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«¿Acaso he estado aquí antes? ¿Justo después de nacer? ¿O tal vez incluso antes?»

El jardín era profundo y amplio, y se extendía hasta donde abarcaba la vista, hasta los pies de las escaleras floridas que besaban los montes oscuros, los campos de frutales y los huertos. Aquí y allá se deslizaban pequeños arroyos que parecían un bordado de hilos de plata. Y por encima corrían, pasaban y zigzagueaban multitud de insectos y pequeños reptiles que al volar producían cientos de ruidosas cascadas de silbidos, zumbidos, zuñidos y zurridos, como si tuvieran que tender con diligencia sobre toda la extensión del jardín una tupida red de finos hilos metálicos, y todos esos delicados e invisibles hilos tendidos resonaran y zumbaran ligeramente con un canturreo enloquecido que aumentaba cada vez que pasaba una ráfaga de viento.

Serpientes extrañas, serpientes retorcidas y rápidas con multitud de patas, reptaban al pie de los arbustos, en donde grandes y perezosas lagartijas dormitaban con los ojos abiertos. Por los pastizales y los huertos vagaban y pacían tranquilamente ovejas blancas, jirafas, bisontes y gamos, y correteaban grupos de conejos. Y entre ellos, como veraneantes que pasearan tranquilamente por su lugar de descanso, deambulaban también, aquí y allá, manadas de lobos perezosos, un oso o dos, una pareja de zorros de espeso rabo y un chacal de pelo ralo que de repente se acercó a Maya y a Mati y les mostró una lengua larga y roja que parecía chorrearle por un lado de la boca, entre dos filas de dientes afilados y brillantes. El chacal empezó de pronto a restregar su cabeza afilada contra la pierna de Mati, y cada vez que lo hacía dirigía hacia ellos sus ojos marrones y tristes y los observaba con una mirada tierna, como rogándoles, rogándoles de todas las formas posibles, hasta que Maya comprendió por fin, se inclinó y le acarició la cabeza, incluso le hizo cosquillas en el cuello y debajo de las orejas, y continuó pasando la mano varias veces por su lomo, desde la cabeza hasta el rabo.

Luego, Maya y Mati pasaron entre cuatro o cinco leopardos cansados que estaban tumbados, encogidos y agazapados sobre una pendiente del prado, con las cabezas descansando sobre las patas delanteras, y mirando profunda y fijamente con sus ojos verdes hacia la tranquilidad de la tarde. Por un instante, a Mati y a Maya esos leopardos adormilados les recordaron al viejo pescador, cuya cabeza cansada descendía y se apoyaba en su brazo y en las hojas de su cuaderno cuando, al atardecer, se sentaba solo y medio dormido junto a la mesa que estaba en la ladera de su huerto. Una especie de amarga nostalgia se apoderó por un momento de Mati, una especie de deseo repentino de sentarse en el banco de Almón y contarle todo esto, de describirle cada detalle, o mejor, de traerlo aquí arriba para que viese todo esto con sus propios ojos. Para que lo tocase con sus viejos dedos. Y traer también a Solina junto con su marido bebé. Y a Danir con sus dos compañeros que arreglan tejados. Y a Nimi. Enseñarle todo esto a todos, a todo el pueblo, a sus padres, a sus hermanas mayores, a la maestra Emmanuela, y observar atentamente sus caras cuando vieran el jardín por primera vez.

Y entonces se encaminó hacia ellos una vaca, una vaca lenta, honorable e ilustre, una vaca muy importante que estaba adornada con manchas negras y blancas. Subía fatigosamente y a paso lento. Grave y llena de autoestima pasó la vaca lentamente por entre los leopardos adormilados, y luego movió la cabeza de arriba abajo dos o tres veces como si no estuviera sorprendida en absoluto, de ninguna manera, sino que, por el contrario, todos sus cálculos hubieran sido acertados y todas sus hipótesis se hubieran cumplido con absoluta precisión, así que ahora asentía con la cabeza llena de satisfacción por su acierto y también porque estaba completamente de acuerdo consigo misma, total y absolutamente, y sin ninguna sombra de duda.

