Cuando dice esto último no capto muy bien el matiz, pero ilustra un rasgo de Étienne que he llegado a conocer y que me agrada. Fue un rasgo particularmente llamativo, el día de nuestra visita colectiva. Cada vez que alguien le interrumpía, no para contradecirle, sino para confirmar, completar, comentar lo que él decía, meneaba la cabeza y murmuraba que no, que no era exactamente así. A continuación seguía hablando y decía lo mismo, con un matiz ligerísimamente distinto. Para razonar un poco como él, pienso que para concordar con la gente necesita no estar de acuerdo con ella. Por ejemplo, cuando el padre de Juliette habló de la amistad entre ella y él, se mostró disconforme sobre esta palabra: Juliette y él no eran amigos, eran personas próximas, lo cual no tenía nada que ver. Cuando le conocí mejor, le dije que a mí la palabra amistad me servía para designar lo que había entre Juliette y él, y que si no era así no veía lo que podía ser la amistad. Aun siendo sensible al gusto por la precisión que esto revela, adquirí la costumbre de burlarme de su manía de recusar todo lo que le dicen para reformularlo después de un modo casi idéntico, y le divirtió que yo bromease a este respecto: siempre nos complace que las personas que nos quieren señalen nuestros defectos como razones adicionales para querernos. Desde entonces, Étienne se avino cada vez más a coincidir conmigo.
Estamos en enero de 1981. Yo tengo veintitrés años, hago mi servicio militar como cooperante en Indonesia y escribo allí mi primera novela. Él tiene dieciocho, cursa el último año en Sceaux. Sabe lo que quiere hacer después del bachillerato: la facultad de derecho y a continuación la Escuela Nacional de la Magistratura. Juega al tenis. Todavía es virgen. Y al cabo de varios meses le duele la pierna izquierda. Le duele mucho, cada vez más. Tras varias consultas muy poco concluyentes, le hacen una biopsia y, cuando llega el resultado, el padre de Étienne le lleva con urgencia al Instituto Curie. Tiene el rostro grave, angustiado, no pronuncia la palabra fatídica pero dice entre dientes: hay células sospechosas. Hay varios médicos reunidos alrededor del chico en una sala del sótano. Bueno, muchacho, dice uno de ellos, vamos a intentar que sigas entero.
No vuelves a casa. Te quedas allí.
¿Qué pasa?
¿No lo has comprendido?, se asombra su padre, trastornado y reprochándose no haberse hecho entender: tienes un cáncer.
Las visitas, la presencia de los familiares sólo están autorizadas hasta las ocho de la tarde. Étienne se queda solo en su habitación de hospital. Le dan de cenar, un comprimido que le ayude a dormir, pronto apagan la luz. Es de noche. Es la primera: la noche de la que habló el día en que nos conocimos y que esta vez intenta contarme con detalle porque es importante, muy importante.
Está tumbado en la cama, en calzoncillos porque su padre no había pensado que todo ocurriría tan deprisa, que le ingresarían, y por tanto no le ha llevado lo necesario para pasar la noche. Étienne levanta las mantas para mirarse las piernas, las dos piernas que tienen un aspecto normal, las piernas de un adolescente deportista. En la izquierda, en la tibia de la izquierda, está eso que se esmera en destruirle.
Unos meses antes leyó 1984, de George Orwell. Una escena le causó una impresión terrible. Winston Smith, el héroe, ha caído en manos de la policía política y el oficial que le interroga le explica que su oficio consiste en descubrir en cada sospechoso lo que más miedo le inspira en el mundo. Se puede torturar a la gente, arrancarle las uñas o los testículos, siempre habrá algunos que aguantarán el tormento, sin que se pueda decir de antemano quiénes serán: los héroes no son forzosamente los que se piensa. Pero cuando se ha identificado el miedo fundamental de un hombre, es fácil doblegarlo. Ya no hay heroísmo ni resistencia posible, pueden poner al prisionero delante de su mujer o su hijo y preguntarle si prefiere que le hagan eso a él o a uno de ellos: por muy valiente que sea o aunque les ame más que a sí mismo, preferirá que se lo hagan a su mujer o a su hijo. Es así, existen horrores, distintos para cada uno, que no se pueden afrontar. Por lo que respecta a Smith, el oficial ha investigado y ha averiguado. La cosa espeluznante, insoportable para Smith es una rata en una jaula que le acercan a la cara, y abren la jaula y la rata hambrienta se precipita sobre él y le devora, con sus dientes afilados le muerde las mejillas, la nariz, y pronto encuentra el manjar más exquisito, los ojos, y se los arranca.
