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Miré en el interior del vehículo y lo encontré vacío. El único recordatorio de lo que acababa de pasar era una mancha de sangre en el asiento de Eric. Cogí un pañuelo de papel de mi bolso, escupí y froté la sangre; una solución poco elegante, pero práctica.

De pronto, percibí a Eric a mi lado y me vi obligada a sofocar un grito. Seguía excitado por el ataque inesperado y me clavó contra el costado del coche, sujetando mi cabeza en el ángulo adecuado para darme un beso. Sentí una oleada de deseo y a punto estuve de decir: «¡Qué demonios! Tómame aquí mismo, vikingo». No era únicamente el vínculo de sangre lo que me inclinaba a aceptar su explícita oferta, sino mi recuerdo de lo maravilloso que era Eric en la cama. Pero pensé en Quinn y, con gran esfuerzo, aparté de la boca de Eric.

Pensé por un segundo que no iba a soltarme, pero lo hizo.

– Veamos -dije con voz temblorosa, y retiré el cuello de la camisa para observar la herida de bala. Estaba casi cicatrizada, aunque, claro está, la camisa seguía manchada de sangre.

– ¿Qué ha sido todo eso? -preguntó-. ¿Era un enemigo tuyo?

– No tengo ni idea.

– Te apuntaba a ti -dijo Eric, como si yo no me hubiera enterado-. Te quería a ti ante todo.

– ¿Y si hizo eso para hacerte daño? ¿Y si luego te hubiera culpado de mi muerte? -Estaba tan cansada de ser el objeto de tantas tramas que supongo que quería que Eric fuera el objetivo a cualquier precio. Y entonces pensé en otra cosa-: ¿Y cómo nos ha encontrado?

– Es alguien que sabía que esta noche regresaríamos a Bon Temps por este camino -dijo Eric-. Alguien que sabía qué coche conducía yo.

– Podría haber sido Niall -dije, y reconsideré mi destello de lealtad hacia mi recién autoproclamado bisabuelo. Al fin y al cabo, podría haberme mentido durante toda la cena. ¿Cómo saberlo? Me había resultado imposible penetrar su mente. Y esa ignorancia me resultaba extraña.

Pero no creía que Niall mintiera.

– Yo tampoco creo que haya sido el hada -dijo Eric-. Pero mejor que hablemos de ello en el coche. No me parece un buen lugar para quedarnos mucho rato.

Y tenía razón al respecto. No tenía ni idea de dónde había dejado el cuerpo, y me di cuenta de que me daba lo mismo. Un año atrás, me habría destrozado la idea de abandonar un cadáver y largarnos a toda velocidad por la interestatal. Pero ahora me alegraba de que fuera aquel tipo y no yo quien se hubiera quedado tirado en el bosque.

Como cristiana yo debía de ser horrorosa pero no era mala como superviviente.

Mientras avanzábamos en la oscuridad, reflexioné sobre el abismo que se abría justo delante mí a la espera de que diese un paso más. Estaba varada en el borde. Cada vez me resultaba más difícil aferrarme a lo correcto cuando lo que más sentido tenía era ser expeditivo. «¿De verdad no comprendes que Quinn te ha plantado?», me preguntaba implacable mi cerebro. ¿No se habría puesto ya en contacto de habernos considerado aún una pareja? ¿No había sentido siempre una debilidad por Eric, que hacía el amor como un tren entrando en estampida en un túnel? ¿No tenía ya bastantes evidencias de que Eric podía defenderme mejor que nadie?

Apenas podía reunir la energía suficiente para sorprenderme de mí misma.

Si te descubres planteándote elegir un amante por su capacidad para defenderte, significa que estás acercándote mucho a elegir esa pareja porque piensas que es quien posee los mejores rasgos para transmitir a generaciones futuras. Y de haber existido la posibilidad de poder tener un hijo con Eric (una idea que me hacía temblar), él habría ocupado el primer puesto de la lista, una lista que ni siquiera suponía haber estado elaborando. Me imaginé como una pava que busca el pavo real con la mejor cola, o como una loba a la espera de que la monte el líder de la manada (el más fuerte, más inteligente y más valiente).

Vaya asco. Era una mujer humana. Intentaba ser buena persona. Tenía que encontrar a Quinn porque me había comprometido con él… más o menos.

