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Pero no me dormí del todo, por eso oí que llamaban.

Murmuré algunas palabras sobre quienquiera que estuviera al otro lado de la puerta, me calcé las zapatillas y me puse mi bata azul de algodón fino. La mañana estaba algo fría, lo que me recordó que a pesar de que los días eran templados y soleados, estábamos ya en octubre. Había fiestas de Halloween en las que hacía demasiado calor para ponerse un jersey, y había otras en las que era imprescindible ponerse un abrigo ligero para celebrarlas.

Miré por la mirilla y vi a una anciana de raza negra con un halo de cabello blanco. No tenía la piel muy oscura y sus facciones eran estrechas y afiladas: nariz, boca y ojos. Llevaba los labios pintados de un tono magenta y vestía un traje pantalón de color amarillo. No parecía ir armada o ser peligrosa. Algo que sólo sirve para demostrar lo engañosas que pueden ser las primeras impresiones. Abrí la puerta.

– Joven, vengo a ver a Amelia Broadway -me informó la mujer con una exquisita pronunciación.

– Pase, por favor -dije, pues era una mujer mayor y me habían educado para respetar a las personas mayores-. Tome asiento. -Le indiqué el sofá-. Subiré a avisar a Amelia.

Me di cuenta de que no se disculpó por haberme sacado de la cama o por presentarse sin previo aviso. Subí las escaleras con la sombría sensación de que a Amelia no iba a gustarle mi mensaje.

Subía tan poco a la planta superior que me sorprendió lo bien que lo tenía todo Amelia. Las habitaciones de arriba tenían un mobiliario muy básico y Amelia había convertido la de la derecha, la más grande, en su dormitorio. La de la izquierda era su sala de estar. Allí tenía el televisor, una butaca y un diván, un pequeño escritorio con su ordenador y un par de plantas. El dormitorio, que creo fue construido por una generación de Stackhouse que había tenido tres chicos seguidos, sólo disponía de un pequeño armario, pero Amelia había comprado por Internet unos percheros con ruedas y los había montado con mucha habilidad. Después había comprado en una subasta un biombo de tres piezas, lo había pintado y lo había dispuesto delante de los percheros para camuflarlos. El luminoso edredón y la vieja mesa que había repintado para convertirla en tocador destacan en contraste con las paredes pintadas de blanco. Y en medio de tanta alegría, había una deprimida bruja.

Amelia estaba sentada en la cama, con su pelo corto enredado.

– ¿Quién está abajo? -me preguntó con voz muy ronca.

– Una mujer mayor de raza negra pero piel clara y rasgos afilados.

– Oh, Dios mío -dijo Amelia casi sin voz, y se derrumbó sobre su docena de cojines-. Es Octavia.

– Pues baja y habla con ella. Yo no puedo entretenerla.

Amelia gruñó pero aceptó lo inevitable. Saltó de la cama y se quitó el camisón. Se puso un sujetador y unas bragas, unos pantalones vaqueros y cogió un jersey de un cajón.

Bajé para decirle a Octavia que Amelia acudiría enseguida. Amelia tendría que pasar por delante de ella para ir al baño, pues sólo había una escalera, pero al menos podía aliviarle el paso.

– ¿Le apetece un café? -pregunté. La mujer estaba ocupada observando la estancia con sus grandes ojos castaños.

– Si tenéis té, me tomaría una taza -dijo Octavia Fant.

– Sí, señora, tenemos -dije, contenta de que Amelia hubiera insistido en comprarlo. No tenía ni idea de qué tipo de té era y esperaba que fuera en bolsitas, pues jamás en mi vida lo había preparado de otra manera.

– Bien -dijo, y eso fue todo.

– Amelia bajará enseguida -dije, tratando de pensar en una forma elegante de añadir: «Y va a tener que pasar corriendo por aquí para hacer un pipí y lavarse los dientes, de modo que simule no verla». Abandoné esa causa perdida y me marché a la cocina.