Es la imagen que perturba a Étienne la primera noche. Pero la rata está dentro de él. Lo devora vivo desde el interior. Ha empezado por la tibia, ahora asciende a lo largo de la pierna, se abrirá camino dentro de sus entrañas, después le recorrerá la columna vertebral hasta llegar, por último, a los repliegues del cerebro. Es una imagen más que una sensación, curiosamente no siente nada, es como si su cuerpo y el dolor que, sin embargo, no le abandona desde hace meses, se hubieran ausentado, pero es una imagen tan pavorosa que Étienne quisiera morir para ahuyentarla. Para no verla más, quisiera que su cerebro se apagase, que todo se detuviera, dejar de existir. Sin embargo, en el fondo de este horror, llega a decirse: tengo que encontrar otra cosa. Otra imagen, otras palabras, a toda costa, para superar esta noche. Si la supera, sucederá algo que quizá no le salve, pero que ya no será eso. Con la ayuda del somnífero, se sume en una duermevela en cuyo fondo la rata merodea y roe. Vuelve a dormirse, se despierta, las sábanas están empapadas de sudor. Y al amanecer la rata ha desaparecido. Se ha marchado. No volverá. En su lugar hay una frase. Una frase que visualiza como si la tuviera escrita delante de él, en la pared.
Étienne no pronuncia esta frase fulgurante. Pronuncia otras que a mí me parecen aproximaciones, paráfrasis. Ninguna de ellas posee para mí el poder de evidencia y de eficacia del que Étienne habla. Anoto en mi libreta: las células cancerosas forman parte de ti tanto como las sanas. Tú eres esas células cancerosas. No son un cuerpo extraño, una rata que se hubiera introducido en tu cuerpo. Forman parte de ti. No puedes detestar tu cáncer porque no puedes detestar- te a ti mismo (pienso, sin decirlo: por supuesto que puedes). Tu cáncer no es un adversario: es tú mismo.
Entiendo lo que me dice Étienne: que esas frases y la que se oculta detrás de ellas han sido decisivas. Lo creo, sé que habla de algo que ha sonado perfectamente claro en su oído, pero que por ahora no suena claro en el mío. Pienso que hay que esperar, que no hemos acabado el tema de la primera noche.
La imagen de la rata, sin embargo, me resulta familiar. Salvo que el animal que a mí me roe por dentro es un zorro. La rata de Étienne procede de 1984, mi zorro de la historia del niño espartano que estudiábamos en la clase de latín. El niño espartano había robado un zorro que guardaba escondido debajo de la túnica. Delante de la asamblea de ancianos, el zorro empezó a morderle el vientre. El niño, en vez de liberarlo y de este modo confesar su robo, se dejó devorar las entrañas sin rechistar, hasta que le sobrevino la muerte.
Le conté a Étienne que un día fui a ver al viejo psicoanalista François Roustang. Le hablé del zorro que yo aún tenía la esperanza de expulsar descubriendo cómo y por qué, hacia el fin de mi infancia, se había alojado allí, debajo de mi esternón, para comprimirme y roerme el plexo solar. Roustang se encogió de hombros. Ya no creía en las explicaciones ni, por lo demás, en el psicoanálisis, sino sólo en la exactitud de los gestos. Déjelo salir, me dijo. Déjele que se haga un ovillo, ahí, en esa butaca. No tiene otra cosa que hacer. Ya ve, está ahí. Está tranquilo. Y cuando me despedí, al estrecharle la mano: puede dejármelo, si quiere, me dijo. Yo se lo guardo.