Construido sobre el acantilado que cae a pico en el mar, el hotel está como arropado en la exuberancia vegetal de su parque. Hay que franquear una verja vigilada por un guarda y luego bajar una rampa de cemento para llegar a la carretera que bordea la costa. Al pie de esta rampa suele haber tuk-tuks, esos ciclomotores con toldo, equipados de un banco en el que caben sentadas dos personas, tres si se aprietan, y que sirven para los pequeños desplazamientos: hasta diez kilómetros; más allá se alquila un taxi. Hoy no hay tuk-tuks. Hélène y yo bajamos hasta la carretera con la esperanza de averiguar qué ocurre. Parece algo grave, pero, aparte del hombre que ha hablado de los doscientos niños muertos en la escuela del pueblo, y al que alguien ha contradicho diciendo que los niños no podían estar en la escuela porque era Poya, el Año Nuevo budista, nadie en el hotel parece saber más que nosotros. No hay tuk-tuks ni tampoco transeúntes. Suele haberlos siempre: mujeres cargadas con paquetes y que caminan en grupos de dos o tres, escolares con camisas blancas impecablemente planchadas, toda esa gente sonriente y que traba conversación muy de buena gana. Nada es anormal en la carretera al bordear la colina que la protege del océano. En cuanto la sobrepasamos y llegamos al llano, descubrimos que en un lado nada se ha movido, los árboles, las flores, las tapias, los tenderetes, pero que en el otro todo está devastado, envuelto en un barro negruzco como una corriente de lava. Al cabo de unos minutos caminando en dirección al pueblo, nos sale al encuentro un hombretón rubio, demacrado, con el pantalón corto y la camisa desgarrados, cubierto de barro y de sangre. Es holandés; curiosamente es lo primero que dice, y lo segundo es que su mujer está herida. La han recogido unos campesinos, él busca auxilio, pensaba que se lo prestarían en nuestro hotel. Habla también de una ola inmensa que ha reventado y después se ha retirado llevándose las casas y a la gente. Parece conmocionado, más estupefacto que aliviado de seguir vivo. Hélène propone que le acompañemos hasta el hoteclass="underline" quizá funcione ya el teléfono y cabe esperar que entre los residentes haya un médico. Yo, por mi parte, quiero caminar un poco más, digo que enseguida me reuniré con ellos. A la entrada del pueblo, tres kilómetros más allá, reina una atmósfera de angustia y confusión. Se forman y se deshacen grupos, unos vehículos con toldo maniobran, se oyen gritos, gemidos. Desciendo la calle que lleva a la playa, pero un policía me intercepta. Le pregunto qué ha ocurrido exactamente y responde: The sea, the water, big water. ¿Es verdad que hay muertos? Yes, many people dead, very dangerous. You stay in hotel? Which hotel? Eva Lanka? Good, good, Eva Lanka, go back there, it is safe. Here, very dangerous. [2] El peligro parece haber pasado, obedezco de todas maneras.
Hélène está furiosa conmigo porque me he marchado dejándole a los niños en los brazos cuando debería haber sido ella la primera en buscar noticias: es su oficio. Durante mi ausencia, ha recibido una llamada de LCI, la cadena informativa para la que escribe y presenta noticiarios. Es de noche en Europa, lo que explica que los demás clientes del hotel no hayan recibido aún llamadas de sus familias y amigos azorados, pero los periodistas de guardia saben ya que se ha producido una enorme catástrofe en el Sudeste Asiático, algo completamente distinto a una inundación local, como yo había creído al principio. Sabiendo que Hélène estaba de vacaciones allí, esperaban un testimonio en vivo, y ella no tenía apenas nada que contarles. ¿Qué tengo que contar yo? ¿Qué he visto en Tangalle? No tengo más remedio que confesar que poca cosa. Hélène se encoge de hombros. Yo me bato en retirada a nuestro bungalow. Estaba bastante emocionado, al volver del pueblo, porque, en medio de estas vacaciones que languidecían había sucedido algo extraordinario, y ahora estoy contrariado por nuestro enfado y por la conciencia de no haber estado a la altura de las circunstancias. Descontento de mí, vuelvo a zambullirme en El pez escorpión. Entre dos descripciones de insectos, esta frase me llama la atención: «Aquella mañana habría querido que una mano extraña me cerrase los párpados. Como estaba solo, los cerré yo mismo.»
