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Me llamó la atención Bill, que sentado en su asiento se llevó en silencio la mano al corazón. Fue un gesto romántico y totalmente inesperado y me ablandé por un instante. A punto estuve de sonreírle, aunque Selah estaba a su lado. Justo a tiempo recordé que Bill era un canalla y un cabrón y seguí avanzando lastimeramente. Sam estaba de pie un par de metros más allá de la última hilera de sillas, vestido con una camisa de etiqueta como la que yo llevaba antes y pantalones negros de traje. Relajado y cómodo, así era Sam. En su imagen encajaba incluso su alborotado halo de cabello rubio cobrizo.

Le lancé una sonrisa sincera, y él me la devolvió. Me hizo una señal de aprobación levantando el dedo pulgar y, pese a lo complicado que es leer el cerebro de los cambiantes, adiviné que aprobaba tanto mi aspecto como mi comportamiento. Sus brillantes ojos azules no me abandonaron ni un momento. Hace cinco años que es mi jefe y nos hemos llevado estupendamente bien la mayoría de ese tiempo. Se enfadó mucho cuando empecé a salir con un vampiro, pero lo superó.

Tenía que ponerme a trabajar, y enseguida. Me puse a la altura de Dana.

– ¿Cuándo podremos cambiarnos? -le pregunté.

– Oh, aún tenemos que hacer las fotografías -respondió alegremente Dana. Su marido se había reunido también con ella y estaba abrazándola. Él llevaba en el regazo a su bebé, una cosita menuda vestida de imparcial color amarillo.

– Me imagino que no me necesitaréis para eso -dije-. Hicisteis muchas fotografías antes, ¿verdad? Antes de que… como se llame se pusiera enferma.

– Tiffany. Sí, pero habrá más.

Tenía serias dudas de que la familia me quisiera presente en ellas, aunque mi ausencia desequilibraría la simetría en las fotografías de grupo. Encontré a Al Cumberland.

– Sí -dijo, fotografiando a las damas de honor y a los padrinos, que no dejaban de sonreír-. Necesito hacer algunas fotos más. Tienes que seguir con el vestido.

– Mierda -dije, porque me dolían los pies.

– Mira, Sookie, lo único que puedo hacer es fotografiar a tu grupo en primer lugar. ¡Andy, Halleigh! Perdón… ¡señora Bellefleur! Si queréis venir por aquí, empezaremos con vuestras fotografías.

Portia Bellefleur Vick se quedó un poco perpleja al ver que su grupo no era el primero, pero tenía gente de sobra a la que saludar para exasperarse en serio. Mientras María Estrella fotografiaba la conmovedora escena, un pariente lejano acompañaba a la señora Caroline, en su silla de ruedas, hasta donde estaba Portia. Ella se inclinó para besar a su abuela. Portia y Andy llevaban años conviviendo con la señora Caroline, desde que fallecieran sus padres. La debilitada salud de la anciana había retrasado la boda al menos dos veces. Originalmente, la ceremonia estaba planificada para la pasada primavera y se había organizado con urgencia porque ella estaba mal. Había sufrido un infarto del que se había recuperado. Después se rompió la cadera. Hay que decir que, para haber sufrido dos graves percances de salud, la señora Caroline tenía un aspecto… Bueno, a decir verdad, tenía simplemente el aspecto de una anciana dama que había sufrido un infarto y una fractura de cadera. Iba engalanada con un traje de seda beis. Incluso se había maquillado un poco y llevaba su pelo, blanco como la nieve, peinado al estilo Lauren Bacall. Una belleza en su día, había sido una autócrata toda la vida y una cocinera famosa hasta hacía muy poco.

Caroline Bellefleur estaba aquella noche en el séptimo cielo. Había casado a sus dos nietos, estaba recibiendo el homenaje de todo el mundo y Belle Rive se mostraba espectacular, gracias al vampiro que la observaba con un rostro completamente impenetrable.

Bill Compton había descubierto que era antepasado de los Bellefleur y había donado de forma anónima una cantidad grandísima de dinero a la señora Caroline. La anciana había disfrutado gastándolo, sin tener ni idea de que provenía de un vampiro. Imaginaba que era el legado de un pariente lejano. Resultaba paradójico que los Bellefleur lo mismo pudieran odiar a Bill que sentirse agradecidos con él. Pero como en el fondo formaba parte de la familia, me alegré de que hubiera encontrado la manera de asistir a la boda.

