Todo el mundo estaba al corriente de la noticia entre la multitud de padres de alumnos que llenaba el patio de la escuela y que, terminada la función, se congregó en el terraplén delante de la iglesia. Todavía no se hablaba de Juliette en pretérito, pero no era posible fingir esperanza. Vecinos y amigos más o menos cercanos abrazaban a Patrice, que tenía en brazos a la pequeña Diane, le apretaban el hombro, se ofrecían a cuidar de las niñas o a alojar, si faltaba sitio, a los parientes que habían llegado a causa de la muerte de su esposa. Él tenía una sonrisa desolada y afable, que expresaba una gratitud auténtica por las manifestaciones de simpatía más convencionales -que sean convencionales no impide que sean sinceras-, y lo que me sorprendía, lo que nunca ha dejado de sorprenderme en Patrice es su simplicidad. Allí estaba, en shorts y sandalias, daba el biberón a su hija más pequeña y nada en él se planteaba la cuestión de cómo manifestar su pena. Comenzó la feria. Había puestos de pesca con caña, de tiro al arco, pirámides de latas de conserva que había que derribar con una pelota de tenis, un taller infantil de pintura, una tómbola… Amélie tenía un talonario de billetes sin gastar para la tómbola, todos los miembros de la familia y algunos vecinos se los compraron, pero a ninguno le tocó un premio. Como yo estaba con Hélène y con Amélie en el momento del sorteo, simulé que prestaba una gran atención, verifiqué febrilmente mis números y exageré mi decepción para que la niña se riera. Se reía, pero a su manera: gravemente, y yo trataba de imaginar qué recuerdo guardaría, cuando adulta, de aquel día. Trato de imaginar, cuando escribo esto, lo que sentirá si lo lee algún día. Después de la feria hubo una comida en el jardín, debajo de la gran catalpa. Hacía mucho calor, se oía al otro lado de los setos las risas y las salpicaduras de los niños en las piscinas inflables. Clara y Amélie, sentadas muy formales a la mesa, hacían dibujos para su madre. Si el color sobrepasaba la línea del contorno, fruncían el ceño y empezaban de nuevo. Cuando Diane se despertó de la siesta, Patrice y Cécile, la otra hermana de Juliette, se fueron al hospital con las tres niñas. En el momento de subir al coche, Amélie se volvió hacia la iglesia, trazó una furtiva señal de la cruz y murmuró, muy rápido: haz que mamá no se muera.
El turno de Hélène y el mío llegó al final de la tarde. Previendo que tendría que conducir, la víspera me ocupé de memorizar el itinerario, y puse especial empeño en recorrer el trayecto sin errores ni titubeos: lo único que podía hacer era conducir bien, y ya era algo. Empujamos las mismas puertas de doble batiente, recorrimos los mismos pasillos desiertos, iluminados con luces de neón, aguardamos un largo rato delante del interfono a que nos permitieran el acceso a la unidad de vigilancia intensiva. Cuando entramos en la habitación, Patrice estaba tumbado en la cama al lado de Juliette, con el brazo alrededor de su cuello y la cara vuelta hacia la de ella. Juliette había perdido el conocimiento, pero su respiración seguía siendo penosa. Patrice salió al pasillo para que Hélène estuviera un momento a solas con su hermana. Vi que ella se sentaba en el borde de la cama y que tomaba la mano inerte de Juliette y después le acariciaba el rostro. Transcurrió un tiempo. Al salir de la habitación, preguntó a Patrice qué habían dicho los médicos. Él respondió que según ellos Juliette moriría durante la noche, pero que no se podía saber cuánto duraría. Ahora, dijo Hélène, tienen que ayudarla. Patrice meneó la cabeza y volvió a la habitación.
El médico de guardia era un joven calvo con gafas de montura dorada y aire precavido. Nos recibió acompañado de una enfermera rubia, de aspecto tan cálido como frío el de él, y nos rogó que nos sentáramos. Ya sabrá usted, dijo Hélène, lo que vengo a pedirle. El hizo una pequeña seña que significaba menos un sí que una invitación a que continuase, y Hélène, a la que le asomaban las lágrimas a los ojos, prosiguió. Preguntó cuánto tiempo podía durar la agonía y el médico repitió que no podía decirlo pero que era cuestión de horas, no de días. Juliette estaba entre dos aguas. Ahora hay que ayudarla, insistió Hélène. Él se limitó a responder: ya hemos empezado a hacerlo. Hélène le dejó su número de móvil y pidió que la llamaran cuando todo hubiese acabado.
