A lo lejos, en las profundidades que se abrían a sus pies, los ojos de Mati buscaron los tejados de las casas del pueblo, pero el pueblo había desaparecido. Mati se imaginó por un instante la plantación de árboles frutales de Almón el pescador. Vio con claridad en su imaginación el huerto y hasta el espantapájaros en los bancales. Y pudo ver también al viejo pescador pasando por allí lentamente, suspirando, caminando renqueante entre los bancales hacia la mesa que tenía en el huerto, añorando a Zito, su perro, a los jilgueros y a los peces, y hasta a la carcoma que roía por las noches los muebles de su habitación. Seguro que mientras caminaba iba riñendo con el espantapájaros o discutiendo consigo mismo, y seguro que no le faltaban respuestas, que estaría musitando alguna respuesta victoriosa bajo su espeso bigote canoso. Y allí, no muy lejos de las ruinas, la maestra Emmanuela estaba sola tendiendo la ropa en la cuerda del patio situado detrás de su cabaña. Mati sabía por las cotillas del pueblo, todo el mundo lo sabía, que la maestra Emmanuela, una mujer ya no muy joven, llevaba años intentando conquistar a los hombres del pueblo, libres o casados, jóvenes y no tan jóvenes. Pero en todo el pueblo no había ni un hombre que mostrara interés por ella. Algunas veces Mati también se había unido a los que se burlaban de ella y le ponían feos motes. Pero ahora se arrepentía de eso: la soledad y la desesperación de la maestra Emmanuela le parecían tristes y angustiosas.
Cuando pensó en la callejuela que estaba debajo de la casa de sus padres, Mati se imaginó a Danir el tejero y a sus dos ayudantes montados en el caballete de un tejado, martilleando y riéndose porque habían conseguido llevar con los tres martillos el ritmo de una alegre marcha.
Y también se imaginó a Solina la modista parada en medio del paseo e inclinada sobre el carrito de su marido inválido, quizás para colocarle las mantas o para cambiarle los pañales mojados, o quizás sólo para acariciarle la cabeza cubierta de un pelo canoso y ralo, mientras Guinom, desde lo más profundo de su enfermedad del olvido, le lanza pequeños y angustiosos balidos, ya que cree que él es un cordero y que su mujer es su madre, la oveja que le amamanta.
Y quizás justo en ese momento, mientras él está sentado ahí imaginando la vida del pueblo, Lilia la panadera, la madre de Maya, esté bajando desde su panadería casera hacia la única tienda de ultramarinos, situada en la plaza del pueblo. Y quizás se encuentre allí con Solina, que lleva a su marido en un carrito de niño. Lilia seguro que se detiene, como hace siempre, a intercambiar unas palabras con Solina, a contarle lo difícil que le resulta educar a una hija tan impertinente y obstinada como Maya, impertinente como un demonio pero nada crueclass="underline" «El único problema es que mi hija tiene un carácter demasiado fuerte, lo sabe todo mucho mejor que yo y mucho mejor que los demás, y por tanto, todo debe ser siempre tal y como ella quiere».
Luego seguro que Lilia se quita el delantal, pide perdón -porque siempre y sin necesidad alguna acostumbra a bajar la vista y pedir perdón a todo el mundo-, se despide rápidamente de Solina y de Guinom y continúa empujando cuesta abajo su viejo carro del pan, al que hace tiempo que tendrían que haber engrasado o cambiado las ruedas.
«Y, de hecho, ¿por qué no voy yo a engrasarle las ruedas del carro?», pensó Mati. «¿Qué más da lo que digan?»
«Que digan lo que quieran. Que se burlen hasta que se cansen. Maya y yo hemos visto algo que ellos no pueden ni imaginar en sueños. Y cuando volvamos del bosque, quizás ya sepamos algo que nadie del pueblo sabe. O que se cuidan mucho de saber. O que tal vez todos saben y hacen como que no, igual que el pequeño Nimi finge a propósito que ha contraído la relinchitis para ser libre.
»Si es que volvemos alguna vez del bosque sanos y salvos: qué extraño le parecía que la noche, que ya debería hacer caído hacía tiempo y haber cubierto de negro el mundo entero, se retrasase tanto. Era como si la hubiesen embrujado.
