Выбрать главу

Había mucha gente en la casa cuando llegamos, la mañana del sábado: Patrice y sus hijas, a las que acababan de preparar para la fiesta del colegio, pero también las familias de ambas partes, padres, hermanos y hermanas, sin contar a los vecinos que se quedaban cinco minutos, el tiempo de un café. Preparaban uno tras otro, sacando del lavavajillas que aún no estaba en marcha tazas que lavaban debajo del grifo. Yo era el extraño más reciente que se había incorporado a la familia, necesitaba que me asignaran una tarea y me instalé en la mesa de la cocina para ayudar a la madre de Patrice a preparar una gran ensalada para la comida. Todos sabíamos por qué estábamos allí, no hacía falta hablar de ello, pero entonces, ¿qué decir? La madre había leído mi libro El adversario, que Juliette le había recomendado diciendo que yo era el nuevo novio de Hélène, y le había parecido un relato muy duro. Yo reconocí que sí, que lo era, que también para mí había sido duro escribirlo, y me sentí vagamente avergonzado de escribir cosas tan crudas. A la gente que frecuento no le plantea problemas que un libro sea horrible: por el contrario, muchos ven en este hecho un mérito, una prueba de audacia que acredita la valía del autor. A los lectores más candorosos, como la madre de Patrice, les perturba. No juzgan que esté mal escribir estas cosas, pero de todos modos se preguntan por qué escribirlas. Se dicen que un tipo amable y bien educado, que les ayuda a cortar en rodajas los pepinos, que parece participar sinceramente en el duelo de la familia, debe de ser, pese a todo, o muy retorcido o bien desgraciado, en cualquier caso debe de haber en él algo anómalo, y lo peor es que no puedo evitar estar de acuerdo con ellos.

Prefería refugiarme en la compañía de la madre de Patrice porque no me atrevía a acercarme a las niñas: me refiero a las dos mayores, Amélie y Clara. Con ellas no era suficiente ser amable y bien educado. Yo no sabía lo que había que hacer, pero en aquel momento sabía que no era capaz de hacerlo. La primera vez que había ido a la casa, había hecho el payaso para hacer reír a Amélie. Ahora era Antoine el que la hacía reír con sus payasadas. Antoine es el hermano pequeño de Hélène y de Juliette, y es una de las personas más fáciles de querer que conozco. Es alegre, amistoso, no hay en él nada reprimido, prohibido, todo el mundo se siente enseguida a gusto con él, y en especial los niños. Descubrí más tarde el abismo de congoja que puede abrirse en Antoine, pero en aquella ocasión yo envidiaba su simplicidad, su relación de tú a tú con la vida, que es lo contrario de mi carácter y, me parecía entonces, del de Hélène. No obstante, ella es capaz de olvidarse de sí misma. Yo lo había descubierto viendo cómo prestaba ayuda a los siniestrados de la ola, y lo comprobaba observándola con Clara. Patrice, acababa de decirme su madre, había hablado la víspera con sus tres hijas. Y hablar quería decir: mamá se va a morir; mañana, después de la fiesta del colegio, iremos a verla los cuatro, y será la última vez que la veamos. Había pronunciado estas palabras y había tenido que repetirlas. Clara las había oído. Sabía que iba a perder a los cuatro años el amor irreemplazable que le daba su madre, y buscaba ya una sustituía en su tía. Yo veía que Hélène la mimaba, acogía sus carantoñas y sus lloros, y a mí me conmovía su delicadeza tanto como me había conmovido, en Sri Lanka, verla en una situación exactamente opuesta, ante los padres de otra Juliette.

He sido y sigo siendo guionista, uno de mis oficios consiste en construir situaciones dramáticas, y una de las reglas del oficio es no tener miedo de la desmesura ni del melodrama. Pienso, sin embargo, que me estaría vedado en una ficción un recurso lacrimógeno tan impúdico como el montaje paralelo de las niñas bailando y cantando en la fiesta del colegio y la agonía paralela de su madre en el hospital. A la espera de que les tocase el turno, Hélène y yo salíamos del patio cada diez minutos para fumar y luego volvíamos al banco donde estaba sentada la familia, y cuando las niñas aparecieron, primero Clara entre las pequeñas del parvulario, que hacían el ballet de los peces en el agua, y después Amélie que, con tutù, actuaba en un número de aro y hula-hoop, imitamos a los demás e hicimos grandes aspavientos para captar su atención y que ellas advirtieran nuestra presencia. Aquel espectáculo era importante para ellas. Eran niñas concienzudas, aplicadas. Pocos días antes, creían que su madre iría a verlas. Cuando la llevaron al hospital, Patrice les dijo, y sin duda él lo esperaba todavía, que volvería a tiempo para la fiesta. Después les dijo que no era seguro que llegase a tiempo, pero que volvería pronto. Después, la víspera, que no volvería nunca. Lo que hacía aquello aún más desgarrador, si cabe, era que la fiesta estuvo muy bien. Realmente. Gabriel y Jean-Baptiste, mis dos hijos, ya son mayores, pero he visto no pocas fiestas de fin de curso en la escuela de párvulos y en la primaria, funciones de teatro, canciones, pantomimas, y por supuesto que son enternecedoras, pero también laboriosas, aproximativas, un poco chapuceras, por así decir, hasta el punto de que si hay algo que los padres más indulgentes agradecen a los profesores que se rompen la cabeza para organizarías es que sean cortas. La función del colegio de Rosier no lo era, pero tampoco había sido representada a la ligera. Los pequeños ballets y sainetes poseían una calidad de precisión que sólo se alcanzaba con mucho trabajo y empeño, una seriedad impensable en los colegios de progres ricos que han frecuentado mis hijos. Los niños tenían un aire de felicidad y equilibrio. Crecen en el campo, en un entorno familiar protegido. En Rosier la gente se divorciaba y se despedazaba como en todas partes, pero entonces abandonaba el pueblo, que era en verdad un lugar para familias unidas, un lugar donde cada niño, desde el escenario donde cantaba y bailaba, podía buscar con la mirada, entre los bancos del público, a su padre y a su madre juntos, y huelga decir que estaban juntos. Era la vida tal como la muestran los anuncios de mutuas o de préstamos bancarios, la vida en que te preocupas del rédito anual de la libreta A y de las fechas de vacaciones en la zona B, la vida Alcampo, la vida con ropa de deporte, la vida media en todo, no sólo desprovista de encanto sino de la conciencia de que se puede intentar dar a la vida una forma y un estilo. Yo observaba esta vida desde arriba, no hubiera querido vivirla, pero lo cierto es que aquel día yo miraba a los niños, miraba a sus padres filmando con sus cámaras de vídeo y me decía que la elección de vivir en Rosier no era sólo escoger la seguridad y el rebaño, sino también el amor.