– ¿No se te ocurrió decirle a tu padre que no revelara dónde estabas?
– Pedirle que lo hiciera habría despertado hasta tal punto su curiosidad que habría puesto mi vida patas arriba con tal de descubrir por qué se lo pedía. Nunca se me ocurrió que Octavia pudiera llamarle, pues ella sabe perfectamente cómo es la relación que mantengo con él.
Que era, como mínimo, conflictiva.
– Tengo que decirte una cosa que olvidé por completo -dijo de repente Amelia-. Hablando de llamadas telefónicas, te llamó Eric.
– ¿Cuándo?
– Anoche. Antes de que llegaras a casa. Cuando llegaste venías con tantas noticias que me olvidé de decírtelo. Además, como tú dijiste que ibas a llamarlo… Y yo estaba tan preocupada por la visita de mi padre… Lo siento, Sookie. Te prometo que la próxima vez escribiré una nota.
No era la primera vez que Amelia se olvidaba de decirme que había llamado alguien. No me gustó, pero era agua pasada, y la jornada ya había sido bastante estresante. Confiaba en que Eric hubiera averiguado lo sucedido con el dinero que la reina me debía por los servicios prestados en Rhodes. Seguía sin recibir el talón y no me apetecía molestarla después de que hubiese resultado tan malherida. Fui a mi habitación para llamar desde allí a Fangtasia, que debía de estar lleno hasta los topes. El club abría todas las noches excepto los lunes.
– Fangtasia, el bar con mordisco -dijo Clancy.
Oh, estupendo. El vampiro que peor me caía. Articulé con cuidado mi solicitud.
– Clancy, soy Sookie. Eric me ha pedido que le devuelva su llamada.
Hubo un instante de silencio. Estaba segura de que Clancy trataba de pensar si podía bloquearme el acceso a Eric. Decidió que no podía.
– Un momento -dijo. Una breve pausa con el sonido de fondo de Strangers in the Night. Eric cogió entonces el teléfono.
– ¿Sí? -dijo.
– Siento no haberte llamado antes. Acabo de recibir tu mensaje. ¿Llamabas por mi dinero?
Un momento de silencio.
– No, por algo completamente distinto. ¿Saldrás conmigo mañana por la noche?
Me quedé mirando el teléfono. Era incapaz de pensar con coherencia. Dije por fin:
– Estoy saliendo con Quinn, Eric.
– ¿Y cuánto tiempo hace que no lo ves?
– Desde Rhodes.
– ¿Cuánto tiempo hace que no tienes noticias de él?
– Desde Rhodes. -Tenía la voz rígida. No me apetecía hablar con Eric de aquello, pero habíamos compartido sangre con la frecuencia suficiente como para tener un vínculo más fuerte del que a mí me gustaría. De hecho, aborrecía aquel vínculo que nos habíamos visto obligados a forjar. Pero cuando oía su voz, me alegraba. Cuando estaba con él, me sentía bella y feliz. Y no podía evitarlo.
– Creo que puedes concederme una noche -dijo Eric-. No me parece que Quinn te tenga muy ocupada.
– Un comentario malvado por tu parte.
– Es Quinn quien es cruel, prometiéndote que estaría aquí y no siendo fiel a su palabra. -La voz de Eric tenía un elemento oscuro, un tono subterráneo de rabia.
– ¿Sabes lo que le ha pasado? -le pregunté-. ¿Sabes dónde está?
Se produjo un silencio significativo.
– No -dijo Eric con delicadeza-. No lo sé. Pero hay alguien que quiere conocerte. Le prometí que me encargaría del encuentro. Me gustaría llevarte personalmente a Shreveport.
De modo que no era una cita «cita».
– ¿Te refieres a ese tipo, Jonathan? Vino a la boda y se presentó. Tengo que decir que no me gusto mucho. Sin ánimo de ofensa, si es amigo tuyo.
– ¿Jonathan? ¿Qué Jonathan?
– Me refiero a ese tipo asiático… ¿quizá tailandés? Estaba anoche en la boda de los Bellefleur. Dijo que quería verme porque estaba en Shreveport y había oído hablar mucho de mí. Dijo que estaba contigo, como cualquier buen vampiro que esté de visita.
