– ¿Y cómo es que no tienes miedo del bosque? ¿De Nehi?
– Sí, a veces es verdad que tengo un poco de miedo, sobre todo por las noches, pero no de Nehi -dijo Nimi-. De hecho, cuando estoy aquí, en mi cueva, tengo mucho menos miedo que cuando estoy entre niños que me odian y relinchan y me tiran piedras y tejas, o entre los mayores, que me señalan con el dedo y gritan: «Mirad-ahí-va-ese-pobre-enfermo-de-relinchitis-pobres-padres», y siempre previenen a los más pequeños de que no se atrevan a acercarse a mí.
– Dime una cosa, Nimi, ¿has visto alguna vez aquí, en el bosque, algún animal? ¿No? ¿Y a Nehi? ¿No habrás visto a Nehi? Y dime otra cosa, Nimi, ¿de verdad existe esa enfermedad, la relinchitis?
En vez de responder a esa pregunta, Nimi el potro se levantó, se estiró, los saludó con la mano abierta, sorbió con la nariz, sonrió con los dientes salidos y el ojo lloroso, se sonrió a sí mismo, no a Maya y a Mari, saltó por el medio de los dos, se deslizó hacia la entrada de la cueva y, de repente, lanzó un relincho potente, largo, modulado, un relincho que sonaba desesperado y también grosero y provocativo. Mientras relinchaba salió trotando con júbilo hacia fuera, hacia los frondosos árboles, corría y relinchaba alegremente y a pleno pulmón y su voz se iba alejando y desvaneciendo hasta que se perdió en lo profundo del bosque.
Cuando se apagó la hoguera en la cueva de Nimi, Mati y Maya decidieron seguir su camino hacia arriba, por el sendero forestal que se iba haciendo cada vez más escarpado y más parecido también a un túnel estrecho y oscuro dentro de una compacta masa de arbustos.
Pronto no hubo ya caminos ni una telaraña de senderos forestales, sino tan sólo un laberinto espeso y oscuro lleno de plantas tupidas cuyo color estaba más cerca del negro que del verde; entre ellas estaban las que pinchan, las que inflaman y también esas que irritan la piel como una picadura venenosa.
Mati y Maya se esforzaban todo el rato en no alejarse demasiado del cauce del río, aunque no podían avanzar justo al lado de los meandros porque por algunos sitios el río bajaba entre rocas escarpadas, o se perdía por completo bajo la tierra antes de volver a aparecer por algún lugar totalmente inesperado. Pero el ruido de la corriente ayudaba a Maya y a Mati a orientarse montaña arriba: era como si ese río fuese una especie de guía irascible y ruidoso que no se callaba ni un minuto, a veces rechinaba los dientes al correr sobre un lecho de grava y cantos rodados, a veces se lamentaba ligeramente al ser atrapado entre los muros de los riscos, y en ocasiones se desbocaba y rugía en cascadas cubiertas de espuma.
Al cabo de unas horas perdieron el río. No se volvió a oír ni el eco lejano de su corriente. En lugar de los sonidos del río empezaron a resonar en los recovecos del bosque algunos susurros, chirridos, quejidos, zumbidos, como si algo suspirase en alguna parte, inspirara y expirara y murmurara, algo muy cercano pero imperceptible. Y algo distinto tosiera no muy lejos de ellos de forma ahogada, y algo más serrara insistentemente, o royera con fuertes dientes, parándose un momento como si estuviese cansado y volviendo a roer después.
Maya y Mati tenían la sensación de que la noche estaba a punto de caer. Habían decidido buscar una cueva donde pudiesen esperar hasta el amanecer. Les parecía extraño que entre las copas de los árboles aún siguiera brillando la luz del día.
Mati se detuvo para tomar aire y quitarse algunos cardos y agujas secas que se le habían clavado en la ropa. Maya, que casi todo el rato iba unos pasos por delante de él, se detuvo también y le esperó. Propuso que siguieran montaña arriba mientras aún quedara algo de luz.
– ¿O prefieres que volvamos a casa? -no lo dijo como esperando una respuesta, sino como adivinando cuál sería la reacción de Mati.
Mati quería volver, pero le resultaba indispensable que la propuesta de ceder y volver a casa partiera de ella y no de él. Por tanto le preguntó:
– ¿Tú que crees, Maya?