Respiré hondo, alejé la oscura mirada de Bill de mi consciencia y sonreí a la cámara. Ocupé el lugar que tenía designado en las fotografías para equilibrar el cortejo nupcial, esquivé al primo de los ojos saltones y por fin subí corriendo las escaleras para cambiarme y ponerme mi atuendo de camarera.

Arriba no había nadie, y fue un alivio poder cambiarme sola en la habitación.

Me quité el vestido, lo colgué y me senté en un taburete para desabrocharme aquellos dolorosos zapatos.

Oí un ruido en la puerta y levanté la vista sorprendida. Bill acababa de entrar en la habitación, tenía las manos en los bolsillos y su piel resplandecía levemente. Traía los colmillos extendidos.

– Estaba intentando cambiarme -dije secamente. No tenía sentido mostrarme recatada. Bill había visto hasta el último centímetro de mi cuerpo.

– No les contaste nada -dijo.

– ¿Qué? -Entonces mi cerebro lo captó. Bill se refería a que no les había contado a los Bellefleur que él era su antepasado-. No, por supuesto que no -dije-. Me pediste que no lo hiciera.

– Pensé que, con tu enfado, podrías haberles dado la información.

Le miré con incredulidad.

– No, los hay que aún tenemos honor -dije. Bill apartó un momento la vista-. Por cierto, veo que tienes la cara muy bien.

Durante el atentado que la Hermandad del Sol había efectuado en Rhodes, la cara de Bill había quedado expuesta al sol con resultados realmente repulsivos.

– Pasé seis días durmiendo -dijo-. Cuando por fin me desperté, estaba prácticamente curado. Y en cuanto a tu indirecta respecto a mi honor, no tengo defensa… excepto que cuando Sophie-Anne me pidió que te persiguiera… yo no quería hacerlo, Sookie. Al principio, ni siquiera quería fingir mantener una relación estable con una mujer humana. Pensé que me degradaría. Sólo entré en el bar para identificarte cuando ya no pude postergarlo por más tiempo. Y aquella noche nada salió como yo tenía pensado. Salí fuera con los drenantes, y sucedieron cosas. Cuando vi que solamente tú acudías en mi ayuda, decidí que era el destino. Hice lo que mi reina me dijo que hiciera. Y al hacerlo, caí en una trampa de la que no pude escapar. Y sigo sin poder escapar de ella.

«La trampa del AMOOOOR», pensé con sarcasmo. Pero Bill estaba demasiado serio, demasiado tranquilo como para burlarme de él. Yo estaba simplemente defendiendo mi corazón con el arma de la antipatía.

– Te has buscado una novia -dije-. Vuelve con Selah. -Bajé la vista para asegurarme de que me había desabrochado bien el segundo zapato. Me descalcé. Cuando levanté de nuevo la vista, los oscuros ojos de Bill estaban clavados en mí.

– Daría cualquier cosa por yacer otra vez contigo -dijo.

Me quedé helada, con las manos paralizadas a medio retirar la media de mi pierna izquierda.

Veamos, lo que acababa de decir me había sorprendido a muchos niveles. En primer lugar, por la expresión bíblica «yacer». En segundo lugar, por que me considerara una compañera de cama tan memorable.

O a lo mejor resultaba que sólo se acordaba de las vírgenes.

– Esta noche no me apetece tontear contigo, y Sam está esperándome abajo para que le ayude en el bar -dije secamente-. Vete. -Me levanté y me puse de espaldas a él mientras me ponía la camisa, el pantalón y remetía la camisa por dentro. Ahora tocaba ponerme las zapatillas deportivas negras. Después de echarle un rápido vistazo al espejo para asegurarme de que aún quedaba un poco de carmín en mis labios, me volví hacia la puerta.

Se había ido.

Bajé la escalinata, crucé las puertas del patio y salí al jardín, aliviada por poder ocupar por fin mi puesto detrás de la barra, al que estaba mucho más acostumbrada. Aún me dolían los pies. Y también ese lugar castigado de mi corazón que llevaba el nombre de Bill Compton.