Выбрать главу

A excepción de Almón el pescador, a quien nadie prestaba atención porque todos le despreciaban, no había en el pueblo nadie que pudiera enseñar a los niños que la realidad no es sólo lo que el ojo ve, lo que el oído oye o lo que la mano puede tocar, sino también lo que está oculto al ojo y al contacto de los dedos, y que se revela a veces, sólo un instante, a quien busca con los ojos del espíritu, a quien sabe escuchar con los oídos del alma y tocar con los dedos de la mente. Pero ¿quién quería escuchar a Almón? Era un anciano charlatán y casi ciego que discutía sin parar con su feo espantapájaros.

12

Cuando el pez desapareció, los dos pudieron ver, ella en la cara de él y él en la de ella, la misma expresión de asombro y temor, la boca entreabierta de pronto, los ojos completamente desorbitados, la palidez de cal extendiéndose por la frente y las mejillas:

– Mati, ¿también tú has oído lo que yo he oído?

– Maya, ¿también tú lo has oído?

¿No era cierto que desde muy lejos, más allá de los primeros bosques, más allá de los valles y las pendientes, desde el extremo de los bosques suspendidos en la ladera de la cordillera norte, habían llegado y se habían desvanecido en un instante tres o cuatro sonidos tenues, de ensueño, unos ecos vagos semejantes a ladridos de perro?

Maya y Mati sabían cómo ladran los perros por las historias de la maestra Emmanuela, pero todo el mundo se burlaba de la pobre maestra Emmanuela, que flirteaba con todos los hombres y jamás había conseguido encontrar en todo el pueblo ni siquiera algo parecido a una pareja que se dignara a mirarla al menos una vez.

Y ahora resultaba que poco después de lo del pez, a Maya y a Mati les daba la impresión de que esos sonidos tenues procedentes de la cordillera norte se parecían un poco a ladridos. Aunque tal vez no fueran sonidos de perros reales. Tal vez sólo se tratara de una lejana avalancha de rocas. O de una treta de los árboles, que jadeaban excitados y empezaban a crujir y a gemir al penetrar en ellos el viento.

¿Quién iba a creer que Maya y Mati habían visto un pececillo vivo en el río? ¿Y que encima habían oído ladridos de perros lejanos casi al mismo tiempo? Todo el mundo se burlaría de ellos. Algunas mañanas aparecía un niño en el patio del colegio e intentaba contarles a los demás que había oído, prometía que lo había oído, una especie de sonido que podía ser un gorjeo. O un zumbido. Los demás niños, por su parte, no creían al que contaba esas historias, y le insultaban, se metían con él y decían:

– Es mucho mejor para ti que dejes de decir esas cosas, y que lo dejes ya, si no quieres acabar como Nimi el potro.

¿No será porque quien se burla está un poco protegido con la burla del peligro de la soledad? ¿Porque los que se burlan lo hacen en grupo, y quien provoca la burla siempre se queda solo?

¿Y los adultos? ¿No será sólo porque siempre intentan acallar cierta tensión interior? ¿O porque se avergüenzan de cierto sentimiento de culpa?

Mati y Maya volvieron muchas veces a aquel lugar, se inclinaron sobre la poza, se acercaron tanto que casi meten la nariz en el agua, pero el pececillo no volvió a aparecer. En vano rastrearon cada una de las decenas o centenas de pequeñas pozas dispersas a lo largo de la ribera del río, entre las rocas, en balsas recónditas, en lugares donde las algas ocultaban el lecho de arena dorada del fondo.

Pero de pronto un día, al atardecer, algo pasó muy alto, sólo durante un instante, por encima de sus cabezas: algo voló por el aire, que se iba oscureciendo, algo flotó o se elevó allí, pequeño y luminoso como una única nube bajo el viento de la tarde, llegó desde el bosque y pasó en silencio, transparente y lento, sobre las cabezas de los dos, para volver a ser arrastrado hacia los bosques y desaparecer casi antes de que a Maya y a Mati les diera tiempo a percibirlo.