En el camino de vuelta del hospital, en el coche, no estaba segura de haber sido lo bastante clara con el médico ni de que lo hubiese sido la respuesta de él. Intenté tranquilizarla: no había habido ambigüedad de ninguna de las partes. Ella temía también el celo de la enfermera cálida, que había hablado de una posible mejoría. Juliette, decía con un tono esperanzado, podía durar aún veinticuatro o incluso cuarenta y ocho horas. Hélène estaba convencida de que estas horas sobraban. Juliette ya se había despedido, Patrice estaba a su lado: era el momento. La medicina, a partir de aquel punto, ya sólo podía permitir que se aprovechase aquel instante.
Paramos en Vienne para comprar tabaco y beber algo en la terraza de un café, en la avenida principal. Era una tarde de sábado en una pequeña ciudad provinciana, la gente pululaba por la calle en mangas de camisa o con ropa ligera, flotaba un aire de verano y de sur. Además del tráfico normal, vimos y oímos pasar primero unas motos conducidas por chicos que levantaban la rueda delantera y extraían del motor el zumbido más fuerte posible, y después la comitiva de una boda, velos blancos que ornaban las antenas de radio y las bocinas a pleno volumen, y por último el camión publicitario que anunciaba un espectáculo de marionetas para aquella misma noche. Era una cita en la cumbre, rebuznaba el tío con su megáfono, una cita que nadie debía perderse: ¡Guiñol y el osito Winnie! Como en la fiesta del colegio, daba la sensación de que al guionista se le había ido la mano.
Hablamos de Patrice. ¿Cómo iba a apañarse, solo con tres hijas, sin auténticos recursos? Las tiras cómicas que dibujaba en el taller del sótano de su casa no le reportaban mucho, era Juliette la que mantenía a la familia con su sueldo de magistrada, y aunque a las niñas no les faltaba de nada, llegar a fin de mes se hacía difícil. El seguro intervendría, por supuesto, terminaría de pagar la casa, y además Patrice encontraría un empleo. Su dulzura y su modestia no eran dotes muy rentables, no iba a abrir un negocio de relaciones públicas, pero se podía contar con éclass="underline" haría todo lo que tuviese que hacer. Más adelante volvería a casarse. Un muchacho tan guapo, tan agradable, encontraría sin duda una mujer parecida. Sabría amarla como había amado a Juliette: no se complacería en el duelo, carecía de inclinaciones morbosas. Sucedería, no valía la pena anticiparse. De momento estaba allí, sostenía en brazos a su mujer moribunda y, tardase lo que tardase ella en morir, era indudable que la sostendría hasta el final, que Juliette moriría resguardada en sus brazos. Nada me parecía más valioso que aquella seguridad, la certeza de poder descansar hasta el último instante en los brazos de alguien que te ama totalmente. Hélène me contó lo que Juliette le había dicho la víspera a su hermana Cécile antes de que llegásemos, cuando todavía era capaz de hablar. Decía que estaba contenta, que su pequeña vida tranquila había sido una vida colmada. Al principio pensé que era una frase reconfortante, y luego que era sincera y por fin que era verdad. Pensé en la frase famosa de Fitzgerald: «Evidentemente, todas las vidas son un proceso de demolición», y yo no creía que fuese cierta. Al menos, no en el caso de todas las vidas. Quizá sí la de Fitzgerald. Quizá también la mía: en aquel entonces lo temía más que ahora. Y además no se sabe lo que ocurre en el último minuto, debe de haber vidas cuyo fracaso aparente es engañoso, porque in extremis han dado un giro en redondo o porque hay en ellas algo invisible que se nos ha escapado. Debe de haber vidas en apariencia colmadas que quizá son infiernos, por horrible que sea pensarlo, infiernos hasta el final. Pero cuando Juliette juzgaba la suya, yo la creía, y lo que me inducía a creerla era la imagen del lecho de muerte en la cual Patrice la estrechaba en sus brazos. Le dije a Hélène: ¿Sabes? Ha pasado algo. Hace incluso unos meses, si yo hubiera sabido que tenía cáncer, que iba a morirme pronto, y si me hubiese hecho la misma pregunta que Juliette, ¿acaso mi vida había sido colmada?, no habría podido responder como ella. Habría dicho que no, que no había vivido una vida plena. Habría dicho que había conseguido cosas, tenido dos hijos hermosos y vivos, escrito tres o cuatro libros en los que cobró forma lo que yo era. Hice lo que pude, con mis medios y mis trabas, luché por hacerlo, no es un balance negativo. Pero lo esencial, que es el amor, me habrá faltado. He sido amado, sí, pero no he sabido amar: o no he podido, es lo mismo. Nadie ha podido descansar en mi amor con absoluta confianza y yo no descansaré al final en el amor de nadie. Es lo que habría dicho si me hubieran anunciado mi muerte antes de la ola. Y después de la ola te elegí, nos hemos elegido, y ya no es lo mismo. Estás aquí, cerca de mí, y si tuviese que morir mañana podría decir como Juliette que he tenido una vida colmada.