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A oscuras, en las noches sin luna, da vueltas por las callejuelas vacías. Y a veces Nimi y él vagan de puntillas y se acercan un momento a alguna casa para ver por entre las rendijas de las contraventanas a las familias que, inmersas en una profunda calma, se preparan para irse a dormir.

Porque es agradable oír a través de las cortinas el cuento que un padre le lee a su hija antes de dormir, o a una madre sentada al borde de la cama de su pequeño hijo cantándole una nana que abrasa de pronto el viejo corazón de Nehi. También le gusta oír a veces, a través de una ventana entornada, las adormecidas conversaciones nocturnas de una pareja cansada mientras se toma un té en la calidez de su habitación. O cuando se sientan a leer en el silencio de la noche, o las veces en que los habitantes de las casas se intercambian unas palabras que conmueven a Nehi y hacen que a Nimi se le salten las lágrimas, palabras sencillas como por ejemplo: «Escucha, te sienta estupendamente esa bata de flores». O: «Por fin has arreglado las escaleras del sótano, estoy muy contenta y te lo agradezco mucho». O: «El cuento que le has contado esta noche al niño antes de dormir era delicado y hermoso, y me recuerda a mi infancia».

– Así deambulo por las noches entre los patios abandonados, durante dos o tres horas, solo, y a veces con Nimi, hasta que la última luz del pueblo se apaga en la ventana de Almón. Porque tengo envidia. Tengo envidia de todo lo que nunca he tenido y ya nunca tendré.

– Resulta que también aquí arriba a veces las cosas son bastante tristes -dijo Maya.

29

– Pero yo no me los llevé -dijo Nehi-. No a todos. Una noche, todos los animales, desde el primero hasta el último, dejaron el pueblo y subieron detrás de mí a los bosques de las montañas. Incluso los animales que amaban sus casas y dudaron mucho si quedarse o irse como Zito, el perro de Almón el pescador o Tima la gata moteada de Emmanuela con sus crías, incluso ellos decidieron al final subir y unirse a mí con los demás: no porque yo los embrujase ni porque quisiera vengarme, sino porque también entre los animales existe un miedo que vosotros conocéis muy bien, el miedo a no ser como todos, a quedarse cuando todos se marchan, o a irse cuando todos se quedan. Nadie quiere quedarse sin la manada o ser apartado del rebaño. Si te alejas un poco una vez o dos del enjambre, jamás te permitirán volver. Porque ya has contraído la relinchitis.

Al principio, Naamán se construyó una pequeña cabaña de ramas en un claro del bosque, en lo alto de la montaña, y sus amigos los animales se ocupaban de cubrir cada día sus necesidades: las ovejas y las cabras iban a que las ordeñase, las aves le llevaban huevos, las abejas le proporcionaban miel, el río le daba agua del deshielo, las ardillas recogían para él frutos y bayas y los ratones escarbaban y le llevaban patatas. Incluso las hormigas., en largas filas, cargaban desde los campos del valle granos de trigo para que pudiese hacer pan. Los lobos y los osos le protegían. Así vivió durante muchos años apartado de las personas y rodeado del amor de las criaturas grandes y pequeñas. Las ranas acortaron su nombre y en vez de Naamán lo llamaron Nei. Mientras que con el acento de los chacales y las aves nocturnas, Nei se convirtió en Nehi.

30

Hace muchos años, en un valle recóndito, tras siete montañas y siete vegas profundas, Nehi descubrió en una de sus expediciones un arbusto que daba unos frutos blanquecinos y violetas con un sabor casi idéntico al de la carne. A los frutos de ese arbusto Nehi los llamó tolanios. Plantó semillas de tolanio por todo el bosque, las cuidó, las multiplicó y las esparció, porque se dio cuenta de que a todos los predadores les gustaba el sabor del tolanio y se lo comían con tanto apetito que ya no tenían necesidad ni deseo de devorar a criaturas más débiles que ellos. Así, poco a poco, Nehi consiguió acostumbrar al leopardo a jugar con los cabritillos, y al lobo a vigilar las ovejas e incluso a dormir entre ellas para que su suave lana calentara su cuerpo durante las noches frías. Ninguna criatura volvió a devorar a otros animales en aquellos bosques y ningún animal volvió a temer a los predadores. Pero no olvidaron por completo.