¡No…, basta ya de poner pegas!

– ¿En qué piensas, Sookie? -preguntó de repente Eric-. Por tus gestos veo pasar pensamientos a una velocidad que es imposible seguir.

El hecho de que pudiera verme -no sólo en la oscuridad, sino también mientras se suponía que debía estar al tanto de la carretera- resultaba exasperante y amedrentador. Y una prueba de su superioridad, dijo la mujer de las cavernas que vivía en mi interior.

– Eric, llévame a casa, y ya está. Tengo una sobrecarga emocional.

No dijo nada más. Tal vez porque pensaba que era lo mejor, tal vez porque la curación de su herida le resultaba dolorosa.

– Tenemos que hablar de nuevo de esto en otra ocasión -dijo cuando llegamos al camino de acceso a mi casa. Aparcó delante y se volvió hacia mí todo lo que daba de sí aquel pequeño coche-. Sookie, me duele… ¿Puedo…? -Se inclinó hacia mí, me acarició el cuello.

Y sólo de pensarlo, mi cuerpo me traicionó. Empecé a sentir un latido allí abajo, y eso era fatal. Nadie debería excitarse ante la idea de ser mordida. Eso está muy mal, ¿verdad? Apreté los puños con tanta fuerza que me clavé incluso las uñas.

Ahora que podía verlo mejor, ahora que el interior del coche estaba iluminado por el resplandor de la luz de seguridad, me di cuenta de que Eric estaba más pálido de lo habitual. Y mientras lo miraba, la bala empezó a salir de la herida. Se recostó en su asiento, con los ojos cerrados. Milímetro a milímetro, la bala fue saliendo hasta caer en mi mano. Recordé cómo Eric me había pedido que le chupara el brazo para extraerle una bala, ¡Ja! ¡Cómo me había engañado! La bala habría salido sola. Mi indignación me hizo sentir más como era yo siempre.

– Pienso que puedes llegar a casa -dije, aun sintiendo una necesidad casi irresistible de inclinarme sobre él y ofrecerle mi cuello o mi muñeca. Apreté los dientes y salí del coche-. Puedes parar en el Merlotte's y comprarte una botella de sangre, si realmente tanto la necesitas.

– Eres muy dura -dijo Eric, aunque no parecía enfadado ni ofendido.

– Lo soy -dije, y le sonreí-. Ve con cuidado, ¿me has oído?

– Naturalmente -respondió-. Y si la policía intenta pararme, no pienso detenerme.

Me obligué a avanzar hacia mi casa sin mirar atrás. Cuando crucé la puerta y la cerré a mis espaldas, sentí una sensación inmediata de alivio. Gracias a Dios. A cada paso que había dado me había preguntado si dar la vuelta y correr hacia él. Eso del vínculo de sangre resultaba verdaderamente molesto. Si no me andaba con cuidado, acabaría haciendo algo de lo que luego me arrepentiría.

– Soy toda una mujer, ¿no me has oído rugir? -dije.

– Caramba, ¿a qué viene esto? -preguntó Amelia, y di un salto sorprendida. Apareció en el vestíbulo procedente de la cocina, vestida con camisón y bata a juego, ambos de color melocotón con encaje beis. Todo lo que tenía Amelia era bonito. Y aunque nunca se mofaba de lo que compraban los demás, tampoco la vi jamás vestir algo de Wal-Mart.

– He tenido una noche difícil -dije. Me miré. Sólo un poco de sangre sobre la camiseta de seda azul. Tendría que ponerla en remojo-. ¿Qué tal todo por aquí?

– Me ha llamado Octavia -dijo Amelia, y a pesar de que intentaba que no le temblara la voz, percibí oleadas de tensión.

– Tu mentora. -No estaba yo para muchos cuentos.

– Sí, la misma que viste y calza. -Se agachó para coger a Bob, que siempre rondaba por ahí cuando Amelia estaba enfadada. Se lo acercó al pecho y hundió la cara entre su pelaje-. Se ha enterado, naturalmente. Incluso después del Katrina y de todos los cambios que éste ha ocasionado en su vida, ha tenido que sacar a relucir el error. -Así lo llamaba Amelia: «el error».