Lo probó en su mente. Ahora era Lady Haselby.
Podría haber sido Lady Bridgerton.
Lady Lucinda Bridgerton, supuso, ya que no debía entregar su título honorífico al casarse con un plebeyo. Era un lindo nombre -no tan elevado como Lady Haselby, y seguramente no podía compararse con la Condesa de Davenport, pero…
Tragó saliva, de algún modo arreglándoselas para no borrar la sonrisa que se había fijado en su cara hacia cinco minutos.
Le habría gustado haber sido Lady Lucinda Bridgerton.
Le gustaba Lady Lucinda Bridgerton. Ella era una mujer feliz, con una sonrisa presta y una vida plena y completa. Tenía un perro, quizás dos, y muchos hijos. Su casa era calurosa y cómoda, bebía el té con sus amigos y se reía.
Lady Lucinda Bridgerton se reía.
Pero nunca sería esa mujer. Se había casado con Lord Haselby, y ahora era su esposa, e intentaba cuando podía, no imaginarse a donde iría a parar su vida. No sabía lo que significaba ser Lady Haselby.
La fiesta continuó, y Lucy bailó su baile obligatorio con su nuevo esposo, quien era, tenía que tomar nota, bastante talentoso. Luego bailó con su hermano, lo que casi la hace llorar, y después con su tío, porque era lo esperado.
– Hiciste lo correcto, Lucy -le dijo él.
Ella no dijo nada. No confiaba en sí misma si lo hacía.
– Estoy orgulloso de ti.
Ella casi sonríe.
– Nunca habías estado orgulloso de mí antes.
– Ahora lo estoy.
No se le escapó, que esta no era una contradicción.
Su tío la regresó a su lugar en el salón de baile, y luego -Dios santo- tenía que bailar con Lord Davenport.
Lo cual hizo, porque conocía su deber. En ese día, especialmente, conocía su deber.
Por lo menos no tenía que hablar. Lord Davenport era el más efusivo, e inclinado a la conversación de los dos. Estaba encantado con Lucy. Ella era un magnífico activo para la familia.
Y así sucesivamente, hasta que comprendió que había logrado ganarse su afecto de la manera más increíble. Simplemente ella no estaba de acuerdo en casarse con su hijo de dudosa reputación; pero había afirmado su decisión en frente de toda la ton, en una escena digna de Drury Lane.
Lucy movió la cabeza discretamente a un lado. Cuando Lord Davenport estaba entusiasmado, la saliva tendía a volar de su boca con una velocidad y exactitud alarmante. De verdad, no estaba segura de lo que era peor -si el desdén de Lord Davenport o su eterna gratitud.
Pero Lucy logró evitar a su nuevo suegro la mayor parte de la fiesta, gracias a Dios. Logró evitar a casi todo el mundo, lo cual era sorprendentemente fácil, teniendo en cuenta que era la novia. No quería ver a Lord Davenport, porque lo detestaba, y no quería ver a su tío, porque sospechaba que también lo detestaba. No quería ver a Lord Haselby, porque eso solo la llevaría a pensar en su próxima noche de bodas, y no quería ver a Hermione, porque le haría preguntas, y entonces Lucy lloraría.
Y no quería ver a su hermano, porque estaba segura que estaba con Hermione, y además de eso, estaba sintiéndose muy resentida, alternando con sentirse culpable por sentirse resentida. No era culpa de Richard que fuera delirantemente feliz y ella no.
Pero al mismo tiempo, prefería no verlo.
Lo que le dejaba a los invitados, y a la mayoría ni siquiera los conocía. Y no había nadie allí con quien quisiera encontrarse.
Así que se encontró ubicada en una esquina, y después de un par de horas, todos parecían haber bebido tanto, que nadie notaba que la novia estaba sentada sola.
Y seguramente nadie tomó nota cuando se escapó a su alcoba para tomar un corto descanso. Probablemente eran muy malos modales por parte de una novia huir de su propia fiesta, pero en ese momento, a Lucy simplemente no le importaba. Las personas pensarían que se había marchado para aliviarse, si alguno hubiera notado su ausencia. Y de algún modo, le parecía apropiado estar sola ese día.
