No obstante, comentó ella, lo que él dice sin decirlo es que estaba enamorado de ella.
No lo sé, dije.
La noche siguiente, la primera desde la muerte de Juliette, volví a pensar en lo que nos había contado Étienne y se me ocurrió la idea de contarlo a mi vez. Más adelante tuve muchas dudas sobre este proyecto, lo abandoné durante tres años creyendo que nunca volvería a abordarlo, pero aquella noche se me presentó como una evidencia. Me habían hecho un encargo, bastaba con aceptarlo. Acostado contra Hélène dormida, me exaltaba la idea de un relato breve, algo que se leyera en dos horas, el tiempo que habíamos pasado en la casa de Étienne, y que transmitiera la emoción que yo había sentido al escucharlo. Este programa, en aquel momento, me pareció muy circunscrito, muy factible. Técnicamente habría que escribirlo como El adversario, en primera persona, sin ficción, sin efectismos, y al mismo tiempo era exactamente lo opuesto de El adversario, en cierto modo su positivo. Sucedía en la misma región, el mismo medio, la gente vivía en las mismas casas, leía los mismos libros, tenía los mismos amigos, pero por un lado estaba Jean-Claude Romand, que es la mentira y la desgracia personificadas, y por el otro Juliette y Étienne, que en el ejercicio del derecho y en la prueba de la enfermedad persiguieron sin tregua la justicia y la verdad. Y había una coincidencia que me inquietaba: la enfermedad de Hodgkin, el cáncer del que Romand fingía estar aquejado para dar un nombre confesable a la cosa innombrable que habitaba en él, es la que Juliette, más o menos por la misma época, padeció de verdad.
Hélène, por su parte, decidió escribir un texto para leerlo en el entierro. Hablamos del escrito, yo la ayudaba a ordenar sus ideas. Lo que ella quería decir es que a lo largo de lo que ella llamaba su pequeña vida tranquila, y que nunca había sido ni pequeña ni tranquila, Juliette siempre había elegido. Ella no posponía las cosas, no se volvía atrás. Elegía y se atenía a sus elecciones: su profesión, su marido, su familia, su casa, su forma de vivir juntos, todo menos la enfermedad. Esta vida era la suya, este lugar era el suyo, nunca trató de ocupar otro, sino que lo ocupaba plenamente. Había en esto un sentido que era importante para Hélène, que contrastaba quizá con la representación más caótica que ella se hacía de su propia vida. Al mismo tiempo le volvían a la memoria cosas que carecían de sentido y que la perturbaban. Así como otras personas las alimentan, Hélène viste a la gente que ama. Decía: siempre he tenido ganas de regalarle a Juliette un bolso, un bolso precioso, y en el momento en que entraba en la tienda me acordaba de que no, a causa de las muletas no podía llevar bolso. Pero habría podido regalarle una mochila preciosa, para sustituir aquellas tan feas que llevaba. Habría podido. No me gustaba que usara cosas feas, no le he regalado suficientes cosas bonitas. Es horrible, el último regalo que le he hecho es la peluca. Y también: cuando éramos pequeñas, yo tenía celos porque ella era la más pequeña y la más guapa. Sí, te lo aseguro, tú sólo la has visto al final, te enseñaré fotos. Iba a buscar unos álbumes, los extendía encima de la mesa de la cocina. Yo ya los había hojeado con ella al sacarlos de unos cartones cuando nos mudábamos, pero entonces yo sólo me fijaba en Hélène. Ahora miraba a Juliette, Juliette niña, Juliette muchacha, y era verdad, era guapa. No sé si más que Hélène, no me lo parece, pero era guapa, sí, muy bonita, y en absoluto severa como yo me la había imaginado, sin duda debido a su invalidez y a su profesión. Miraba su sonrisa, miraba las muletas que nunca estaban lejos en la foto y no me parecía valiente sino viva, plena y ávidamente viva. Fue después de haber visto esas fotos cuando le hablé a Hélène de mi proyecto. Temí que se escandalizara: su hermana, a la que yo no había conocido, acababa de morir y, hala, yo decidía escribir un libro sobre ella. Tuvo un momento de asombro y después lo juzgó justo. La vida me había puesto en aquel lugar, Étienne me lo había designado y yo lo ocupaba.
A la mañana siguiente, en el desayuno, Hélène se rió, se rió de verdad y me dijo: me haces gracia. Eres el único tío que conozco capaz de pensar que la amistad de dos jueces cojos y cancerosos, que estudian a fondo expedientes de deudas en el tribunal de primera instancia de Vienne, es un argumento fantástico. Además, no se acuestan juntos y, al final, ella muere. ¿He resumido bien? ¿Es eso, la historia?
Lo confirmé: es eso.
