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Justo cuando estaba liberándolo del último eslabón, Eric me empujó hacia un lado, se hizo con el cuchillo y se puso en pie a tal velocidad que no vi más que una imagen confusa. Lo siguiente que vi fue a Eric encima de Sigebert, que había levantado el coche para liberar sus piernas. Había empezado a salir de debajo del vehículo y en poco tiempo habría empezado a andar.

¿He mencionado que había un cuchillo enorme? Y debía de estar bien afilado, además, pues oí a Eric decirle a Sigebert:

– Ve con tu creadora. -Y le cortó la cabeza al vampiro.

– Oh -dije temblorosa, y caí sentada de golpe sobre la fría gravilla del aparcamiento-. Oh, caray. -Todos nos quedamos donde estábamos, jadeantes, durante unos buenos cinco minutos. Entonces, Sam, que estaba junto a Felipe de Castro, se enderezó y le ofreció una mano. El vampiro la cogió y se presentó a Sam, que automáticamente se presentó a su vez.

– Señorita Stackhouse -dijo el rey-, estoy en deuda con usted.

Tenía toda la razón.

– No tiene importancia -repliqué, con un tono de voz que no sonó tan estable como a mí me habría gustado.

– Gracias -dijo-. Si el coche ha quedado inservible, hasta el punto de no poder repararse, le compraré muy complacido otro nuevo.

– Oh, gracias -dije con total sinceridad mientras me incorporaba-. Intentaré volver a casa con él. No sé cómo podré explicar los daños. ¿Cree que en el taller se lo creerán si les cuento que choqué contra un caimán? -Sucedía de vez en cuando. ¿No resultaba extraño que ahora me preocupara el seguro del coche?

– Dawson se ocupará del tema -dijo Sam. Su voz sonaba tan extraña como la mía. También él había creído que iba a morir-. Ya sé que habitualmente repara motos, pero estoy seguro de que podrá arreglarte el coche. Trabaja siempre por su cuenta.

– Hagan lo que sea necesario -dijo con grandilocuencia Castro-. Lo pagaré. Eric, ¿te importaría explicarme lo que acaba de suceder? -Su voz sonaba notablemente más intransigente.

– Eso tendrías que preguntárselo a los tuyos -replicó Eric, con cierta justificación-. ¿No te dijeron que Sigebert, el guardaespaldas de la reina, había muerto? Pues aquí lo tienes.

– Tienes razón. -Castro miró el cuerpo en el suelo-. De modo que se trataba del legendario Sigebert. Se reunirá con su hermano, Wybert. -Se le veía satisfecho.

Realmente, aquel par de hermanos eran únicos, pero no sabía que fuesen famosos entre los vampiros. Su descomunal físico, su inglés cortado y primitivo, su profunda devoción hacia la mujer que los convirtió hace tantos siglos… Era una historia capaz de fascinar a cualquier vampiro en sus cabales, por supuesto. Noté entonces que empezaba a flaquear y Eric, veloz como una centella, corrió a cogerme en brazos. Un momento muy al estilo de Scarlet y Rhett, estropeado sólo por el hecho de que estaban presentes dos hombres más, de que nos encontrábamos en un insípido aparcamiento y de que me sentía infeliz por los daños sufridos por mi coche. Y también un poco conmocionada.

– ¿Cómo lo ha hecho para poder con tres tipos fuertes como vosotros? -pregunté. No me molestaba que Eric me hubiera cogido en brazos. Me hacía sentirme diminuta, una sensación de la que no disfrutaba muy a menudo.

Hubo un momento de desconcierto general.

– Yo estaba de pie de espaldas al bosque -explicó Castro-. El tenía las cadenas preparadas para tirarlas… con un lazo. Lanzó primero sobre mí y, naturalmente, fue una auténtica sorpresa. Antes de que Eric pudiera abalanzarse sobre él, lo cogió también. El dolor provocado por la plata… enseguida nos tuvo sometidos. Cuando él -realizó un ademán con la cabeza en dirección a Sam- llegó en nuestra ayuda, Sigebert lo golpeó, lo dejó inconsciente, cogió una cuerda del maletero del furgón de Sam y lo ató.