Jean-Baptiste viene a buscarme al bungalow, trastornado. La pareja de franceses a los que conocimos hace dos días acaba de llegar al hotel. Su hija ha muerto. Me necesita para afrontar la noticia. Al caminar con él por el sendero que lleva al edificio principal, recuerdo nuestro encuentro, en un chiringuito de la playa a la que el policía no me ha dejado ir. Ellos ocupaban la mesa vecina a la nuestra. La treintena, él un poco más, ella un poco menos. Los dos guapos, alegres, amistosos, visiblemente muy enamorados el uno del otro y de su hija de cuatro años. Ella vino a jugar con Rodrigue, y fue así como entablamos conversación. A diferencia de nosotros, conocían muy bien el país, no vivían en un hotel sino en una casita que el padre de la joven alquilaba durante todo el año en la playa, a doscientos metros del chiringuito. Era la clase de gente que te alegras de encontrar en el extranjero, y nos despedimos con ganas de volver a vernos. Sin fijar una cita: nos toparíamos forzosamente, en el pueblo, en la playa.
Hélène está en el bar con ellos y un hombre de más edad cuyos pelo gris rizado y cara de pájaro hacen que se parezca al actor Pierre Richard. El otro día no nos dijimos los nombres, Hélène hace las presentaciones, Jérôme, Delphine, Philippe. Philippe es el padre de Delphine, el que alquila la casa en la playa. Y la niña que ha muerto se llamaba Juliette. Hélène lo dice con una voz neutra, Jérôme mueve la cabeza para confirmarlo. Su cara y la de Delphine no tienen expresión. Pregunto: ¿están seguros? Jérôme responde que sí, acaban de volver del hospital donde han reconocido el cuerpo. Delphine mira hacia delante, no estoy seguro de que nos vea. Los siete estamos sentados, ellos tres, nosotros cuatro, en esas butacas y bancos de teca, con cojines de colores vivos; en la mesa baja que tenemos delante hay zumos de frutas, té, un camarero viene a preguntarnos lo que queremos tomar Jean-Baptiste y yo, y maquinalmente pedimos algo y después se restablece el silencio. Se prolonga hasta que Philippe empieza a hablar de pronto. No se dirige a nadie en particular. Su voz es aguda, entrecortada, da la impresión de un mecanismo descompuesto. Durante las horas siguientes, hará el mismo relato varias veces, casi idéntico.
Esta mañana, justo después del desayuno, Jérôme y Delphine se han ido al mercado y Philippe se ha quedado en casa para cuidar a Juliette y Osandi, la hija del dueño de la guesthouse. Leía el periódico local, sentado en su butaca de ratán en la terraza del bungalow. De tanto en tanto levantaba los ojos para vigilar a las dos niñas que jugaban en la orilla del agua. Saltaban y se reían entre las olitas. Juliette hablaba francés, Osandi cingalés, pero de todos modos se entendían muy bien. Unas cornejas se repartían graznando las migajas del desayuno. Todo estaba en calma, el día iba a ser hermoso, Philippe había pensado en ir a pescar con Jérôme por la tarde. En un momento dado observó que las cornejas habían desaparecido, que ya no se oían trinos de pájaros. Entonces llegó la ola. Un instante antes el mar estaba quieto, un instante más tarde era una pared tan alta como un rascacielos y que se le venía encima. En lo que dura un relámpago, pensó que iba a morir y que no tendría tiempo de sufrir. La ola le sumergió, se lo llevó y le arrastró en su vientre inmenso durante un tiempo que le pareció interminable, y luego salió a flote de espaldas. Pasó como un surfista por encima de las casas, de los árboles, de la carretera. Después la ola pasó en sentido inverso y le aspiró mar adentro. Vio que se precipitaba hacia paredes reventadas contra las que iba a estrellarse y tuvo el reflejo de agarrarse a un cocotero, que luego soltó para agarrarse a otro