– ¿Vive arriba?
– Sí -respondí, sorprendida de que no lo supiera ya. A lo mejor su red de inteligencia no lo había averiguado completamente todo-. Yo vivo aquí abajo y ella vive arriba. Compartimos la cocina y el salón, aunque creo que Amelia también tiene un televisor arriba. ¿Amelia? -grité.
– ¿Sí? -Su voz flotó por el aire procedente de la cocina.
– ¿Sigues teniendo arriba aquel televisor pequeño?
– Sí, lo he conectado a la televisión por cable.
– Simplemente me lo preguntaba.
Sonreí a Cope, indicándole con ello que la pelota de la conversación estaba en su campo. El hombre estaba pensando en varias cosas que preguntarme y le daba vueltas también a la mejor manera de abordarme para conseguir el máximo de información. De pronto apareció un nombre en la superficie de su remolino de pensamientos y tuve que esforzarme mucho para que mi expresión siguiera siendo educada.
– La primera inquilina que Amelia tuvo en la casa en Chloe… era su prima, ¿verdad? -dijo Cope.
– Hadley. Sí. -Asentí sin perder la calma-. ¿La conocía?
– Conozco a su marido -dijo, y sonrió.
Capítulo 3
Sabía que Amelia había vuelto y estaba de pie junto al sillón orejero que ocupaba su padre, y también que se había quedado paralizada sin poder moverse. Me di cuenta de que pasé un segundo sin respirar.
– Nunca le conocí-dije. Tenía la sensación de estar caminando por la selva y acabar de caer en una trampa escondida. Me alegraba de ser la única telépata de la casa. No le había contado a nadie, absolutamente a nadie, lo que había encontrado en la caja de seguridad de Hadley el día que la vacié en un banco de Nueva Orleans-. Llevaban un tiempo divorciados cuando Hadley murió.
– Algún día tendrías que buscar tiempo para conocerlo. Es un hombre interesante -dijo Cope, como si no fuera consciente de estar lanzándome un auténtico obús. Naturalmente, esperaba mi reacción. Se imaginaba que yo desconocía por completo aquel matrimonio, que me había sorprendido del todo-. Es muy buen carpintero. Me gustaría recuperar su pista y contratarlo de nuevo.
El sillón en el que estaba sentado estaba tapizado en un tejido de color crema con un bordado de diminutas florecitas azules con tallos verdes. Seguía siendo bonito, aunque estaba descolorido. Me concentré en aquel estampado para no demostrarle a Copley Carmichael lo rabiosa que me sentía.
– No significa nada para mí, por muy interesante que sea -dije, con un tono de voz tan plano que podría incluso haberse jugado al billar sobre él-. Su matrimonio terminó. Como estoy segura de que ya sabe, Hadley tenía otra pareja cuando murió. -Fue asesinada. Pero el gobierno no solía tomarse la molestia de perder el tiempo con las muertes de los vampiros, a menos que dichas muertes estuvieran causadas por humanos. Los vampiros regulaban su propio orden.
– Pensé que de todos modos querrías ver al bebé -dijo Copley.
Gracias a Dios que capté aquello en la cabeza de Copley un segundo o dos antes de que pronunciara esas palabras. Pero incluso sabiendo lo que iba a decir, su comentario tan «despreocupado» me sentó como una patada en el estómago. No quería, sin embargo, darle la satisfacción de verme mal.
– Mi prima Hadley era una cabeza loca. Jugaba con las drogas y con la gente. No era precisamente la persona más estable del mundo. Era guapa, y tenía estilo, por eso siempre tuvo admiradores. -Ya estaba, lo había dicho todo sobre mi prima Hadley, los pros y los contras. Y no había pronunciado la palabra «bebé». ¿Qué bebé?
– ¿Cómo le sentó a la familia que se convirtiera en vampiro? -preguntó Cope.
La transformación de Hadley fue un asunto de dominio público. Teóricamente, los vampiros «convertidos» tenían que registrarse cuando entraban en su estado alterado de vida. Tenían que decir quién había sido su creador. Era una especie de control gubernamental de natalidad de vampiros. Estaba segura de que el Despacho de Asuntos Vampíricos caería como una tonelada de ladrillos sobre aquel que se dedicase a crear demasiados vampiritos. Hadley había sido convertida por Sophie-Anne Leclerq en persona.
