él.

Hyacinth rechinó los dientes.

Él clavó los ojos en los de ella, duros y acerados con propósito.

– Y si sus caminos alguna vez se cruzan -continuó-. Te comportarás de forma amistosa y amable. ¿Me entiendes?

Hyacinth no dijo nada.

– ¿Me entiendes? -rugió él.

Su familia lo miró fijamente, con sorpresa. Él nunca perdía la calma. Nunca.

Hyacinth, quien nunca había poseído un sentido desarrollado del tacto, dijo:

– No, de hecho.

– ¿Discúlpame? -dijo Gregory, su voz era puro hielo en el mismo momento, en el que Colin se volvió y le siseó a ella:

– Cállate.

– No te entiendo -continuó Hyacinth, dándole un codazo en las costillas a Colin-. ¿Cómo puedes sentir simpatía por ella? Si esto me hubiera pasado a mí, no la habría…

– Esto no te ha pasado a ti -ladró Gregory-. Y no la conoces. No conoces cual ha sido la razón para cometer sus acciones.