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De esta manera las burlas fueron amontonándose a su alrededor como una mancha oscura de barro que se va extendiendo en el agua y enturbiándola. Pero Mati y Maya habían excavado un túnel por el que salir al otro lado de las burlas: una mañana se levantaron muy temprano y, en vez de ir a clase, salieron del pueblo y subieron directamente hacia el bosque.

15

Maya y Mati siguieron el cauce del río, pero no se cogieron de la mano, excepto quizás en una o dos ocasiones, cuando cruzaron el río por unas islas de piedras resbaladizas que estaban dispersas a lo ancho en uno de los meandros y sobre las que se podía saltar y llegar así a la otra orilla, ahí tuvieron que agarrarse de la mano para no caerse a las frías aguas. A medida que iban subiendo por la montaña, siguiendo los recodos del río, la vegetación del bosque se iba haciendo más y más espesa. De vez en cuando tenían que apartar ramas y arbustos y retirar todo tipo de helechos para abrirse paso.

Por momentos les asaltaba la sensación de que no estaban solos en el bosque, de que había alguien más, o algo, ancho, grande y oscuro, algo que parecía respirar detrás de ellos de forma profunda y tranquila. Pero mirasen a donde mirasen, sólo veían una espesa vegetación de un color verde que iba tendiendo más y más al negro. Y cada vez que aguzaban el oído y se esforzaban todo lo posible por escuchar algo, tan sólo percibían el susurro del viento en las copas de los árboles, el torrente del río entre las rocas y el crujido de hojas y ramas secas bajo sus pies.

A veces la espesura se hacía tan tupida que sólo agachándose o caminando con las rodillas y con las manos conseguían atravesarla. Algunas veces pasaban por delante de cuevas pero, cuando miraban dentro, sólo veían una oscuridad negra reposando y exhalando hacia ellos desde las fauces de la oquedad olores antiguos a polvo y a densa humedad.

Y resulta que de una de las cuevas salió de pronto no un olor a humedad sino un ligero rizo de humo y un agradable aroma a hoguera que endulzaba el aire. Por un momento se quedaron petrificados y al cabo de un rato Mati le susurró a Maya:

– Huyamos de aquí enseguida, antes de que nos descubran.

– Pero antes me voy a arrastrar hasta allí, sólo un poco -le susurró Maya-, sólo para ver lo que hay. Debo hacerlo. Y tú espérame aquí, Mati, escóndete detrás de esa roca y vigila. Si ves que salgo huyendo, empieza tú también a correr montaña abajo: no te entretengas y no me esperes, tan sólo corre a casa con todas tus fuerzas y no mires atrás. Yo también correré montaña abajo todo lo rápido que pueda. Pero si ves que pasa, digamos, un cuarto de hora más o menos y que no salgo de allí, no sigas esperándome: corre a casa, intenta recordar bien el camino y cuéntaselo a Danir el tejero. Cuéntaselo sólo a Danir. A nadie más. Para que mi madre no se inquiete.

Mati se quedó aterrado e iba a susurrarle a Maya que no, que era peligroso, que no había forma de saber lo que les acechaba en la oscuridad de la cueva, pero se contuvo y guardó silencio, porque en realidad siempre había sabido que Maya era más valiente que él, y eso le avergonzaba un poco, incluso hasta se burlaba de sí mismo.

Dos curvas y tres peldaños de piedra condujeron a Maya al interior de una especie de nicho estrecho al fondo de la cueva baja. Las paredes de la cueva estaban cubiertas de hollín y el fuego formaba sombras nerviosas sobre las paredes. De la hoguera salía un agradable humo oloroso que despertaba el apetito. Y Mati, tras dudarlo un instante, decidió no hacer caso a Maya y avanzar hacia el interior detrás de ella: dos curvas, dos peldaños de piedra, pero al tercero perdió el valor y se detuvo, se escondió entre los pliegues de la roca y observó lo que le pasaba a Maya. Entonces vio allí a un hombre pequeño sentado solo, de espaldas a Maya, ocupándose con esmero de la hoguera; al parecer no se había percatado de que Maya estaba detrás de él, cauta, lista para darse la vuelta y escapar de allí al instante.