Amelia había dejado la copa de vino al alcance de su padre y había vuelto a sentarse en el sofá, a mi lado.
– Papá, Hadley vivió en el piso de arriba de mi casa durante dos años -dijo-. Obviamente sabíamos que era una vampira. Por el amor de Dios, creía que vendrías a contarme las novedades de la ciudad.
Bendita sea Amelia. Me estaba resultando difícil contenerme y si lo iba consiguiendo era gracias a mis muchos años de hacerlo siempre que oía telepáticamente cualquier comentario horroroso.
– Tengo que ir a mirar la comida. Si me disculpan -murmuré, me levanté y abandoné el salón. Confié en que no se notaran mis prisas e intenté caminar con normalidad. Pero en cuanto llegué a la cocina, seguí caminando hacia la puerta trasera y el porche, atravesé la puerta mosquitera y salí al jardín.
Si esperaba escuchar la voz fantasmagórica de Hadley diciéndome qué hacer, me equivocaba. Los vampiros no dejan fantasmas, al menos que yo sepa. Esto depende de Dios. Pero aquí me encontraba yo balbuceando para mis adentros, porque no quería pensar en el bebé de Hadley, en el hecho de que desconocía la existencia de ese niño.
A lo mejor sucedía que Copley era así. A lo mejor siempre quería exhibir hasta dónde llegaban sus conocimientos, como una forma de demostrar su poder a la gente con la que trataba.
Tenía que volver a entrar por el bien de Amelia. Me armé de valor, volví a esbozar mi sonrisa -aun sabiendo que era una sonrisa extraña y nerviosa- y entré. Me senté junto a Amelia y les sonreí a los dos. Me miraron con expectación, y me di cuenta de que la conversación había quedado en punto muerto.
– Oh -dijo de repente Cope-. Amelia, había olvidado decirte que la semana pasada llamó alguien a casa preguntando por ti, alguien a quien yo no conocía.
– ¿Cómo se llamaba?
– Oh, déjame que piense. La señorita Beech lo anotó. ¿Ophelia? ¿Octavia? Octavia Fant. Eso es. Un nombre poco corriente.
Creí que Amelia iba a desmayarse. Se quedó blanca y se agarró al brazo del sofá.
– ¿Estás seguro? -dijo.
– Sí, estoy seguro. Le di tu número de móvil y le dije que ahora vivías en Bon Temps.
– Gracias, papá -gimoteó Amelia-. Ah, la cena ya debe de estar; voy a mirar.
– ¿No acaba de mirar Sookie la comida? -Lucía esa amplia sonrisa de tolerancia que esbozan los hombres cuando piensan que las mujeres son tontas.
– Sí, claro, pero es que está en su fase final -dije, mientras Amelia salía corriendo de la estancia a la misma velocidad en que lo había hecho yo antes-. Sería terrible que se quemase. Amelia se ha esforzado tanto en que quede bien.
– ¿Conoces a esa tal señorita Fant? -preguntó Cope.
– No, la verdad es que no.
– Amelia parecía casi asustada. Nadie estará intentando hacerle algún daño a mi hija, ¿no?
Cuando dijo aquello parecía otro hombre, un hombre que casi podía ser de mi agrado. Por muchas cosas que fuera, Cope no quería que nadie le hiciese daño a su hija. Nadie, excepto él, claro está.
– No creo. -Sabía quién era Octavia Fant porque el cerebro de Amelia acababa de decírmelo, pero ella no lo había pronunciado en voz alta y, por lo tanto, no podía compartirlo. A veces, las cosas que oigo decir y las que oigo mentalmente se confunden de gran manera…; ése es uno de los motivos por los que tengo reputación de ser casi una loca-. Es usted constructor, ¿verdad, señor Carmichael?
– Cope, por favor. Sí, entre otras cosas.
– Me imagino que su negocio irá ahora viento en popa -comenté.
– Aunque mi empresa fuera el doble de grande de lo que es, no podríamos siquiera con todo el trabajo que hay que hacer -dijo-. Pero aborrezco ver Nueva Orleans en el estado en que ha quedado.