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Y él no quería que lo cuidara y, aunque hubiera querido, no lo habría admitido. No le gustaba la idea de que Maggie estuviera recibiendo un sueldo a cambio de estar allí. No quería ser su paciente, no quería que lo tocara con indiferencia.

Aquel desagradable pensamiento cruzó su mente en el mismo momento en el que un punzante dolor le atravesaba la pierna como un relámpago. Le dolía tanto la pierna que apenas la podía utilizar. Llevaba tres días soportando las torturas de Maggie y no se encontraba más cerca que antes de recuperarse y de hacer vida normal.

Parecía que Maggie se estaba instalando, decidida a quedarse en el que otrora fuera su hogar. Se estaba incorporando al ritmo de la vida del rancho como si nunca se hubiera ido. Se despertaba al alba lodos los días y Justice tenía la sensación de que se colocaba bien cerca para que la oyera hablar con su hijo todas las mañanas. Justice oía los gorgoritos sin sentido del niño, oía los ruiditos de aquel mundo al que él no pertenecía.

Maggie estaba en todas partes. Ella o el niño. O los dos. Justice la oía reírse con la señora Carey, olía su perfume en todas las habitaciones y la veía jugar con el bebé.

El niño y ella se habían adueñado de su casa.

Prueba de ello era que había juguetes por todas partes, un andador con campanitas, un aparato que silbaba y cantaba canciones infantiles, un pollo chillón, un perro gritón y un osito de peluche que soltaba cancioncitas sobre amor y compartir y cursilerías por el estilo.

Aquella misma mañana había estado a punto de matarse al bajar las escaleras cuando su bastón había tropezado con un balón con cara de payaso.

Y había cuentos de tela y de papel y pañales por todas partes. Por lo que pudiera suceder porque aquel bebé necesitaba mil pañales al día. ¿Y para qué tantos cuentos? ¡Pero si el mocoso no sabía leer!

– Eh, jefe…

– ¿Sí? -contestó Justice saliendo de sus pensamientos. -Perdón, estaba pensando en otra cosa.

– Dime.

Lo que faltaba. Ahora resultaba que estaba pensando en aquella maldita mujer y en su hijo y no podía concentrarse en las cuestiones del rancho.

Phil sabía perfectamente en lo que estaba pensando su jefe, pero fue lo suficientemente inteligente como para no decir nada.

– Los pastos del sector este están muy bien. Todo ha salido bien, como usted dijo.

– Buenas noticias -contestó Justice en tono ausente.

Habían replantado aquellos pastos utilizando una especie de hierba más fuerte. Si todo iba bien, el rebaño podría dar buena cuenta de esa zona en unos meses.

Tener un rancho ecológico era más trabajo, pero Justice estaba convencido de que merecía la pena. Los vaqueros que trabajaban para él pasaban buena parte de la jornada cambiando a los animales de pastos, cuidando la hierba y al ganado. Sus reses no estaban confinadas en pequeños espacios como celdas sin poder moverse y comiendo pienso a la fuerza.

El ganado King vivía al aire libre, como debía ser.

Las terneras no estaban hechas para comer maíz, por Dios. Eran animales destinados a ramonear los pastos, a disfrutar del aire y del sol. Era muy importante que los animales se movieran y se ejercitaran. Así su carne estaba más tierna y sabrosa y se podía vender a un precio más alto.

Justice tenía casi veinticinco mil hectáreas de pastos de primera junto a la costa y otras quince mil junto al rancho de su primo Adam en el centro de California.

Había realizado el cambio hacia la ganadería ecológica hacía diez años, en cuanto se había encargado de la dirección del rancho King. A su padre no le había interesado mucho la diferencia, pero Justice había tenido claro desde el principio que quería hacerlo así.

Estaba seguro de que, con el tiempo, podría expandir el negocio, adquirir más tierra y abrir su propio negocio cárnico.

Ojalá su padre hubiera vivido para ver lo que había logrado, pero sus padres habían muerto en el mismo accidente que a él lo había dejado incapacitado para formar una familia, así que tenía que contentarse con saber que había añadido mucho a lo que había recibido como herencia y que su padre se habría sentido orgulloso.