– No lo conozco -dijo Eric. Su voz sonó mucho más seca-. Preguntaré por aquí en Fangtasia por si alguien lo ha visto. Y le preguntaré a la reina por tu dinero, aunque no es…, no es ella misma. Y bien, ¿harás, por favor, lo que te pido que hagas?
Le hice una mueca al teléfono.
– Supongo que sí -dije-. ¿Con quién tengo que reunirme? ¿Y dónde?
– Tendré que dejar que el «quién» siga siendo un misterio -respondió Eric-. Y en cuanto al «dónde», iremos a cenar a un buen restaurante. Podría decirse que «informal elegante».
– Tú no comes. ¿Qué harás?
– Te presentaré y me quedaré todo el tiempo que necesites.
Un restaurante con gente me parecía bien.
– De acuerdo -dije, no muy entusiasmada-. Salgo de trabajar hacia las seis, seis y media.
– Te recogeré a las siete.
– Dame hasta las siete y media. Tengo que cambiarme. -Sabía que mi voz sonaba malhumorada, pero era así exactamente como me sentía. Odiaba tanto misterio en torno a aquel encuentro.
– Te sentirás mejor cuando me veas -dijo. Maldita sea, tenía toda la razón.
Capítulo 4
Miré el calendario con «La palabra del día» mientras esperaba que mi plancha para alisar el pelo se calentara. «Epiceno». Caramba.
Como no sabía a qué restaurante iríamos, ni tampoco con quién me iba a encontrar, elegí la opción con la que me sentía más cómoda y me puse una camiseta azul de seda que Amelia decía que le quedaba grande y unos pantalones negros de vestir con zapatos de tacón negros. No suelo llevar muchas joyas, de modo que me decanté por una cadena de oro y unos pendientes discretos, también de oro. Había tenido una dura jornada de trabajo, pero sentía demasiada curiosidad por la velada que tenía por delante como para estar cansada.
Eric llegó puntual y sentí (oh, sorpresa) una oleada de placer en cuanto le vi. No creo que fuera del todo debido al vínculo de sangre que existía entre nosotros. Creo que cualquier mujer heterosexual notaría algo parecido al ver a Eric. Era un hombre alto y en su tiempo debió de ser un gigante. Estaba hecho para blandir una espada con la que acallar a sus enemigos. El cabello dorado de Eric caía como la melena de un león desde una frente despejada. No tenía nada de epiceno, tampoco nada etéreamente bello. Era todo masculinidad.
Eric se inclinó para darme un beso en la mejilla. Me sentía cómoda y a salvo. Este era el efecto que él tenía sobre mí ahora que habíamos intercambiado nuestra sangre más de tres veces. No la habíamos compartido por placer, sino por necesidad (al menos eso era lo que yo creía), pero el precio que había que pagar por ello era elevado. Ahora estábamos unidos y cuando lo tenía cerca de mí me sentía absurdamente feliz. Intentaba disfrutar de la sensación, pero ser consciente de que aquello no era del todo natural me complicaba las cosas.
Eric había venido en su Corvette y al verlo me alegré de haberme decidido por los pantalones. Entrar y salir de un coche así con discreción puede ser un procedimiento complicado cuando una lleva falda. De camino a Shreveport le conté cosas intrascendentes y me di cuenta de que Eric permanecía excepcionalmente en silencio. Intenté interrogarle acerca de Jonathan, el misterioso vampiro de la boda, pero Eric dijo:
– Hablaremos de eso después. No has vuelto a verlo, ¿verdad?
– No -respondí-. ¿Debería haberlo hecho?
Eric negó con la cabeza. Se produjo entonces una incómoda pausa. Por su forma de sujetar el volante, estaba segura de que estaba armándose de valor para decir algo que no quería decir.
– Me alegro por tu bien de que Andre no sobreviviera al atentado.
El hijo más querido de la reina, Andre, había muerto en el atentado de Rhodes. Pero no había muerto a causa de la explosión. Quinn y yo habíamos sido los autores del hecho: la causa de su fallecimiento había sido un gran pedazo de madera que Quinn le había hundido en el corazón mientras el vampiro yacía indefenso. Quinn había matado a Andre por mi bien, porque sabía que Andre tenía unos planes para mí que con sólo pensar en ellos me hacían tiritar de miedo.