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– Pero ¿qué te pasa?, no te quedes plantado ahí fuera, Mati, abre la puerta y pasa.

19

Mati permaneció unos instantes delante de la puerta pensando qué hacer. Tenía la extraña y vaga sensación de que ya había estado allí, incluso en más de una ocasión. De que, igual que ahora, ya había estado alguna vez delante de esa puerta. De que ya había dudado en más de una ocasión si le convenía huir o entrar. De que ya había decidido y ya había entrado y ya había visto. Y ahora, si se mostraba firme, si tenía fuerza de voluntad, tal vez recordaría en un momento todo lo que había olvidado. Tal vez recordaría incluso lo que no sabía y no había visto jamás.

Mati miró y comprobó que la puerta no estaba cerrada del todo sino entreabierta, y recordó sin recordar que así estaba la puerta también aquella vez y en las demás ocasiones. Había una pequeña ranura entre las dos hojas, y con un buen empujón tal vez podría abrirla y entrar para intentar salvar a Maya.

Pero, de hecho, tal vez fuera mucho más seguro darse la vuelta en ese mismo instante y huir. Correr con todas sus fuerzas montaña abajo, correr y no detenerse, correr y no mirar atrás, correr a casa mientras aún le quedara aliento. Correr y contárselo todo a sus padres, a la maestra Emmanuela, a Danir el tejero, a los guardas del pueblo, que se organizasen y fueran rápidamente a salvar a Maya. «Pues sin duda se trata del palacio de Nehi, el terrorífico hechicero de las montañas, y Maya está cautiva entre los muros de ese palacio, y está perdida, y tú solo no podrás salvarla, y si no huyes de aquí en este mismo instante, también tú estarás perdido. El sol ya ha empezado a ponerse al otro lado de esos muros y de las montañas boscosas, y tú, si no sales corriendo ahora mismo con todas tus fuerzas hacia abajo, hacia casa, te quedarás aquí en medio de la oscuridad, solo y con las manos vacías, ante la puerta de la fortaleza del diablo de la montaña, y jamás de los jamases volverás a casa.»

Mati se dio la vuelta y se dispuso a huir camino abajo, pero la voz de Maya le detuvo. Ella apareció entre las dos hojas de la puerta, sosteniendo delicadamente contra su pecho una masa grisácea, redondeada y extraña, y le dijo en voz baja:

– Mati, ven, no tengas miedo, ven aquí, ven a ver esto, es un milagro, ven conmigo, Mati, ven, Mati, no tengas miedo, ven a ver lo bien que se está aquí.

20

Y cuando se acercó a ella, Mati vio que tenía en sus brazos un gatito vivo: no la foto de un gatito, no un juguete ni un peluche con forma de gato, sino una criatura lanosa, viva, suave, dulce y tímida que miraba boquiabierta a Mati con dos ojos redondos. Con las orejas tendidas hacia delante con curiosidad, y la nariz y los bigotes temblando ligeramente, más que un gato parecía un gran y renombrado filósofo, un profundo pensador completamente concentrado en la tarea de descifrar quién era ese que había llegado de repente, por qué lo había hecho y qué había traído con él. Y sobre todo, qué ocurría allí, en los mundos desconocidos que estaban al otro lado de la puerta.

Mati se asustó y retrocedió un poco, porque conocía a los gatos sólo por fotografías y le pareció que el cuerpo de aquel gato se ensanchaba un poco y se volvía a encoger, se ensanchaba de nuevo y se volvía a vaciar ligeramente, sin cesar, de una forma que a Mati le resultó extraña y un poco inquietante: jamás lo había visto, y nunca se había imaginado tampoco que todos los seres vivos respiran constantemente, inspiran hasta llenar los pulmones de aire y expiran, e inspiran de nuevo, igual que nosotros.