31

Y después de dar otra vuelta por el jardín, Maya y Mtati ya sabían decir algunas palabras en gorrioní y una o dos frases en gatí y en vaqués, y podían entender también alguna palabra suelta en moscañol. Nehi y todas las criaturas del jardín les suplicaron a Mati y a Maya que se quedaran con ellos al menos unas semanas.

Pero Mati cogió de la mano a Maya y dijo:

– Allí estarán preocupados por nosotros. No podemos inquietarles tanto.

Entonces también Mati recordó que en ese mismo instante, justo a la caída de la noche, se cerraban todas las casas del pueblo, se atrancaban todas las contraventanas y se echaban dos o tres cerrojos de hierro en cada puerta: seguro que sus padres estaban muy asustados, tal vez todo el pueblo hubiera salido a buscarles con linternas, y puede que incluso hubieran desistido ya de la búsqueda y estuvieran todos encerrados, cada familia tras sus rejas y sus contraventanas de hierro.

Por tanto, Maya y Mati le pidieron a Nehi que enviara con ellos a una cierva veloz, o a un perro, para que les mostrase el camino a casa a través de la montaña. Por supuesto, los dos prometieron que jamás le contarían a nadie lo que habían visto con sus propios ojos ni lo que habían oído en el escondite del diablo de las montañas, ni revelarían ninguna de las maravillas que se les había mostrado en su jardín.

Pero Nehi volvió a sonreírles con aire pensativo, era una sonrisa modesta, una sonrisa casi tímida, incluso triste, pero también un poco pícara, una sonrisa que no comenzaba en los labios sino entre las arrugas de los ojos y que bajaba y se extendía por la red de canales de sus mejillas hasta detenerse y titubear ligeramente en las comisuras de los labios. Y después de sonreír dijo que no había ninguna necesidad de que le prometieran algo así: aunque lo contaran todo allí, aunque dieran los detalles más precisos, ¿quién iba a creerlos? Si contaban lo que habían visto, sólo provocarían risas y burlas en todo el pueblo: el castigo de los escépticos era ponerlo todo en duda, hasta dudar incluso de su propio escepticismo. Mientras que el castigo de los que sospechan era sospechar de todo día y noche. Sospechar incluso de sí mismos y de sus propias sospechas.

– Cuando la maestra Emmanuela, o Almón el pescador, se ponen a contar historias de animales -dijo Mati-, al instante todos empiezan a burlarse. Tanto los adultos como los niños. Pero a veces algún adulto olvida por un instante las burlas, tal vez asaltado de repente por el arrepentimiento o la nostalgia, y comienza a contar algo que enseguida él mismo negará rotundamente. Siempre hay uno que empieza y el resto le hace callar. Pero el que empieza es cada vez alguien distinto. Y a veces llega un niño a clase por la mañana y les cuenta a todos que cree haber oído al amanecer, estando aún medio dormido, un gorjeo lejano, o un zumbido, o el canto de un grillo. Al instante todos le hacen callar para que no prosiga y no ponga nerviosos a los demás. Muertos de vergüenza por lo ocurrido, los padres lo niegan todo. O se decide olvidarlo para evitar sufrimientos. Pero yo creo que nadie ha olvidado realmente lo que todo el pueblo decidió olvidar.

Luego, Nehi les pidió que le contaran algo de la vida del pueblo durante las horas de luz. Porque él bajaba sólo cuando estaba oscuro. Que, por favor, le contaran cómo es la plaza de piedra las largas tardes de verano, entre la luz del día y la luz del ocaso. Cómo es la plaza cuando Danir el tejero, sus ayudantes y otros chicos y chicas van allí a hablar, a beber cerveza, a reírse y a veces también a cantar durante cerca de una hora. Y cómo está Almón el pescador.