Cogí el té de Amelia de una de las estanterías que ella tenía asignadas y mientras se calentaba el agua, saqué dos tazas con sus platillos y las puse en una bandeja. Cogí también el azucarero, una jarrita con leche y dos cucharillas. «¡Servilletas!», pensé, deseando tenerlas de tela en lugar de papel. (Así me hacía sentir Octavia Fant, sin utilizar magia alguna). Oí correr el agua en el baño del vestíbulo mientras ponía unas galletas en un plato y lo sumaba al conjunto. No tenía flores, ni ningún jarroncito, que era lo único que creía que podía añadir. Armada con la bandeja, crucé lentamente el vestíbulo en dirección al salón.

Deposité la bandeja en la mesita delante de la señorita Fant. La mujer me lanzó una mirada taladrante y asintió levemente a modo de agradecimiento. Me di cuenta entonces de que no podía leerle la mente. Me había refrenado de hacerlo hasta ahora, esperando el momento en que pudiera hacerlo adecuadamente, pero ella sabía cómo bloquearme. Jamás había conocido un ser humano capaz de eso. Por un segundo me puse casi rabiosa. Entonces recordé quién y qué era, y me largué hacia mi habitación para hacer la cama y visitar mi baño. Pasé por el lado de Amelia cuando crucé el vestíbulo y me lanzó una mirada aterrorizada.

«Lo siento, Amelia», pensé al cerrar decidida la puerta de mi habitación. «Te quedas sola».

No tenía que trabajar hasta la noche, de modo que me vestí con unos vaqueros viejos y una camiseta de Fangtasia («El bar con mordisco»). Pam me la había regalado cuando empezaron a venderlas en el bar. Me calcé unos Crocs y fui la cocina a prepararme un café. Me preparé además unas tostadas y tomé el periódico que había recogido al abrir la puerta. Quité la goma elástica que lo sujetaba y miré la portada. Había habido reunión de la junta directiva del colegio, Wal-Mart había realizado una generosa donación al programa posescolar del Club de Chicos y Chicas y se había aprobado la legislación para reconocer los matrimonios entre vampiros y humanos. Bien, bien. Nadie habría creído que esa propuesta de ley acabaría siendo aceptada.

Abrí el periódico para leer las necrológicas. Primero los fallecidos locales…, nadie conocido, mejor. Luego los fallecidos de la zona… Oh, no.

MARÍA ESTRELLA COOPER, rezaba el titular. Y el texto decía únicamente: «María Estrella Cooper, 25 años, residente en Shreveport, falleció ayer en su casa de forma inesperada. Cooper, fotógrafa, deja con vida a su padre y a su madre, Matthew y Stella Cooper, de Minden, y tres hermanos. El funeral queda pendiente».

Me quedé de repente sin respiración y me derrumbé en el sillón con una sensación de incredulidad total. No es que María Estrella y yo fuéramos muy amigas, pero me caía bien. Además, llevaba meses saliendo con Alcide Herveaux, una figura destacada de la manada de hombres lobo de Shreveport. ¡Pobre Alcide! Su primera novia había sufrido una muerte violenta, y ahora esto.

Sonó el teléfono y di un salto. Lo cogí con una terrible premonición.

– ¿Diga? -respondí con cautela, como si el teléfono fuera a escupirme.

– Sookie -dijo Alcide. Tenía la voz profunda, y ronca ahora por el llanto.

– Lo siento mucho -dije-. Acabo de leer el periódico. -No había más qué decir. Ahora ya sabía por qué me había llamado la noche anterior.

– Ha sido asesinada -dijo Alcide.

– Oh, Dios mío.

– Sookie, esto no ha sido más que el principio. Y como existe la probabilidad de que Furnan ande detrás de ti, quiero que te mantengas alerta.

– Demasiado tarde -dije pasado el instante necesario para absorber tan terrible noticia-. Alguien intentó matarme anoche.

Alcide se alejó del teléfono y aulló. Oír aquello, en pleno día, por teléfono… Incluso así, resultaba amedrentador.

Los problemas en el seno de la manada de Shreveport llevaban ya un tiempo fraguándose. Lo sabía incluso yo, que estaba alejada de las políticas de los hombres lobo. Patrick Furnan, el líder de la manada del Diente Largo, había ascendido a su puesto matando en combate al padre de Alcide. La victoria había sido legal -bueno, legal según los hombres lobo-, pero antes de llegar a ella había habido bastante juego sucio. Alcide -fuerte, joven, próspero y cargado de rencor- siempre había sido una amenaza para Furnan, al menos bajo el punto de vista de éste.