Sus padres nos esperaban en la estación de Perrache. Habían salido disparados de la casa de Poitou donde pasaban unos días de vacaciones y habían atravesado Francia en automóvil. En aquel momento pensé que, para llamar a Hélène, habían aguardado a recorrer como mínimo la mitad del trayecto, para evitar que ella llegase antes que ellos, pero más tarde, en el contestador de nuestra casa, encontré una serie de mensajes cada vez más acuciantes que me recordaron los que había encontrado en el mío veinte años antes, cuando mi hermana menor tuvo un grave accidente de coche. Volví tarde y demasiado borracho para escucharlos, y no los descubrí hasta la mañana siguiente. Al horror de la noticia se sumaba, aunque no cambiase nada, la vergüenza de haber estado indebidamente protegido toda la noche, de haber dormido el sueño de los ebrios, ya que no el de los justos, mientras que mi madre, a la que tan a menudo he acusado de silenciar la verdad para proteger a los suyos, había hecho todo lo posible para avisarme. Hélène y yo subimos a la trasera del coche y tuve la sensación de que las cosas reanudaban una costumbre interrumpida desde hacía mucho tiempo: los padres delante, los niños detrás. El trayecto hasta el hospital de Lyon-Sur fue bastante largo, con circunvalaciones interminables, letreros que veíamos demasiado tarde, ramales de salida que no tomábamos a tiempo, por lo que debíamos seguir hasta el siguiente, y después la circunvalación en la dirección contraria. Estas dificultades para encontrar el camino permitían hablar de cosas neutras. Para los padres de Hélène, como para los míos, la buena educación consiste, en primer lugar, en reservarte tus emociones, pero tenían los ojos rojos y las manos de Jacques, el padre, temblaban sobre el volante. Justo antes de llegar, Marie-Aude, la madre, dijo sin volverse que aquella noche sería sin duda la última en que veríamos a Juliette. Quizá también al día siguiente, no lo sabíamos.
Estaba en la unidad de vigilancia intensiva. Hélène y sus padres entraron en la habitación, yo quise quedarme en el umbral pero Hélène me hizo señas de que la siguiera, de que me pusiera detrás de ella, muy cerca, mientras se aproximaba a su hermana y le cogía la mano de la vía intravenosa. Al sentir el contacto, Juliette, que yacía inmóvil, con la cabeza hacia atrás, se volvió ligeramente hacia Hélène. Los pulmones ya casi no le funcionaban y el acto de respirar, que se había vuelto horriblemente difícil, absorbía toda la energía que le quedaba. Ya no tenía pelo y su cara estaba demacrada y cerosa. Yo había visto muchos muertos de golpe, en Tangalle, mis primeros muertos, pero nunca había visto morir a una persona. Ahora lo veía. Sus padres y su hermana le hablaron por turnos sin que Juliette pudiera responderles, pero les miraba como si les reconociese. No me acuerdo de lo que le decían. Seguramente repetían su nombre y que estaban allí, a su lado. Juliette, soy papá. Juliette, soy mamá. Juliette, soy Hélène. Y le apretaban las manos, le tocaban la cara. De pronto, se incorporó en la cama, arqueando la espalda. Hizo varias veces el mismo gesto brutal y torpe para arrancarse la mascarilla de oxígeno, como si en lugar de ayudarle a respirar se lo impidiese. Asustados, creímos que no funcionaba, que iba a morir al instante por falta de aire. Llegó una enfermera que dijo que no, que el aparato funcionaba bien. Hélène, que sostenía a Juliette en los brazos, la ayudó a acostarse de nuevo. Ella no se opuso. Aquel sobresalto la había extenuado. Parecía menos sosegada que lejana, fuera de alcance. Nos quedamos los cuatro un momento a su cabecera. Después, la enfermera nos dijo que por la tarde, cuando todavía podía hablar, Juliette había pedido que le llevaran a sus hijas, pero sólo después de la fiesta del colegio, que tendría lugar a la mañana siguiente. Los médicos creían que podrían mantenerla hasta entonces. Aquella noche harían lo necesario para que descansara. Todo esto había sido planificado por ella y su marido. No quería morir atontada por los medicamentos, y al mismo tiempo contaba con ellos para que un sufrimiento excesivo no le arrebatase su propia muerte. Quería que la ayudasen a aguantar para hacer lo que le quedaba por hacer, pero no más allá. Más aún que su valor, a la enfermera le impresionaban su lucidez y su exigencia.