Y Maya dijo:
– ¿Y tú?
Él dudó un momento. Y a continuación le dijo en un tono caballeroso y firme:
– He decidido que haremos lo que tú digas.
– Qué bien que hayamos comido con Nimi, junto a su hoguera -dijo Maya-, pero ahora vuelvo a tener un poco de hambre y también estoy algo cansada.
– Entonces, ¿volvemos? -dijo Mati.
– Tal vez -contestó Maya-. Sí. Está bien. Pero no a casa. Volvamos a la cueva de Nimi, nos quedaremos allí hasta el amanecer y por la mañana continuaremos subiendo.
Así pues, los dos empezaron a descender. Y ahora era Mati el que marchaba en cabeza y luchaba por abrirse paso en la espesura. Pero la espesura era cada vez más tupida. A medida que iban cortándola, como dos nadadores cansados entre fuertes olas, la vegetación se iba haciendo más y más densa. En lugar de bajar, se encontraron de nuevo subiendo por una boscosa y escarpada ladera de la montaña. Y otra vez les pareció que el día empezaba a declinar, que la oscuridad ya no estaba lejos y que jamás encontrarían la cueva de Nimi.
Una sombra baja y oscura pasó de repente en completo silencio por encima de sus cabezas, flotó sobre las copas de los árboles casi rozándolas, sobrevoló y oscureció por un momento toda la espesura, y a continuación se alejó sin hacer ruido. Era como si durante un momento un grueso manto negro lo hubiera cubierto todo. Y por un instante el temor de estar ante un inmenso prodigio, el miedo al día que no era día y el miedo a la noche que no era realmente noche, les encogió el corazón. Pero ninguno de los dos dijo una palabra al respecto. Guardaron silencio y siguieron abriéndose paso hacia arriba. Hasta que llegaron de pronto a un terreno llano en la ladera, donde decidieron descansar y planificar lo que iban a hacer; pero antes Maya se acercó sola a echar un vistazo un poco más allá, porque le había parecido oír a lo lejos el murmullo del río.
Allí, en la ladera de la montaña, entre dos rocas, Mati se inclinó mientras tanto a examinar una pequeña piedra, una piedra retorcida que le recordó a un caracol, y que tal vez fuera realmente un fósil de caracol. Y Maya siguió avanzando por la ladera hacia lo que le parecía el rumor de las aguas del río. Y de pronto Mati dejó de verla y también de oír el sonido de sus pasos, pero temía alzar la voz para llamarla. Cuando miró hacia atrás, tampoco Maya vio a Mati, que había desaparecido entre los árboles, pero también a ella le daba miedo llamarle, pues los dos tenían la sensación de que no debían levantar la voz porque, de hecho, no estaban solos en el bosque, sino que alguien los estaba esperando en las profundidades. O sobrevolándolos. O tal vez sólo permanecía quieto y en silencio entre las sombras, sin dejar de observarlos constantemente desde la espesura del bosque. Bajo el profundo silencio que lo cubría todo, Mati pensó de pronto que él no era el único que oía los latidos de su asustado corazón, sino que lo que estaba entre las sombras observándolo constantemente también podía oírlos.
Y entonces, mientras Mati dejaba la piedra en forma de caracol sobre la roca y alzaba la mirada sin ver a Maya, otro caracol, que no era un fósil, pasó reptando junto a su zapato, pero cuando Mati volvió a mirar había desaparecido sin dejar rastro. Se había ocultado en una grieta.
17
Después de dudarlo un rato, Mati decidió que lo mejor era sentarse a esperar a Maya ahí, al pie de esa piedra que se parecía un poco a una gran hacha: porque ¿qué pasaría si iba a buscarla? Tal vez mientras tanto ella volvía por otro camino. Y si no le encontraba allí, podía comenzar de nuevo a dar vueltas, a buscarle por el bosque y a perderse por las lomas, y se estarían buscando mutuamente hasta que todo estuviese oscuro. Se sentó con la espalda apoyada en la roca-hacha y esperó esforzándose todo lo que pudo en oír algo y en captar cualquier susurro o rumor.
Desde ahí, desde arriba, todo el bosque le parecía un telón gigantesco y oscuro, salpicado de manchas de color verde luminoso, verde moteado, verde grisáceo, verde amarillento y verde oscuro que tendía casi al negro.