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Ruth se unió a nuestro grupo para nuestra última cena, que recuerdo, y Jean-Baptiste también, como el momento más extraño de toda aquella semana. Si trato de describirla, no tengo más remedio que evocar una especie de euforia -de euforia febril y trágica-, pero euforia al fin y al cabo. Bebimos mucho, no sólo cerveza sino también vino, el que se puede encontrar en la carta de un restaurante del sur de Sri Lanka, algo parecido a un Beaujolais joven de cinco años, embotellado y además encorchado por un negociante esrilanqués de Sudáfrica. Aquel morapio peleón pero del que debimos de despachar varias botellas, hasta creo que toda la reserva, suscitaba las burlas de Philippe y Jérôme, amantes de los grandes vinos bordeleses y que, a partir de una etiqueta indescifrable en todos los aspectos, se pusieron a decir grandes chorradas. Salieron a relucir todas las bromas y referencias de que se alimentaba su complicidad: el tintorro y el rock'n'roll, el regusto a avellana del Château Cheval Blanc y anécdotas sobre Keith Richards, a lo que se sumaba la gilipollez de los suizos ayurvédicos a los que Jérôme, desenfrenado, feroz, insultaba, divertido, cada vez que veía pasar a uno: ¿Qué tal, estáis serenos? ¿Sois zen? ¿Progresáis en la vía de la liberación? Muy bien, chicos, muy bien, ¡continuad! Estaba sarcàstico, pero no sólo sarcàstico: brindó e hizo brindar a todos por la resurrección de Tom con auténtica ternura. Ruth estaba visiblemente confusa. Unas horas antes, sumida en su dolor, navegando muy lejos del mundo de los vivos, había perdido toda conciencia del prójimo: ya no existía nadie aparte de Tom muerto, y había decidido morir por su causa. Pero desde el milagro de la llamada telefónica había vuelto a ser lo que había debido de ser toda su vida: una joven dulce, compasiva, cuyo primer impulso era contener la alegría para compartir el duelo de las personas que la habían sostenido generosamente. Era no contar con la vitalidad furiosa de Jérôme. No comía nada pero fumaba, bebía, se reía, provocaba, hablaba alto, no dejaba que se restableciera el silencio. Había que aguantar y él aguantaba. El cargaba con todo, nos levantaba a todos, nos arrastraba a todos en su estela. Al mismo tiempo, por el rabillo del ojo, miraba continuamente a Delphine y recuerdo que pensé: amar de verdad es esto, no hay nada más hermoso, un hombre que ama de verdad a su mujer. Ella estaba silenciosa, ausente, espantosamente sosegada. Era como si Jérôme y Philippe, porque éste daba valientemente la réplica a su yerno, ejecutaran una danza sagrada alrededor de Delphine, como si le gritasen sin cesar: no te vayas, te lo suplicamos, quédate con nosotros. Ruth, sentada a su lado, le cogió de la mano varias veces, tímidamente, como si no tuviera derecho, tiernamente, porque lo tenía a pesar de todo, o porque nadie lo tenía, o porque lo tenía todo el mundo, ya no había derechos, no había decoro, sólo aquel bloque de dolor rubio, grácil, sin remedio, y la necesidad de tomarle la mano.

Hacia el final de la cena, era ya tarde, Rodrigue, derrengado, se deslizó sobre las rodillas de Hélène. Como el niño pequeño que era, acurrucó la cabeza contra el hombro de su madre y ella le acarició el pelo un largo rato. Le hizo mimos, le tranquilizó: estoy aquí. Después se levantó para llevarle a la cama. Cuando los dos se alejaban por el jardín, Delphine les siguió con la mirada. ¿Qué pensaría? ¿Que a su niña, a la que mimaba y arropaba tan sólo cuatro noches antes, ya no la mimaría ni arroparía nunca más? ¿Que ya nunca más se sentaría en la cama para leerle un cuento antes de dormir? ¿Que nunca volvería a ordenar los peluches alrededor de Juliette? Hasta el final de su vida le partirían el corazón los peluches, los móviles, los ritornelos de las cajas de música. ¿Cómo es posible que esta mujer apriete contra ella a su hijo vivo mientras que mi pequeña está toda fría y no hablará ya nunca ni volverá a moverse? ¿Cómo no odiarles, a ella y a su hijo? ¿Cómo no rezar: Dios, haz un milagro, devuélveme a la mía, llévate al de ella, haz que sea ella la que sufre como yo sufro y que sea yo la que esté tan triste como ella, con esa tristeza cómoda y colmada que sólo sirve para disfrutar mejor de tu buena suerte?

Delphine despegó la mirada de las siluetas de Hélène y Rodrigue, que se fundían con la alameda sombría que llevaba a los bungalows. Al cruzarse con la mía sonrió y, hablando de Rodrigue, murmuró: es tan pequeño…

La distancia era inmensa, el abismo que la separaba de nosotros imposible de colmar, pero había dulzura, ternura en su voz cascada, y esta dulzura y esta ternura me dieron más escalofríos que los pensamientos naturales y horribles que yo acababa de concebir. Retrospectivamente pienso que aquella noche sucedió algo extraordinario. Estábamos al lado de aquel hombre y aquella mujer a los que les había sucedido lo peor que puede sucederte en el mundo, y a nosotros no nos había ocurrido absolutamente nada. Sin embargo, aunque hubiese reservas mentales, y sin duda las había, si hubieran podido cambiarse por nosotros y salvarse ellos sumiéndonos a nosotros en la desgracia, sin duda lo habrían hecho, todo el mundo lo haría, todo el mundo prefiere sus hijos a los de los demás, esto se llama naturaleza humana y está bien que así sea, y no obstante pienso que aquella noche, durante aquella cena, no nos guardaban rencor. No nos detestaban, como yo al principio había creído inevitable. Se alegraban del milagro que acababa de devolver a Ruth la alegría que a ellos se les negaba definitivamente. A Delphine le emocionaba ver a Rodrigue acurrucarse en los brazos de su madre. Vivimos esto todos juntos, durante algunos días estuvimos a la vez tan íntimamente próximos y tan radicalmente distanciados como es posible estarlo, y sé que nosotros les queríamos y que ellos también nos querían.

Hélène y yo salimos del restaurante muy tarde. Dejando a nuestra espalda el rumor de las últimas voces, seguimos el sendero de baldosas que orillaba la piscina y después se internaba en la sombra entre los árboles inmensos. El parque del hotel era muy grande, del edificio central a nuestro bungalow había cinco minutos de camino. Esos cinco minutos actuaban como un cedazo. Ya sólo se oía un chirrido continuo y relajante de insectos y, cuando levantabas la cabeza, el cielo por encima de los cocoteros estaba tan lleno de estrellas que te daba la sensación de que también a ellas las oías chirriar. Invisibles, en la playa de abajo, las olas rompían cadenciosamente. Caminábamos en silencio, rendidos. Sabíamos que pronto estaríamos acostados uno al lado del otro, nuestros cuerpos tensos se preparaban para el descanso. Nos dimos la mano. Me acuerdo de mi temor infantil, aquellos días, de que Hélène se alejase de mí, pero ella recuerda, por su parte, que estábamos juntos, verdaderamente juntos.

Al final, la mañana de la partida, las plazas libres en el minibús se las dieron a una pareja de suizos ayurvédicos que forzosamente sabían lo que les había sucedido a Delphine y a Jérôme y, al no hacer la menor alusión al suceso, pensaban sin duda dar prueba de una discreción de buena ley. Se contentaron con saludarnos colectivamente con un gesto de la cabeza y, al ver que Jérôme, sentado delante, encendía un cigarrillo, le informaron de que, incluso con las ventanillas abiertas, el humo les molestaba. El viaje, en consecuencia, estuvo jalonado de numerosas paradas-pitillo en las que todos se apeaban, salvo los ayurvédicos, que, minoritarios, no se atrevían a quejarse, pero que daban a entender visiblemente que lo hacíamos adrede para jorobarles. Primero llegamos a Galle por la carretera de la costa, llena de barreras, atestada de convoyes de socorro, con los arcenes flanqueados por un desfile de desplazados de quienes nos preguntábamos adonde irían con sus hatillos y sus carretillas. En los accesos de la ciudad, el tráfico se volvió aún más lento, pero las imágenes del éxodo se terminaron en cuanto el minibús entró en la carretera de las montañas. Una vez abandonada la línea costera, circulamos por una naturaleza exuberante y a la vez apacible. La gente de los pueblos atendía a sus asuntos y nos saludaba sonriendo a nuestro paso. Jerome y Philippe recuperaban intactas las impresiones de su viaje de mochileros, doce años antes. Era como si nada hubiera ocurrido, e incluso como si nadie, lejos de la costa, supiera que había ocurrido algo.