Aquella noche, en el hotel, Hélène estaba acostada contra mí pero atrincherada, fuera de alcance ella también. A veces se levantaba para fumar un cigarro cerca de la ventana entreabierta y yo también me levantaba y fumaba. Estaba prohibido en la habitación donde estábamos y utilizamos como cenicero un vaso de plástico para los cepillos de dientes con agua en el fondo, para que no se quemase. Aquello formaba un brebaje repugnante. Los dos teníamos la intención de dejar de fumar y varias tentativas fallidas en nuestro haber, y de común acuerdo habíamos decidido que en vez de volver a intentarlo en un mal momento, de fracasar una vez más y desanimarnos, esperaríamos una ocasión realmente oportuna, es decir, un momento sin excesivo estrés, para dejar definitivamente el tabaco. Esto significaba para mí que la ocasión sería después de que se estrenara mi película, y para Hélène -me percato ahora, aunque no hubiéramos llegado a formularlo- después de la muerte de Juliette, que ella veía acercarse desde hacía varios meses con una angustia atónita. Nos levantábamos, fumábamos, nos acostábamos, volvíamos a levantarnos, prácticamente sin decir una palabra. Hubo un momento en que Hélène me dijo: me alegro de que estés aquí, y me hizo bien que me lo dijera. Al mismo tiempo, yo pensaba en Yokohama. Me decía que tal como se presentaban las cosas había pocas posibilidades de tomar el avión el lunes, y trataba en vano de calcular las probabilidades. Pensaba también en Sri Lanka, en el abrazo que nos habíamos dado debajo de la ducha en la Alianza Francesa, y en la decisión de no separarnos nunca. La habitación de sus padres estaba en el mismo pasillo que la nuestra, tres números más allá. Ellos no se habían separado, ni tampoco mis padres. Envejecían juntos, y si bien para nosotros no representaban un modelo, envejecer juntos me parecía a mí algo importante. Debían de estar acostados en la cama, en silencio. Quizá se apretaban el uno contra el otro. Quizá lloraban los dos, vueltos el uno hacia el otro. Era la última noche de su hija, o la penúltima. Tenía treinta años. Habían ido hasta allí para asistir a su muerte. ¿Y las tres niñas, a unos kilómetros de allí? ¿Dormían? ¿Qué se les pasaba por la cabeza? ¿Qué piensas cuando tienes siete años y sabes que tu madre se está muriendo? ¿Y cuando tienes cuatro años? ¿Y un año? Dicen que con un año no sabes, no comprendes, pero incluso sin palabras debes de adivinar que a tu alrededor ocurre algo de una gravedad inmensa, que la vida se está tambaleando, que nunca más habrá una seguridad real. Una cuestión de lenguaje me rondaba el pensamiento. Detesto que se emplee la palabra «mamá», salvo en vocativo y en un entorno privado: que incluso a los sesenta años te dirijas así a tu madre está muy bien, pero que pasada la escuela elemental digas «la mamá de fulano» o, como Ségolène Royal, «las mamás», me repugna, y percibo en esta repugnancia otra cosa distinta que el reflejo de clase que me hace saltar cuando alguien dice delante de mí «parisiense» o, cada dos por tres, «sin problema». Sin embargo, incluso para mí, la que se iba a morir no era la madre de Amélie, de Clara y de Diane, sino su «mamá», y esta palabra que no me gusta, que me entristece desde hace tanto tiempo, no diré que no me apenase, pero tenía ganas de pronunciarla. Tenía ganas de decir, en voz baja: «mamá», y llorar y sentirme no consolado, no, sino acunado, simplemente acunado, y dormirme así.Rosier, donde vivían Juliette, Patrice y sus tres hijas, donde siguen viviendo Patrice y sus tres hijas, es un pueblo muy pequeño, sin comercios ni café, pero tiene una iglesia y una escuela alrededor de las cuales se han construido urbanizaciones. La iglesia datará de finales del siglo XIX, ninguna de las casas es de esa época, y por eso uno se pregunta cómo sería el pueblo en otro tiempo, si lo habitaron campesinos antes de que llegaran las parejas jóvenes que trabajan en Vienne o en Lyon y que han optado por afincarse aquí porque no es muy caro y está bien para los niños. Cuando estuve con Hélène, en febrero, el lugar me había parecido tanto más siniestro porque el hábitat y los habitantes me recordaban mucho el pueblo donde habían vivido Jean-Claude Romand y su familia, [3] no muy lejos de allí, en la región de Gex. En junio era más agradable, sobre todo porque hacía bueno. El jardín, con su columpio y su piscina de plástico, da a la plaza de la iglesia, que basta atravesar para llegar a la escuela. Me imaginé a las niñas saliendo después del desayuno con su cartera a la espalda, imaginé las meriendas, las visitas de una casa a otra, las bicicletas colgadas en los garajes, por encima del banco de trabajo y la segadora. Aquello carecía de horizonte, pero al menos era apacible.