– Estábamos demasiado inmersos en nuestra discusión para estar alerta -dijo Eric. Su voz sonaba lúgubre, y no lo culpé de ello. Pero decidí mantener la boca cerrada.

– Vaya ironía que necesitemos que una chica humana venga a rescatarnos -dijo despreocupadamente el rey, pronunciando el mismo pensamiento que yo había decidido no expresar en voz alta.

– Sí, muy gracioso -dijo Eric con una voz en absoluto graciosa-. ¿Por qué has vuelto, Sookie?

– Sentí tu…, tu rabia al ser atacado. -Una «rabia» que yo interpreté como «desesperación».

El nuevo rey parecía muy interesado.

– Un vínculo de sangre. Qué interesante.

– No, en realidad no -dije-. Sam, me pregunto si te importaría llevarme a casa. No sé dónde habrán dejado sus coches estos caballeros, o si han venido hasta aquí volando. Me pregunto cómo habrá averiguado Sigebert dónde estabais.

Felipe de Castro y Eric compartían una expresión casi idéntica de estar pensando profundamente en el tema.

– Lo averiguaremos -dijo Eric, y me dejó en el suelo-. Y cuando lo hagamos, rodarán cabezas. -Eric sabía cómo hacer rodar cabezas. Era una de sus aficiones favoritas. Apostaría dinero a que Castro compartía esa misma predilección, pues vi que el rey se regocijaba sólo de pensarlo.

Sam buscó las llaves en su bolsillo sin decir palabra y subí con él a su furgón. Dejamos a los dos vampiros enfrascados en su conversación. El cadáver de Sigebert, todavía parcialmente oculto debajo de mi pobre coche, había casi desaparecido, dejando un residuo graso y oscuro sobre la gravilla del aparcamiento. Es lo bueno que tienen los vampiros: nadie tiene que ocuparse de hacer desaparecer el cadáver.

– Llamaré a Dawson esta misma noche -dijo inesperadamente Sam.

– Oh, Sam, muchas gracias -dije-. Me alegro mucho de que estuvieras aquí.

– Es el aparcamiento de mi bar -dijo, y tal vez fuera sólo por mi reacción de culpabilidad, pero creí detectar cierto tono de reproche. De pronto me di cuenta de que Sam se había encontrado en aquella situación en su propia casa, una situación en la que él no se jugaba nada y por la que no tenía ningún interés, y que había estado a punto de morir como resultado de ello. ¿Y por qué estaba Eric en el aparcamiento de la parte trasera del Merlotte's? Porque quería hablar conmigo. Y Felipe de Castro había aparecido por allí porque quería hablar con Eric…, aunque no estaba muy segura acerca de qué. Pero el caso era que si estaban allí era por mi culpa.

– Oh, Sam -dije casi llorando-. Lo siento mucho. No sabía que Eric estaría esperándome y es evidente que tampoco sabía que el rey llegaría detrás. Aún no sé qué hacía allí. Lo siento mucho -repetí, y lo repetiría un centenar de veces si con ello conseguía eliminar aquel tono de la voz de Sam.

– No ha sido culpa tuya -dijo-. Fui yo quien le pidió a Eric que viniese. Es culpa de ellos. No sé qué hacer para alejarte de ellos.

– Ha sido horrible, pero me parece que no te lo estás tomando como deberías.

– Lo único que quiero es que me dejen en paz -dijo inesperadamente-. No quiero verme involucrado en temas políticos sobrenaturales. No quiero tener que tomar partido en toda esa mierda de los hombres lobo. No soy un hombre lobo. Soy un cambiante, y los cambiantes no están organizados. Somos demasiado distintos. Y odio el politiqueo de los vampiros más aún que el de los hombres lobo.