Se deslizó por las escaleras traseras, para no encontrarse con algún invitado errante, y con un suspiro de alivio, entró a su cuarto y cerró la puerta detrás de ella.
Apoyó la espalda contra la puerta, soltando el aire despacio hasta que sintió que no había dejado nada dentro de sí.
Y pensó -Ahora lloraré.
Quería hacerlo. De verdad, lo quería. Se sentía como si hubiera estado conteniéndose por horas, simplemente esperando tener un momento a solas. Pero las lágrimas no venían. Estaba demasiado atontada, demasiado deslumbrada por los eventos sucedidos en las pasadas veinticuatro horas. Y por eso estaba, de pie allí, mirando fijamente su cama.
Recordando.
¿Dios santo, solo habían pasado doce horas desde que había yacido allí, envuelta en sus brazos? Parecían años. Era como si su vida se hubiera dividido limpiamente en dos, y ahora estuviera mas afirmada en el después.
Cerró los ojos. Quizás si no lo veía, lo olvidaría. Quizás si…
– Lucy.
Se congeló. Dios santo, no.
– Lucy.
Abrió los ojos despacio.
– ¿Gregory?
Él parecía un desastre, despeinado y sucio, lo que solo podía ser resultado de una loca carrera a caballo. Debía haber entrado de la misma manera que lo había hecho la noche anterior. Debía haber estado esperando por ella.
– Lucy -dijo él de nuevo, y su voz fluyó a través de ella y se fundió a su alrededor.
Ella tragó saliva.
– ¿Por qué estás aquí?
Él caminó hacia ella, y su corazón lo anheló. Su cara era tan atractiva, tan querida, tan absoluta y maravillosamente conocida. Conocía la curva de sus mejillas, y el color exacto de sus ojos, castaño cerca del iris, fundido con verde en el borde.
Y su boca -conocía esa boca, su apariencia, su percepción. Conocía su sonrisa, conocía sus ceños, y conocía…
Conocía demasiado.
– No deberías estar aquí -dijo, el tono nervioso de su voz desmentía la quietud de su postura.
Él dio un paso hacia su dirección. No había rabia en sus ojos, lo cual, no entendía. Pero la forma en la que la estaba mirando -era intensa y posesiva, y definitivamente no era la forma en la que una mujer casada debería permitir que un hombre que no fuera su esposo la mirara.
– Tenía que saber por qué -dijo él-. No podía dejarte ir. No hasta que supiera por qué.
– No -susurró ella-. Por favor no hagas esto.
Por favor no me hagas arrepentir. Por favor no me hagas anhelar, desear y preguntarme nada.
Puso los brazos contra su pecho, como si quizás… quizás si pudiera apretarse fuertemente lograría ponerse de revés. Y entonces no tendría que ver, no tendría que escuchar. Simplemente podría estar sola, y…
– Lucy…
– No -dijo ella con más fuerza esta vez.
No.
No me hagas creer en el amor.
Pero él se acercó mucho más. Lentamente, sin ninguna vacilación.
– Lucy -dijo, su voz era cálida y llena de propósito-. Solo dime por qué. Luego me alejaré y te prometo nunca acercarme a ti otra vez, pero debo saber por qué.
Ella negó con la cabeza.
– No puedo decírtelo.
– Me lo dirás -la corrigió.
– No -le gritó, ahogándose con la palabra-. ¡No puedo! Por favor, Gregory. Debes irte.
Él no dijo nada por un buen rato. Solo la miró a la cara, y prácticamente podía ver lo que estaba pensando.
No podía permitir esto, pensó, una burbuja de pánico empezó a crecer dentro de ella. Debía gritar. Tenía que echarlo. Debía salir corriendo del cuarto antes de que pudiera arruinarle sus cuidadosos planes para el futuro. Pero en su lugar, se quedó allí, y él dijo…
– Te están chantajeando.
Esa no era una pregunta.
No le contestó, pero sabía que su cara la delataría.
– Lucy -dijo él, su voz era suave y precavida-. Puedo ayudarte. No importa lo que sea, puedo arreglarlo todo.