22

Mati y Maya asimilaron todas esas maravillas con los ojos muy abiertos, y no podían apartar la mirada fascinada de los cocodrilos con coraza de cuadros que estaban al borde del estanque, ni de los monos, las ardillas y los loros que saltaban y alborotaban entre las ramas de los árboles atractivos para la vista y de los árboles agradables para el paladar. Y es que el aleteo de los gorriones y el sonido gutural de las palomas impregnaban de una especie de deleite diáfano todo el jardín, los arroyos, la hierba y las copas de los árboles, lo cubrían todo con un manto de paz profunda, cálida y amplia, una paz de otro mundo.

«¿Y por qué de repente tengo claro que ya he estado aquí? ¿Cómo es posible?»

Era tan completa, tan transparente y tranquila la calma de la tarde que iba cayendo sobre ese jardín prodigioso, que Maya y Mati no vieron a un hombre ya no muy joven ni muy alto, con la espalda un poco encorvada y la cabeza descubierta. Su cara bronceada estaba surcada por una extraña y compleja malla de arrugas, y el pelo, ya casi blanco del todo, le caía sobre los hombros. Estaba allí, apoyado tranquilamente en el tronco rugoso de un árbol. El hombre estaba solo en lo alto del jardín tomando el aire del atardecer y observándolos a los dos con una leve sonrisa, una sonrisa amarga e impaciente, como si sus pensamientos estuvieran en parte ahí y en parte en otro sitio.

Aquel hombre tenía los hombros un poco caídos, uno algo más bajo que el otro, y sus vastas manos pendían flojas a los lados del cuerpo, como después de un largo y agotador esfuerzo físico. Su cara tímida no era atractiva, más bien se mostraba recelosa y bastante turbada: como si le resultase cómodo que Mati y Maya no le vieran.

Como si se avergonzase un poco delante de ellos.

Así estaba allí ese desconocido, sin hacer el más mínimo movimiento, respirando despacio, profundamente, acompañando con la mirada los ojos fascinados de los dos niños y observando atentamente el movimiento de esos ojos curiosos que vagaban entre los parajes del jardín y se quedaban impresionados con todo lo que en él había.

La enigmática sonrisa del hombre, una sonrisa casi pícara, empezaba alrededor de sus ojos y no en sus labios, y desde los ojos se iba extendiendo a lo largo de los canales de las arrugas e iba iluminando desde dentro todos los pliegues y surcos de su cara.

Y siguió sin moverse del sitio y sin decir una palabra.

Sólo una vena azulada, extremadamente fina y delicada, vibraba en una de sus sienes: como un prudente pececillo acurrucado bajo el agua.

Hasta que de pronto la mirada de Maya tropezó con él. Se quedó aturdida, pero se sobrepuso al instante, e inclinándose un poco, le dijo a Mati en voz baja:

– Cuidado, Mati, ahora no mires de ninguna manera hacia aquel lado, pero escucha, hay alguien allí mirándonos, a mí no me parece peligroso, sólo un poco raro.

23

– Un poco raro -el hombre repitió con una sonrisa suspicaz las palabras que Maya le había susurrado a Mati al oído-, exactamente así hablaban de mí hace muchos años, cuando aún no era más que un niño: «Es un poco raro», decían, y hacían una mueca con una mezcla de burla y repugnancia. Y a veces decían: «Mirad, ahí va el retrasado ése». Todo aquello ocurrió muchos años antes de que vosotros nacierais, cuando vuestros padres tenían vuestra edad, más o menos.

»Y yo quería ser uno de ellos: me esforzaba mucho todos los días por ser como ellos. Incluso más como ellos que todos ellos. Pero cuanto más me esforzaba más y más desprecio provocaba.

El desconocido empezó a acercarse a ellos, pero tras haber dado varios pasos, titubeó, cambió de idea y se detuvo al pie de la higuera: tal vez temía asustarles y hacerles retroceder. O tal vez le costaba acercarse. Pero al ver que los niños no huían de él, sino que se quedaban mirándole inmóviles y sólo se pegaban el uno al otro reduciendo el espacio que les separaba, bajó la mirada hacia la hierba y dijo en tono alegre: