En un momento del viaje, mientras fumábamos a la orilla de la carretera, Philippe me llevó un poco aparte y me preguntó:
– Tú, que eres escritor, ¿vas a escribir un libro sobre todo esto?
Su pregunta me pilló desprevenido, yo no había pensado en ello. Dije que no, a priori.
– Deberías -insistió Philippe-. Si yo supiese escribir lo haría.
– Pues hazlo. Estás en mejor situación para hacerlo.
Philippe me miró con aire escéptico, pero menos de un año después lo hizo, y lo hizo bien.
Después de los hospitales de Tangalle y de Matara, lo reconfortante del de Ratnapura era que allí curaban a los vivos en vez de clasificar a los muertos. En lugar de cadáveres por el suelo, había heridos en camas o, para los recién llegados, en jergones que entorpecían los pasillos hasta el punto de que era difícil circular por ellos. Nos parecía incomprensible y casi sobrenatural que hubieran encontrado a Tom a cincuenta kilómetros de la costa, pero no era la ola la que le había lanzado hasta allí, sino que había una explicación más prosaica: evacuaban hacia este hospital, en la retaguardia, a las personas por las que todavía se podía hacer algo. Algunas estaban seriamente heridas, se oían estertores, gemidos, las medicinas y los vendajes escaseaban, el personal médico estaba desbordado, habrías podido creerte en un dispensario en tiempo de guerra. No sé cuántas puertas empujamos hasta que Ruth se inmovilizó en un umbral y nos indicó con un gesto a Hélène y a mí que la imitáramos. Ella le había visto, quería hacer durar aquel instante en que ella le veía sin que él la viese. Había una veintena de camas y ella nos señaló la de Tom. Con los ojos abiertos, él miraba hacia delante. Era un tipo macizo, con el pelo al rape, el torso desnudo y vendado. No sabía que Ruth estaba allí, pero sobre todo no sabía que estaba viva, se encontraba en la misma situación que ella la víspera. Por fin, Ruth se acercó. Entró en el campo de visión de Tom. Se quedaron un momento frente a frente sin decir nada, él recostado en las almohadas, ella de pie a los pies de la cama, y después ella se lanzó a sus brazos. Todo el mundo en la sala les miraba, muchos empezaron a llorar. Sentaba bien llorar por el encuentro de un hombre y una mujer que se amaban y se creían muertos. Era bueno ver que se miraban y se tocaban con aquel embeleso. Tom tenía hundida la caja torácica y un pulmón perforado, su estado era grave pero le cuidaban bien. Tenía en la cabecera una novela manoseada de espionaje, en inglés, algunas latas de cerveza y un racimo de uvas, y todo ello se lo había llevado un viejecito desdentado al que Tom no conocía pero que velaba por él y todos los días desde su llegada le hacía aquel género de ofrendas. El viejecito estaba allí, modestamente sentado en el borde de la cama. Tom le presentó a Ruth, que le besó con gratitud. Después ella nos acompañó a Hélène y a mí hasta el aparcamiento del hospital, donde nos esperaban los demás. Se despidió de todos. En cuanto Tom estuviera en condiciones de viajar, volverían a Escocia. Para ellos, la historia terminaba bien.
Ya he dicho que Hélène perdió en el regreso el papel donde había apuntado la dirección de Ruth y Tom. No sabíamos su apellido, parece por tanto difícil saber qué habrá sido de ellos. Han pasado tres años en el momento en que escribo esto. Si se han atenido a sus planes, deben de vivir en la casa que Tom ha construido con sus manos y habrán tenido un hijo, quizá dos. ¿Hablan algunas veces de la ola? ¿De aquellos días terribles en que los dos creyeron que el otro había muerto y que la vida del superviviente quedaba sepultada? ¿Formamos parte de su relato como ellos forman parte del nuestro? ¿Qué recuerdan de nosotros? ¿Nuestros nombres? ¿Nuestras caras? Yo he olvidado las suyas. Hélène me dice que Tom tenía los ojos muy azules y que Ruth era guapa. A veces piensa en ellos, y su evocación se resume en esperar con todo su corazón que sean felices y envejezcan juntos. Por supuesto, al esperar esto piensa más bien en nosotros.
De la embajada de Francia en Colombo nos mandaron a la Alianza Francesa, habilitada como centro de acogida y célula de apoyo para los turistas siniestrados. Habían extendido colchones en las aulas y colocado en un tablero en la entrada una lista de desaparecidos que se alargaba continuamente. Unos psiquiatras ofrecían sus servicios. Dócilmente, Delphine accedió a ver a uno, que después comunicó su inquietud a Hélène: Delphine sobrellevaba demasiado bien el golpe, se prohibía a sí misma flaquear, el derrumbamiento cuando regresara sería aún más rotundo. Había algo irreal, anestesiante, en aquella atmósfera de cataclismo, pero pronto la realidad la atraparía. Hélène movía la cabeza, sabía que el psiquiatra tenía razón. Pensaba en la habitación de la niña, allá en Saint-Émilion, en el momento en que Delphine cruzase la puerta. Para posponerlo, casi habríamos preferido no volver, no de inmediato, no todavía, estar todos juntos un poco más en el ojo del ciclón, pero ya se organizaba el retorno, se hablaba de la plazas disponibles en un avión que despegaría a la mañana siguiente. Jérôme pidió que le llevaran, esta vez solo, al hospital adonde habían trasladado el cuerpo de Juliette. A su regreso, dijo a Delphine que estaba bonita, nada dañada, y después le dijo a Hélène, sollozando, que le había mentido a Delphine: a pesar de la cámara frigorífica, Juliette se descomponía. Su hijita se descomponía. Hubo después todo un embrollo respecto a la incineración. Delphine y Jérôme querían l levarse con ellos el cuerpo, pero no querían un entierro. Cuando todo se vuelve totalmente insoportable, sucede algo, un detalle, aún más insoportable que todo lo demás: para ellos era la imagen de un pequeño féretro. No querían seguir al ataúd de su hija. Preferían que la incinerasen. Les explicaron que no era posible: por motivos sanitarios, el cuerpo debía ser repatriado en un féretro recubierto de plomo que después no se podía abrir ni quemar. Si se la llevaban, habría que enterrarla. La otra solución, si querían incinerarla, era hacerlo allí mismo. Al final de una discusión larga y encrespada, fue la solución a la que se resignaron. Era ya de noche, Jérôme y Philippe se fueron al hospital, volvieron mucho más tarde con una botella de whisky de la que ya se habían bebido la mitad y que nosotros terminamos, y después seguimos bebiendo en un restaurante que ellos conocían y donde cenaban ritualmente la primera noche de cada estancia en Sri Lanka. Cuando llegó la hora del cierre, el dueño accedió gustoso a vendernos otra botella. Nos ayudó a aguardar sin acostarnos la hora de embarcar en el avión, al que subimos borrachos y donde nos dormimos de inmediato.
De aquella última noche en Colombo conservo un recuerdo de huida alocada, despavorida. En un momento se ofició una ceremonia budista y al momento siguiente ya había concluido, la incineración se hizo a la carrera, un sucio trabajo que no deseo a nadie, después del cual sólo queda emborracharse y largarse. Podríamos habernos quedado un día más, intentar hacer bien las cosas, pero no tenía sentido hacerlas bien, ya nada tenía sentido, ya nada podía estar bien, había que acabar, sólo acabar, y ni siquiera como es debido. En la terminal del aeropuerto, Jérôme, la fuerza tranquila, se había convertido al amanecer en una especie de punk burlón, con los ojos inyectados de sangre, que provocaba a los demás pasajeros y, si alguno le plantaba cara, le escupía a la jeta: mi hija ha muerto, imbécil, ¿te basta con eso?