Casi antes de que les diera tiempo, pero no tanto tiempo antes, de que los dos pudieran darse cuenta de que algo había pasado por encima de sus cabezas, alto y silencioso, flotando sobre el pueblo, sobre el río y sobre los bosques oscuros. Por tanto, las miradas de Maya y de Mati se encontraron. Y los dos se pusieron a temblar al mismo tiempo.

13

Y así aquellos dos niños, Mati y Maya, como una célula de la clandestinidad con sólo dos miembros, empezaron a convencerse el uno al otro de que tal vez fuera cierto que existían animales en algún lugar. Mati tenía mucho miedo y Maya también, aunque un poco menos, pero, a pesar de todo, les fascinaba la idea de iniciar una gran aventura cuyo objetivo sería buscar signos de vida. Mati y Maya no decidieron a la ligera embarcarse en una aventura así. No confiaban del todo en sí mismos: tal vez el pececillo y los ladridos no habían sido más que una ilusión. Tal vez, a pesar de todo, fue sólo una hoja plateada lo que brilló un instante en el agua antes de hundirse y desaparecer. Tal vez un árbol viejo se rompió en algún bosque lejano y el viento llevó hasta ellos el eco de su lamento, un eco que se parecía un poco a un ladrido. ¿Cómo y dónde debían comenzar su aventura? ¿Y qué pasaría si les sorprendían y les castigaban? ¿Y si también ellos eran objeto de burla? ¿Qué pasaría si, como Nimi el potro, contraían la relinchitis?

¿Y qué ocurriría si la furia de Nehi, el diablo de las montañas, se dirigía contra ellos? ¿Y si también ellos desaparecían para siempre bajo su manto oscuro, como habían desaparecido hacía muchos años todos los animales que, según decían los adultos, habían existido una vez en nuestro pueblo y sus alrededores?

Y además, ¿por dónde debían empezar a buscar?

14

La respuesta a esa pregunta, eso les decía el corazón, era que debían empezar a buscar en el bosque. La respuesta asustó tanto a Mati y a Maya que durante tres o cuatro semanas dejaron de hablar de ese proyecto. Como si hubiese ocurrido algo entre ellos tan vergonzoso que era mejor hacer como que no había ocurrido. O que había ocurrido y había sido completamente olvidado.

Pero la aventura ya había echado raíces en ellos, ya había penetrado profundamente en sus sueños nocturnos y ya no les producía alegría, curiosidad o excitación, ni tampoco un valor exaltado, sino simplemente la sensación gris y constante, que se apoderó de ellos y nos les abandonaba nunca, de que ya estaba. De que era así y punto. De que no había nada que hacer. De que desde ese momento simplemente era su obligación. De que de hecho ya no les quedaba otra alternativa.

Y así siguieron cuchicheando sobre el bosque, el pececillo en la poza, los lejanos ladridos de los perros, la nube que pasó sobre sus cabezas pero que no era una nube, y sobre otros signos de vida. Esos cuchicheos volvieron a provocar entre los niños de su clase y entre las vecinas y vecinos avispados todo tipo de rumores y chismorreos acompañados de guiños y risitas: «Mirad a esa pareja, seguro que ya se han cogido de la mano», «pero qué dices de la mano, te apuesto lo que quieras a que ya se han besado. Y quién sabe, a lo mejor hasta se han visto el uno al otro».

Algunos decían que en el fondo esos dos chicos tan raros hacían buena pareja, ella con esa madre suya, la panadera loca que esparce todas las tardes migas de pan en un río sin peces, o debajo de árboles sin pájaros, y él con esas cosas que escribe en sus pequeñas libretas y que, en vez de enseñárnoslas a nosotros, va corriendo a enseñárselas a Almón, el pescador que discute hasta con las paredes. Incluso es posible que no le enseñe a Almón lo que escribe, sino al espantapájaros de Almón.