– Ah, y nos han hecho otra oferta por Caleb -comentó Phil.

– ¿De cuánto?

– Treinta y cinco mil.

– No. Caleb es un semental muy bueno. No vale eso. Si la persona interesada en comprarlo quiere adquirir crías suyas, adelante, pero no le vamos a vender a nuestro mejor semental.

– Eso le dije -sonrió Phil.

Algunos rancheros de la competencia creían que la carne de Phil era mejor porque sus toros eran mejores y se pasaban el día intentando comprarle a los machos. Eran perezosos y estúpidos y no querían darse cuenta de que por tener unas cuantas terneras nuevas no iban a cambiar nada. Si querían obtener los resultados que Justice obtenía, iban a tener que hacer el mismo esfuerzo que él e iban a tener que reconvertir sus propiedades ganaderas extensivas en ranchos ecológicos.

En aquel momento, llamaron suavemente a la puerta, que se abrió casi inmediatamente. Ambos hombres se giraron y miraron a Maggie, que llevaba unos vaqueros desgastados y una camiseta del Rancho King en azul marino que hacía que le brillaran los ojos como zafiros.

– ¿Habéis terminado? -les preguntó mirando a Phil.

– Sí, señora -contestó el capataz.

– No -contestó Justice.

– ¿En qué quedamos? -insistió Maggie mirando a su marido.

Justice frunció el ceño y miró a su capataz con cara de pocos amigos. Phil se encogió de hombros sintiéndose culpable.

– Hemos terminado de momento -admitió Justice a regañadientes.

– Bien. Entonces, vamos a hacer los ejercicios -anunció Maggie dirigiéndose a su escritorio.

– Entonces, me vuelvo al trabajo -se despidió Phil avanzando hacia la puerta. -Me alegro de volver a verte, Maggie.

– Lo mismo digo, Phil -contestó Maggie dedicándole una de aquellas sonrisas radiantes que a Justice no le dedicaba hacía tiempo. -No ha cambiado nada -comentó una vez a solas con Justice.

– Es que tampoco has estado fuera tanto tiempo.

– A mí se me ha hecho una vida entera.

– Ya…

A Justice no le hacía ninguna gracia que Maggie entrara en su despacho. Aquél era su santuario, su lugar privado, la única habitación de la casa que no había quedado impregnada por su olor.

Demasiado tarde.

Mientras Maggie se paseaba lentamente acariciando el lomo de piel de los libros, Justice pensaba que, a partir de aquel momento, la vería allí, la olería cuando estuviera allí sentado, sentiría su presencia. Cerraría los ojos y se la imaginaría con él, oiría su voz, vería el vaivén de sus caderas y los rayos del sol entrando por la ventana y arrancando destellos de fuego de sus cabellos rojizos.

Justice se arrebujó incómodo en su butaca.

– Si no te importa, tengo muchas cosas que hacer. No quiero que se me amontone el trabajo, así que hoy no voy a hacer los ejercicios.

Maggie lo miró como habría mirado a un chiquillo que intenta saltarse las clases.

– De eso nada, pero si estás harto de la rutina podemos cambiar la rehabilitación. En lugar de hacer media hora en la cinta de correr, iremos a dar un paseo por el rancho.

A Justice le pareció un cambio maravilloso, pues odiaba aquella maldita máquina de correr. ¿Para qué demonios servía cuando fuera había un mundo entero para recorrer? ¿Por qué conformarse con quedarse dentro de casa corriendo sobre una cinta cuando se podía salir al aire libre y disfrutar de un buen paseo? Además de la cinta de correr, Maggie le hacía apoyarse en la pared y hacer ejercicios respiratorios y de equilibrio, pero siempre dentro. Justice se sentía como una rata de laboratorio que pasaba de una prueba a otra y no avanzaba en absoluto.

La idea de salir le parecía fantástica. Para empezar, porque una vez fuera el perfume de Maggie se disiparía en el aire, se lo llevaría el viento.