Étienne me dijo otra cosa de su padre, pero más tarde, cuando fui a verle en el mes de agosto a la casa familiar de Corrèze. Aquella construcción de piedras gruesas y aberturas estrechas pertenecía a los Rigai desde el siglo XVII. Fue su padre el que insistió en comprársela a un primo y en habilitarla con un afán de autenticidad que excluía la calefacción y cualquier otro confort; fue él quien, con su mujer, recogió aquellos muebles rústicos, aquellas paneras, arcones de madera oscura, cátedras de respaldo duro que parecen salidas de un cuadro de Le Nain y apenas dan ganas de sentarse en ellas para leer frente al fuego. Étienne conserva un buen recuerdo de las vacaciones que pasaba allí, de hecho vuelve siempre, pero no por eso está menos convencido de que su padre, durante su infancia, fue víctima de una agresión sexual en aquella casa. Su falta de datos para sostener esta tesis me recuerda una biografía americana del novelistaPhilip K. Dick que se fundamenta en el mismo postulado: el autor no tiene ninguna prueba de que Dick hubiera sido violado de niño, pero considera que todo en su personalidad lo proclama, ésta sólo se puede explicar mediante aquel traumatismo. Cuando se lo señalo a Étienne, él está de acuerdo y reconoce que su convicción dice más cosas de él que de la realidad: quizá no sea cierto, quizá sólo sea un fantasma suyo, la única explicación que ha descubierto para la fobia que su padre tenía al contacto físico. Dios sabe que era un padre afectuoso y, mejor aún, un padre que supo infundirles confianza a sus hijos, pero no les besó nunca, nunca les cogió en brazos, bastaba con que le rozasen para que se estremeciera como al contacto con una serpiente: quizá no lo habían violado, pero lo que es seguro es que el cuerpo le suponía un problema.
¿Le sucedía lo mismo a Étienne? Al principio dijo que no, que todo era normal, pero después, reflexionando, dijo que era solitario en el colegio, que se perdía en ensoñaciones durante el día y que por la noche le atormentaban pesadillas pavorosas, y por último que hasta los dieciséis años mojaba la cama. Reconozco estos rasgos -aunque por mi parte yo mojé la cama durante menos tiempo-, y puedo decir que no, que en realidad no todo era normal.
Étienne supo muy pronto que quería ser juez. Esta vocación me intriga. Conocí en el instituto a un adolescente que de mayor quería ser juez y no sé qué habrá sido de él, pero en mi recuerdo el tipo daba miedo. Tenías la sensación de que al decir juez quería decir poli, y un poli como los que interpretaba Michel Bouquet en las películas de Yves Boisset de la época: hipócrita y perverso, alguien en cuyas manos vale más no caer. Dicho esto, yo quizá me equivocaba, nos equivocábamos los lectores novicios que éramos de Charlie Hebdo: quizá aquel chico era solamente tímido y estaba orgulloso de su vocación, herido porque se burlaban de ella, y se ha convertido en alguien tan notable como Étienne Rigai. Quizá si yo le hubiese conocido a esa edad también habría desconfiado de Étienne. No lo creo, prefiero pensar que nos habríamos hecho amigos.
Una de las cosas que me ha impulsado a escribir esta historia es la manera en que Étienne, la primera vez, dijo: Juliette y yo hemos sido grandes jueces. La seguridad y el orgullo con que pronunció estas palabras eran extraordinarios. Como un artista que aunque sepa bien que su carrera no ha terminado, que hay que continuar, que no hay nada afianzado, sabe al mismo tiempo que tiene en su haber una obra, al menos una, que hace que, a pesar de todo, pueda dormir tranquilo, que el porvenir será el que sea, pero que para él ya se ha jugado la partida y la ha ganado. Al mismo tiempo, esta idea de grandeza vinculada con la profesión de juez me dejaba perplejo. Si me hubieran pedido que citara tres o incluso un solo gran juez me habría quedado in albis, lo único que se me hubiera ocurrido es algunos nombres de los que se habla en relación con expedientes mediáticos, y además estos jueces conocidos del público -Halphen, Van Ruymbecke, Eva Joly- son jueces de instrucción, no magistrados que componen un tribunal con una toga y una bocamanga de armiño, personajes a los que la mitología novelesca y cinematográfica muestra como guardianes más bien antipáticos del orden burgués. Aunque todos estemos de acuerdo con la idea, a la vez convencional y correcta, de que lo que importa no es lo que uno hace sino cómo lo hace, y que es mejor ser un buen charcutero que un mal pintor, todos hacemos más o menos una distinción entre los oficios creativos y los otros, y es sobre todo en los primeros donde la excelencia, compuesta no sólo de competencia, sino también de talento y carisma, puede evaluarse en términos de grandeza. Por ceñirme al mundo del derecho, yo sabía bien lo que era un gran abogado, pero menos bien lo que era un gran ujier. Y un gran juez, francamente, en especial si se trata de un juez de primera instancia, experto no en grandes casos criminales, sino en contenciosos civiles: paredes medianeras, curadurías, alquileres impagados… Digamos que era algo que, a priori, no me fascinaba.
(Y además está la frase del Evangelio: «No juzguéis.»)
Para explicar su vocación, Étienne dice tres cosas. Que le gustaba la idea no de defender a la viuda y al huérfano, sino de dictaminar lo que es justo y administrar justicia. Que deseaba cambiar la sociedad, pero asimismo ocupar en ella un lugar confortable: llevar una vida burguesa sin preocuparse por hacer fortuna. Que, por último, al juzgar se ejerce un poder y que él posee no el gusto del poder, sino el gusto por el poder.