Pero Maya no desistió, cogió con su mano la de Mari y hundió sus dedos asustados en la suave piel del gato una y otra vez, hasta que los dedos de Mati se calmaron, y tras los dedos, se calmó también su mano, que acariciaba y era acariciada, y se calmaron sus brazos, sus hombros y todo su cuerpo. Y de repente le resultó muy agradable el contacto del pelo del gato, así como el de los dedos de Maya, que conducían su mano a lo largo del aterciopelado lomo del gato. Era como si los dedos de Maya produjeran y le enviaran unas ligeras y placenteras descargas, unas cálidas descargas que fluían desde la palma de la mano de Maya hasta el dorso de la de Mati, y a través de su mano esa agradable corriente pasaba al pelo del gato y le hacía temblar. El gato le miraba ahora con absoluta inocencia y honestidad, con unos ojos redondos llenos de sorpresa. Luego el gato cerró los ojos, y también Mati los cerró durante un instante y absorbió con las yemas de los dedos aquellas descargas que estremecían ligeramente el cuerpo del gatito, unas descargas que se produjeron porque la criatura empezó a ronronear con un sonido placentero, sordo y continuado, al tiempo que apretaba con suavidad y decisión su mejilla y su frente y se restregaba una y otra vez contra la palma de la mano que le estaba acariciando. Los ojos del gatito se abrieron y volvieron casi a cerrarse, sólo dos ranuras verdosas miraban a Mati como diciéndole: «Así, por favor, sigue acariciándome, sí, es agradable para los dos, continúa, sí, así, por favor, no pares».

Y de pronto el gatito le guiñó los ojos a Mati. Fue un guiño rápido pero explícito, la señal de un secreto compartido sólo por ellos dos: era como si intentase insinuarle que él comprendía muy bien hasta qué punto su pelo atraía a los dedos que lo acariciaban, al igual que comprendía cómo ese roce agradable que sentía ahora la palma de la mano de Mati, que se encontraba en medio, entre el pelo del gato y los dedos de Maya, producía en él un placer ligeramente mareante, un placer que no había sentido nunca, porque las yemas de los dedos de Maya, que revoloteaban sobre su mano, y la calidez de la piel suave acariciada una y otra vez con su palma provocaban en Mati cálidos temblores.

El cuerpo de Mati se fue calmando y llenando de deleite, y al calmarse su cuerpo se calmó también su miedo: alzó la mirada y vio que sus pies estaban ya en un patio rodeado por un muro. Y también vio el jardín interior y supo que ahora estaba dentro, justo dentro de la fortaleza de Nehi, el diablo de las montañas. Pero en vez de terror y miedo, Mati experimentó sobre todo una sensación de curiosidad y de ardiente incertidumbre. Alzó la vista, miró y descubrió cómo era el jardín.

21

Era un jardín recóndito, agradable, iluminado no sólo por los últimos rayos del sol, sino también por fuertes y espléndidos haces de luz multicolor. Esos haces de luz salían por entre los árboles y las plantas, por entre los arriates floridos, de los estanques, los pequeños torrentes y los arroyos cristalinos que manaban de las grietas de las rocas y al abrigo de las escaleras.

– Estas luces -dijo Maya en voz baja- no salen de focos ocultos, como te podría parecer, y como me pareció a mí también nada más entrar aquí, sino que son grandes colonias de luciérnagas que extraen de sí mismas ese maravilloso brillo.

Por todo el jardín crecían árboles frutales y decorativos, plantas, retoños y hierba. Al pie de los árboles germinaban arriates de helechos y flores, y por encima se extendían hermosos botones de color naranja, dorado, violeta, rojo, limón, amarillo, y también celeste, bermejo, rosado, púrpura y carmesí.

Mati alzó la vista hacia las tupidas copas de los árboles y vio y oyó por primera vez en su vida a multitud de pájaros que parloteaban entre sí a voz en grito, cantaban, se interrumpían unos a otros, extendían las alas y, de pronto, se impulsaban, se elevaban y echaban a volar de rama en rama. A la orilla del arroyo e incluso en medio de las charcas permanecían tranquilamente los pelícanos, con una pata en el agua y la otra doblada, hundiendo a cada instante los picos en el agua. Una profunda y tierna paz llenaba el pecho de Mati, una paz que no recordaba haber sentido ni una sola vez en toda su vida, excepto, quizás, en un recuerdo recóndito y borroso, un recuerdo sumergido bajo todos los recuerdos, un recuerdo en el que reinaba la tranquilidad de un bebé con pañales, saciado y con los ojos cerrados, que se iba cubriendo de dulzura, que se iba durmiendo en el regazo de su madre mientras ésta le tarareaba con su cálida voz una canción de cuna.