El hombre pequeño estaba hurgando en el fuego con un palo, asándose unas patatas con cebollas, dando la vuelta con mucho cuidado a las patatas asadas entre las ascuas, avivando y juntando las brasas mientras le hablaba a su hoguera con mucho cariño, animando al fuego con palabras agradables y alabándose a sí mismo por su éxito. Y continuó así, cuidando de su hoguera y hablando casi sin parar, sin darse cuenta de que Maya estaba inclinada y lo observaba de cerca, mientras Mati oteaba desde más atrás. Estaba aturdido entre los pliegues de la roca, desde donde veía la espalda de Maya, dudando acerca de lo que debía hacer, pues sus pies insistían en huir de allí lo antes posible, mientras que su corazón le pedía con insistencia que se acercara y permaneciese al lado de Maya. La lucha entre sus pies y su corazón hizo que Mati se quedara inmóvil en su sitio, en el hueco de la roca, bastante cerca de la espalda de Maya pero no tan cerca como ella del desconocido, y algo más cerca que ella de la entrada de la cueva.

De pronto, el desconocido giró la cabeza y sonrió tranquilamente, sin mostrar ninguna sorpresa; era como si siempre hubiese sabido que llegarían huéspedes inesperados y tan sólo hubiera estado esperando a poder dejar un momento de atender la hoguera y cumplir con su deber de anfitrión:

– ¿Maya? ¿Mati? ¿No queréis sentaros? ¿Descansar un poco aquí? ¿Queréis comer conmigo patatas asadas? Venid, sentaos. También tengo hortalizas y todo tipo de frutas, setas y nueces. Sentaos aquí.

16

Mati y Maya se sorprendieron mucho, porque el hombre no era un hombre sino tan sólo un niño, y no un niño desconocido sino precisamente Nimi, ese al que todos llamaban Nimi el potro, Nimi el mocoso, el que se empeñaba en contarles a todos sus sueños, zapatos que se convertían en medio de la noche en un par de erizos y mangueras que se transformaban en serpientes o trompas, mientras todos se reían de él. Nimi, que una vez se fue solo al bosque y en el bosque se encontró al parecer con algo que le asustó o le trastornó tanto que contrajo la relinchitis. A causa de esa enfermedad dejó de hablar por completo y empezó a vagar y a relinchar por las calles del pueblo, con los dientes incisivos hacia fuera y separados y un ojo siempre lloroso; y desde entonces deambulaba día y noche, en invierno y en verano, sin casa y sin nadie cercano, pues Maya y Mati tampoco pudieron ayudarle, y hasta su propia familia le dejó por imposible.

Y resulta que, en esa cueva, Mati y Maya acababan de encontrarse a Nimi: no al Nimi que relincha ni al Nimi que huye de la gente, trepa a los árboles y hace extrañas muecas desde las ramas más altas, sino a un Nimi que habla, les toca el hombro a los dos y les invita a comer con él patatas asadas con cebollas doradas en el fuego, y hasta su ojo lloroso les sonríe con afecto.

Y más tarde, cuando los tres se sentaron saciados y descansados, y charlaron alrededor de las brasas, Nimi les reveló que sus relinchos de potro no eran una enfermedad, sino una decisión: se había hartado de las vejaciones, los ultrajes y las burlas y había decidido irse y vivir solo como un niño libre, sin padres, sin vecinos, sin colegio, sin humillaciones y sin que nadie en el pueblo o en el mundo entero le dijera a diario qué hacer y qué no hacer: había elegido vivir solo. Vivir en paz y en libertad. Es verdad, tiene un espacio demasiado grande entre los dientes incisivos, pero al menos detrás de sus estúpidos dientes hay una cabeza y no un hongo venenoso como en el caso de todos esos guasones. A veces baja a deambular y relinchar un poco por el pueblo y todos se apartan y huyen de él porque tienen miedo de contagiarse. Pero ésta es su casa, vive aquí, en esta cueva donde va reuniendo todo lo que recoge en los patios traseros: libros y frascos, cuerdas, pan tostado, cacharros, libretas, tablones, velas, frutas, hortalizas y ropa que arranca de los tendederos. Y Almón el pescador le deja coger por las noches patatas de su huerto y también todas las frutas y las hortalizas que quiere.