»¿Y qué pasará si Maya se ha alejado mucho?
»¿Y si se pierde?
»¿Y si los dos nos hemos enredado en la telaraña de la espesura del bosque?
»¿Y cuánto tiempo nos queda, si es que queda algo, hasta que caiga la noche?
»A lo mejor aún no han empezado a preocuparse por nosotros en casa. Pero pronto empezarán.»
Mati permaneció así mucho tiempo, mirando hacia el pueblo desde lo alto e inmerso en sus pensamientos y en sus fantasías; pero en realidad lo que pretendía era ahuyentar el miedo que a cada instante se iba aguzando, reptando bajo su piel y produciéndole un escalofrío que le recorría la espalda: porque Maya no volvía, y después tampoco volvía, y después de después seguía sin dar señales de vida. Estaba cada vez más enfadado con ella: «¿Dónde se habrá metido? ¿Habrá sido capaz de volver al pueblo sin mí? De hecho se merece que también yo me vaya de aquí ahora mismo y vuelva a casa enseguida, antes de que caiga la noche».
Luego, el enfado con Maya fue reemplazado por un miedo frío al murmullo de los altos árboles, al silencio y al viento. Y mientras tanto ya se empezaba a sentir en el aire el olor que anuncia el final de la tarde o el comienzo de la noche, y el viento que precede a la llegada de la noche comenzó a hablar en voz baja con las copas de los árboles del bosque. Ese viento cuchicheaba entre las agujas de los pinos y las agitaba de tal forma que por un instante Mati, que estaba ya de pie y se disponía a echar a correr rápidamente hacia abajo, hacia casa, creyó oír de nuevo a lo lejos retazos de ladridos de perro. Por un instante, desde lo alto de la montaña, desde la espesura del bosque, también le pareció oír la voz tenue de Maya llamándolo una y otra vez desde muy lejos:
– Mati, Maaati, ven aquíii, veeen, Maaati, veeen aquíii, veeen, veeen…
Y no sabía cuál de las dos opciones era más temible: no hacer caso de la llamada, que podía ser incluso una llamada desesperada de socorro, o todo lo contrario, dirigirse con valentía hacia arriba, tras la voz, que podía ser una voz engañosa que le arrastraba a una peligrosa trampa, una voz que no llegaba de lo alto de la montaña sino del interior de su cabeza, producto del miedo y la desesperación que ya habían comenzado a nublarle la mente y a asfixiarle como un pie pesado que le aplastara el pecho.
18
Al final, Mati decidió empezar a trepar por las rocas. Los árboles del bosque se fueron haciendo más tupidos y oscuros a su alrededor, como si se apretaran unos contra otros con la intención de obstruirle el paso. Pero entre los troncos volvió a dibujarse de pronto una especie de camino, o el contorno de un pequeño sendero que empezaba a serpentear monte arriba y le conducía hacia pendientes escarpadas y hacia una negra espesura. Ese camino ascendía en un pronunciado zigzag hacia la cima de la montaña, hasta que el sol al otro lado de la línea del horizonte comenzó a colorear el cielo sobre las copas de los árboles con el tono de un gigantesco incendio y después con el del vino, y luego con el de las brasas candentes. Pronto caería sobre el cielo y la tierra un opaco manto de oscuridad.
Entonces apareció ante sus ojos un muro de piedra con una puerta hecha de gruesos troncos y, flotando sobre el muro y la puerta, una especie de nube luminosa de varios colores. De allí salían muchos sonidos extraños, sonidos altos y agudos, sonidos profundos y graves, sonidos delicados y agradables como copos de nieve, sonidos sibilantes, chirriantes, jadeantes y susurrantes, sonidos estridentes y sonidos apacibles, sonidos que Mati no había oído en toda su vida y que a pesar de todo recordaba, sabía que eran sonidos de animales. Distinguió, entre otros, mugidos tranquilos, rugidos sutiles y cánticos de coros trinando, silbando y clamando. Y entre todos esos sonidos, también oyó la voz de Maya, una voz diáfana y sonora exultante de alegría: