– No puedo evitarlo. Soy un romántico. -Se encogió de hombros-. De vez en cuando eso me mete en problemas, pero no podemos cambiar nuestra naturaleza, ¿verdad?
Gregory dejó que su cabeza se agitara despacio de lado a lado, mientras una amplia sonrisa empezaba a extenderse en su cara.
– No tiene ni idea -murmuró él, tomando a Lucy de la mano. Ya no podía soportar estar separado de ella, ni siquiera unos centímetros.
Sus dedos se entrecruzaron, y bajó la mirada hacia ella. Sus ojos brillaban con amor, y Gregory tenía el más aplastante y absurdo deseo de reírse. Simplemente porque podía.
Simplemente porque la amaba.
Notó que sus labios estaban apretados también. Alrededor de las esquinas, ahogándose con su propia risa.
Y allí, delante del grupo más impar de testigos, la tomó en sus brazos y la besó con cada última gota de su alma desesperadamente romántica.
Eventualmente -muy eventualmente- Lord Haselby se aclaró la garganta.
Hermione pretendió mirar a otro lado, y Richard dijo:
– Sobre esa boda…
Con gran reticencia, Gregory se apartó. Miró a la izquierda. Miró a la derecha. Y volvió a mirar a Lucy.
Y la besó de nuevo.
Porque, de verdad, había sido un largo día.
Y merecía un poco de indulgencia.
Solo Dios sabía cuanto tiempo pasaría antes de que pudiera casarse con ella realmente.
Pero sobre todo, la besó porque…
Porque…
Sonrió, tomando la cabeza de ella en sus manos y dejó que su nariz descansara contra la suya.
– Te amo, sabes.
Ella sonrió en respuesta.
– Lo sé.
Finalmente comprendió porque iba a besarla otra vez.
Solo porque sí.
Epílogo
En el que nuestro héroe y heroína, exhiben la diligencia, de la que nosotros sabíamos, eran capaces.
La primera vez, Gregory había quedado desecho.
La segunda vez fue incluso peor. El recuerdo de la primera había hecho muy poco para calmar sus nervios. De hecho, había sido al contrario. Ahora que tenía un mejor entendimiento de lo que estaba pasando (Lucy no le había ahorrado ningún detalle, una maldición para su pequeña alma meticulosa) cada pequeño ruido estaba sujeto al escrutinio mórbido y a la especulación.
Era algo condenadamente bueno que los hombres no pudieran tener hijos. A Gregory no le daba vergüenza admitir que la raza humana ya hubiera desaparecido hace milenios.
O por lo menos, él no hubiera contribuido con el actual lote de pequeños Bridgertons traviesos.
Pero a Lucy parecía no importarle el parto, con tal de que pudiera describirle la experiencia después con sumo detalle.
Siempre que deseara.
Y por eso la tercera vez, Gregory era un poco más él mismo. Todavía se sentaba afuera de la puerta, y contenía el aliento cuando escuchaba un gemido particularmente desagradable, pero a pesar de todo, ya no quedaba desecho con la ansiedad.
La cuarta vez trajo un libro.
La quinta, solo un periódico. (Parecía estar poniéndose más rápido con cada niño. Qué conveniente.)
El sexto niño lo pescó completamente desprevenido. Había salido para hacerle una visita rápida a un amigo, y cuando regresó, Lucy estaba sentada con el bebé en sus brazos, con una alegre y ni siquiera un poco cansada sonrisa en su cara.
Sin embargo, Lucy frecuentemente le recordaba su ausencia, por eso tuvo mucho cuidado de estar presente para la llegada del número siete. Lo cual había hecho, con tal de que no se dedujeran puntos por haber abandonado su lugar afuera de su puerta, para buscar un bocadillo de media noche.
En el séptimo, Gregory pensó que ellos habían hecho su labor. Siete era un número absolutamente bueno de hijos, y, cuando se lo dijo a Lucy, apenas si podía recordar como lucía ella, cuando no estaba esperando.
– Es lo suficientemente bueno para que te asegures que no estoy esperando de nuevo -le había contestado Lucy atrevidamente.
Él no pudo defenderse muy bien contra eso, la había besado en la frente y se había ido a visitar a Hyacinth, para exponerle las muchas razones por las cuales, siete era un número ideal de hijos. (Hyacinth no se divirtió).
Seguro que había sido suficiente, seis meses después del séptimo, Lucy le dijo tímidamente que estaba esperando otro bebé.
– Ninguno más -anunció Gregory-. Dificilmente podemos mantener a los que tenemos con lo que ya poseemos. (Esto no era verdad; la dote de Lucy había sido sumamente generosa, y Gregory había descubierto que poseía un buen ojo para las inversiones).