del que también se habría soltado de no ser porque algo duro, un trecho de empalizada, le tenía arrinconado y aplastado contra el tronco. A su alrededor pasaban a toda velocidad muebles, animales, personas, vigas, bloques de hormigón. Cerró los ojos creyendo que iba a triturarle uno de aquellos desechos gigantescos y los mantuvo cerrados hasta que cesó el mugido monstruoso de la corriente y oyó otra cosa, gritos de hombres y mujeres heridos, y comprendió que no había llegado el fin del mundo, que estaba vivo y que comenzaba la verdadera pesadilla. Abrió los ojos, se dejó resbalar a lo largo del tronco hasta la superficie del agua, que estaba completamente negra, opaca. Aún había corriente pero podía resistirla. Por delante de él pasó una mujer con la cabeza en el agua y los brazos en cruz. Los supervivientes empezaban a llamarse entre los escombros, los heridos gemían. Philippe vaciló: ¿sería mejor dirigirse hacia la playa o hacia el pueblo? Juliette y Osandi estaban muertas, de eso estaba seguro. Ahora tenía que encontrar a Jérôme y Delphine para decírselo. En lo sucesivo era su misión en la vida. El agua le llegaba hasta el pecho, estaba en bañador, manchado de sangre, pero no sabía con exactitud dónde estaba herido. Habría preferido quedarse donde estaba, aguardar a que llegaran los servicios de socorro, pero se obligó a ponerse en marcha. El suelo, bajo sus pies desnudos, era irregular, blando, inestable, tapizado de un magma de cosas cortantes con las que tenía un miedo horrible de herirse. A cada paso tanteaba el terreno, avanzaba despacio. A cien metros de su casa no reconocía nada: ni una pared ni un árbol. A veces, caras conocidas, las de vecinos que chapoteaban como él, negros de barro, rojos de sangre, con los ojos ensanchados por el terror, y que como él buscaban a los seres queridos. Ya casi no se oía el ruido de succión de las aguas que se retiraban, y eran cada vez más fuertes los gritos, los lloros, los estertores. Philippe llegó por fin a la carretera y, un poco más arriba, al lugar donde la ola se había detenido. Era algo extraño, aquella frontera tan claramente señalada: hasta aquí el caos, más allá el mundo normal, absolutamente intacto, las casitas de ladrillo rosa o verde claro, los caminos de laterita roja, los tenderetes, los ciclomotores, la gente vestida, atareada, viva, que apenas comenzaba a ser consciente de que había ocurrido algo grande y espantoso, pero no sabía exactamente qué. Los zombis que, como Philippe, volvían a pisar la tierra de los vivos sólo podían balbucir la palabra «ola», y esta palabra se propagaba por el pueblo como debió de propagarse la palabra «avión» el 11 de septiembre de 2001 en Manhattan. Ondas de pánico impulsaban a la gente en los dos sentidos: hacia el mar, para ver lo que había sucedido y socorrer a los que podían ser socorridos; lejos del mar, lo más lejos posible, para ponerse al resguardo por si aquello volvía. En medio del alboroto y los gritos, Philippe subió la calle principal hasta el mercado, donde era la hora de mayor afluencia, y cuando se disponía a buscarles un largo rato, vio enseguida a Jérôme y a Delphine, bajo la torre del reloj. El rumor del desastre que acababa de llegarles en aquel mismo momento era tan confuso que Jérôme creía que un tirador loco había abierto fuego en algún lugar de Tangalle. Philippe se dirigió hacia ellos, sabía que eran sus últimos segundos de felicidad. Ellos le vieron acercarse, él llegó a su altura, cubierto de barro y de sangre, con el rostro descompuesto, y en este punto se detiene el relato de Philippe. No logra continuar. Mantiene la boca abierta, pero no consigue volver a pronunciar las dos palabras que tuvo que pronunciar en aquel instante.