Lo hacíamos así: yo tomaba el tren a las ocho en la estación de Lyon, llegaba a Perrache a las diez y un cuarto de hora más tarde llamaba a la puerta de Étienne. El preparaba café, nos sentábamos a la mesa de la cocina, cara a cara, yo abría mi libreta y él empezaba a hablar. En la época de El adversario, cuando entrevistaba a personas relacionadas con el caso Romand, en Lyon o en la región de Gex, evitaba tomar notas porque temía falsear las frágiles relaciones de confianza que conseguía establecer, o no, con mis interlocutores. De regreso en el hotel transcribía lo que había retenido de la conversación. Con Étienne no tenía estos escrúpulos. Por regla general, ni con él ni con Patrice, más tarde, había reflexionado de un modo estratégico, nunca pensé que tal frase o tal actitud mía entrañase el riesgo de privarme de una simpatía indispensable para mi empresa, nunca tuve miedo de dar pasos en falso. Cuando fui a verle, el día del entierro, para decirle que quería escribir su historia y la de Juliette, y que en adelante tendríamos que hablar, Étienne no había mostrado la menor sorpresa, sino que se limitó a sacar su agenda y proponer una fecha: el viernes, 1 de julio. Nos habíamos embarcado en un proyecto común que implicaba que él me contase su vida, y nunca ocultó el placer que le producía contarla. Le gusta hablar de él, es mi manera, dice, de hablar de los demás y con los demás, y señaló perspicazmente que también era la mía. Sabía que al hablar de él por fuerza tendría que hablar de mí. Lo cual no le molestaba, al contrario. Creo que nada le molestaba y, por tanto, tampoco a mí. Es una situación bastante extraña la de contar no sólo lo que se ha vivido, sino expresar quién eres, lo que hace que seas tú y ningún otro, a una persona a la que apenas conoces. Esta situación se plantea en los primeros tiempos de una relación amorosa y de una cura psicoanalítica, y se planteaba allí con una naturalidad desconcertante. Su manera de narrar, como ya he dicho, era libre y asociativa, con saltos bruscos de un tema a otro, de un tiempo al otro. Yo, por mi parte, tengo el gusto y hasta la obsesión de la cronología. La elipsis sólo me conviene como procedimiento retórico, debidamente catalogado y controlado por mí: de lo contrario me espanta. Quizá porque hay en mi vida una desgarradura, y porque espero repararla tejiendo la trama lo más apretada posible, necesito tomar puntos de referencia como: el martes anterior, la noche siguiente, tres semanas atrás, no omitir ninguna etapa, y en nuestras entrevistas continuamente imponía este orden a Étienne, que a su vez me obligó a comenzar este relato con la evocación de su padre.
Lo describe como un universitario atipico, que sentía curiosidad por todo y enseñó sucesivamente astronomía, matemáticas, estadística, filosofía de las ciencias y semiología, sin centrarse realmente en una disciplina ni hacer, en consecuencia, la carrera a la que podía aspirar. Procedente de las ciencias duras, quería aproximarse a la realidad, a lo humano y las incertidumbres inherentes, y de este modo en los años sesenta se vio dando clases de formación a los obreros de Peugeot en Montbéliard, donde la familia de su mujer poseía una casa inmensa, laberíntica, que era imposible de caldear y que por ello hubo que vender, y de la que Étienne conserva la nostalgia. Por formación, sus patronos entendían una formación científica, habían contratado a un profesor de matemáticas, pero él quería despertar las conciencias y dictaba cursos de filosofía, de política y de ética. Le despidieron al cabo de unos meses, como en no pocos sitios por los que pasó dejando su impronta en algunos espíritus generosos. Era un típico cristiano de izquierdas, lector de Simone Weil y de Maurice Clavel, votante fiel de Rocard, miembro del PSU, bajo cuya etiqueta se presentó a las legislativas de Corrèze, el feudo de la familia por el lado paterno, contra el notable chiraquiano de la región: sin éxito, pero aun así le puso contra las cuerdas. Cristiano en compañía de ateos, en la de los cristianos se transformaba en el terror de los curas, capaz de sostener que Jesucristo se acostaba con Juan, su discípulo bienamado. Había en él un contestatario condenado a ser mal visto por todas las jerarquías, un franciscano que podría haberse establecido en una fábrica o caminar en sandalias al azar de los caminos, pero también un burgués ansioso de reconocimiento y que no podía tomar a la ligera sus fracasos. Étienne considera, desde la distancia, que debió de pasar al menos diez años de su vida sumido en una depresión profunda. Su excentricidad adquiría un gusto amargo, no era agradable, cuando te paseabas con los amigos por la calle, encontrar a tu padre vestido con chaqueta, corbata, calcetines y zapatos negros, y las piernas delgadas y peludas asomando de unos pantalones cortos Adidas, pero desconocía el egoísmo y su hijo no recuerda de él ninguna acción mezquina. De la ley hebraica había asumido el mandamiento de dar a los pobres el diez por ciento de lo que ganaba, y si al final del año no había podido ahorrar esa suma, la pedía prestada para no incumplir su compromiso. Era un justo melancólico y desengañado, pero un justo contra el cual Étienne nunca pudo rebelarse. Sus elecciones, dice, son continuación de las que hizo su padre. Sin ser creyente como él, acata las palabras del Evangelio y recuerda con amistad la capellanía que frecuentaba en Sceaux, donde un sacerdote cuya inteligencia respetaba, otro despertador de conciencias, le hacía leer a Hélder Cámara y a los teólogos de la liberación. Piensa que no es una casualidad que tres de sus compañeros de la capellanía sean magistrados como él, entre los más brillantes, pero también los más izquierdistas de su generación. Al igual que su padre, en el fondo Étienne quiso cambiar la sociedad, hacerla más justa, pero quiso ser más astuto que aquéclass="underline" un reformista en vez de un quijote.