Pero de verdad, ocho, tenía que ser suficiente.
Y no es que estuviera deseoso de abreviar sus actividades nocturnas con Lucy, pero había cosas que un hombre podía hacer, cosas que probablemente ya debería haber hecho, a decir verdad.
Y por eso, ya que estaba convencido de que este sería su último hijo, decidió que podía ver de que se trataba todo, y a pesar de la reacción horrorizada de la partera, permaneció al lado de Lucy en todo el nacimiento (en su hombro, claro).
– Ella es toda una experta en esto -dijo el doctor, mientras levantaba la sábana para echar un vistazo-. De verdad, a estas alturas soy innecesario.
Gregory miró a Lucy. Había traído su bordado.
Ella se encogió de hombros.
– En realidad se hace más fácil cada vez.
Y era cierto, porque cuando llegó el momento, Lucy bajó su labor, dio un pequeño gruñido, y…
– ¡Whoosh!
Gregory parpadeó mientras observaba al infante gritando, todo arrugado y rojo.
– Bueno, eso fue mucho menos complicado de lo que había esperado -dijo.
Lucy lo miró con una expresión de malhumor.
– Si hubieras estado presente la primera vez, hubieras…!ohhhhhhh!
Gregory volvió su mirada rápidamente hacia su rostro.
– ¿Qué pasa?
– No lo sé -contestó Lucy, con los ojos llenos de pánico-. Pero esto no anda bien.
– Vaya, vaya -dijo la partera-. Usted solo…
– Sé como debería sentirme -chasqueó Lucy-. Y así no debe ser.
El doctor le entregó al nuevo bebé -una niña, Gregory estaba contento de enterarse- a la partera y volvió al lado de Lucy. Puso las manos en su estómago.
– Hmmm.
El doctor levantó la sabana y se asomó abajo.
– ¡Gah! -soltó Gregory, mientras regresaba al hombro de Lucy-.No quiero ver eso.
– ¿Qué está pasando? -exigió Lucy-. Qué está… ¡ohhhhhhh!
– ¡Whoosh!
– Cielo santo -exclamó la partera-. Son dos.
No, pensó Gregory, sintiéndose definitivamente mareado, eran nueve.
Nueve hijos.
Nueve.
Solo le faltaba uno para los diez.
Lo cual tenía dos dígitos. Si hacía esto de nuevo, estaría en la escala de dos dígitos de paternidad.
– Oh Dios bendito -susurró él.
– ¿Gregory? -dijo Lucy.
– Necesito sentarme.
Lucy sonrió débilmente.
– Bueno, por lo menos, tú madre estará contenta.
Él asintió con la cabeza, incapaz de pensar. Nueve hijos. ¿Qué hacía uno con nueve hijos?
Amarlos, supuso.
Miró a su esposa. Su pelo estaba desgreñado, su cara estaba hinchada, y las bolsas bajo sus ojos, se habían puesto de color lavanda, y estaban a punto de ponerse de color gris púrpura.
Pensó que era hermosa.
El amor existía, pensó para sí mismo.
Y era genial.
Sonrió.
Nueve veces genial.
Lo que era muy genial, en efecto.
Julia Quinn
Durante su año superior en la Universidad de Harvard, Julia Quinn (más conocida en el ciberespacio como JulieQ) comprendió que no sabía lo que deseaba hacer con su vida. Conseguir un trabajo parecía demasiado difícil. La única opción era (después de sopesar diversas Facultades) la Facultad de Medicina. Resultó que pasaron dos años antes de que pudiera entrar en la Facultad de Medicina ya que tenía que tomar todas esas molestas clases de ciencia para poder solicitar la vacante (ella tenía un título en Historia del Arte). Necesitaba encontrar algo que hacer durante ese tiempo. Fue cuando miró el libro que estaba leyendo: Era una novela romántica. “Yo podría escribir una”, pensó. Y eso fue lo que hizo. Dos años después, justo cuando Julie estaba decidiendo entre la Universidad de Medicina de Yale y la Universidad para Médicos y Cirujanos de Columbia, su agente llamó para decirle que sus dos primeros libros, Splendid y Dancing at Midnight, eran objeto de una intensa guerra de ofertas entre dos editoras. Así que postergó por un año la Facultad de Medicina y escribió Minx. Luego postergó la Facultad de Medicina otro año y escribió Everything and the Moon. Entonces pensó que quizá debería hacer un intento en la Facultad de Medicina, pero meses después, comprendió que debía haber experimentado un ataque de locura temporal, se retiró de la Facultad de Medicina y escribió Brighter Than The Sun. A este libro le siguieron To Catch An Heiress y How To Marry a Marquis, que fue aclamada por la crítica.