Creí que eso resultaría, por un momento. No volví a recoger al zorro, volvió él por su cuenta. Hoy me deja en paz, porque duerme o porque, como espero, se ha marchado definitivamente, pero en la época de mis conversaciones con Étienne, hace tres años, todavía estaba allí. Me hacía sufrir. Y Étienne me ayudaba a escucharle.
Le aplicaron de inmediato la quimioterapia, con la esperanza de salvarle la pierna, y se la salvaron. Soportó valientemente la mayor parte del tratamiento; lo que no soportaba era la idea de perder el pelo y el vello. Era un adolescente inquieto, atormentado, con la virilidad aún no del todo afianzada. Las chicas le asustaban tanto como le atraían. Así que cuando empezó a perder el pelo, cuando a la imagen que veía en el espejo se superpuso la del zombi en que pronto iba a convertirse, calvo, sin cejas, sin vello alrededor del sexo, por más que le asegurasen que volvería a crecer enseguida, la angustia fue tan fuerte que abandonó el tratamiento. Por iniciativa propia, a hurtadillas, sin decírselo a nadie. Solamente le quedaban algunas sesiones que duraban medio día y no tres días como al principio: sus padres le habrían acompañado de buena gana, pero les dijo que prefería ir solo en el metro, y en realidad no iba. En Curie explicó que seguía el tratamiento en una clínica de Sceaux, incluso pidió una receta para ello, y debió de ser convincente, porque nadie llamó a sus padres para cerciorarse de que todo discurría con arreglo al protocolo. Ocupaba las horas que se tomaba libres callejeando por París, hojeando libros en las librerías del Barrio Latino. ¿En qué pensaba al hacer novillos de la quimioterapia como quien falta a las clases sin importancia de fin de curso? ¿Era consciente del riesgo que corría? Él dice que sí. Dice también que cuando tuvo una recaída se preguntó: ¿habría recaído si hubiera seguido la quimioterapia hasta el final? ¿Habría perdido la pierna? No tiene una respuesta, y rápidamente se desinteresó de la cuestión.
Aprobó el bachillerato en junio y el verano siguiente, en lugar de descansar, como le recomendaban, encontró un trabajillo de estudiante en la Fnac Sport, en la sección de raquetas de tenis. El deporte le estaba prohibido, porque si se le rompía la tibia no se le reconstruiría, y a pesar de ello seguía jugando al tenis e incluso al fútbol, una de las actividades donde existe un mayor riesgo de recibir un buen puntapié con una bota, precisamente en la tibia. Una pregunta a la que Étienne tampoco responde es si al afrontar estos peligros manifestaba una despreocupación normal en un adolescente que ha estado al borde de la muerte y quiere vivir sin trabas, o bien una pulsión más oscura.
Al cabo de un año le dijeron que estaba curado. Sólo tenía que pasar las pruebas de control, primero cada tres meses y después cada seis. Iba al Instituto Curie al salir de las clases de derecho en el Panteón. La sala de espera estaba llena de cancerosos a los que miraba con verdadero asco. Se acuerda de que un día llevaron en una camilla a una mujer en un estado espantoso. Debía de pesar treinta y cinco kilos y tenía la cara como si se la hubiesen encogido los jíbaros. Le hicieron entrar antes y él pensó, furioso: ¿por qué ella pasa antes que yo, que tengo tantas cosas que hacer en la vida, mientras que a ella sólo le queda palmar? No se avergonzaba de esta dureza, al contrario: estaba orgulloso. La enfermedad le repugnaba, así como los enfermos; ya no era asunto suyo.Tenía veintidós años cuando recayó. Un dolor tan intenso en la misma pierna que no podía dormir y caminaba con dificultad. Me cuesta creerle cuando me asegura que ni él ni su familia pensaron al instante en una recidiva, porque le consideraban tan bien curado que un dolor en la pierna, incluso muy vivo, no podía ser nada grave: una lesión muscular, una tendinitis. En todo caso, no reconoció aquel dolor. Le enviaron de nuevo al Curie para una radiografía y cuando le dijeron que volviera tres días más tarde a buscar los resultados, la naturaleza de los mismos estaba clara esta vez: se pronunciaron las palabras cáncer y amputación.
La cita en el Instituto era a la una de la tarde y a las nueve de la mañana tenía un examen oral de licenciatura en el Panteón. El examinador se retrasó y a las once todavía le estaban esperando. Étienne fue a la secretaría a explicar su situación: tenía que estar a la una en el Instituto Curie de la calle Ulm. Era importante, iban a decidir si le cortaban o no la pierna izquierda. No es enemigo del teatro y no se privó de disfrutar la turbación que esta noticia suscitaba en la secretaria. Esta propuso que en vista de las circunstancias se pospusiera el examen, sólo para él, pero Étienne se negó y ella se las arregló para encontrar otro examinador. Étienne considera que hizo bien el oral y, habida cuenta a la vez de su mérito y de la compasión que debió de inspirar su estado, aún hoy se asombra de no haber obtenido más que 12 puntos. [5]
En el Curie recibió el veredicto: cáncer de peroné, había que amputar, y lo más rápidamente posible. Los médicos proponían, al igual que cuatro años antes, hospitalizarle de inmediato para operarle al día siguiente, pero Étienne se mantuvo firme: tenía una fiesta el domingo siguiente para celebrar los veinte años de Aurélie, su novia, y quería asistir. Ellos cedieron: ingresaría en el hospital la noche del domingo y la operación se realizaría la mañana del lunes.
Trato de imaginar no sólo su estado al salir de la consulta, sino el de su padre, que le había acompañado. Si hay una pesadilla peor que la de saber que van a cortarte la pierna es saber que se la van a cortar a tu hijo de veintidós años. Su padre, por añadidura, había sufrido en su juventud una tuberculosis ósea y se preguntaba si el cáncer de Étienne no tendría algo que ver con aquello. Esta hipótesis más que dudosa añadía culpabilidad al atroz sentimiento de impotencia que experimentaba. Loco de dolor, pedía en serio que le amputasen la pierna a él para después injertársela a su hijo. Étienne se rió y dijo: no quiero tu vieja pierna, quédatela.
Le pidió que le llevara en coche a casa de Aurélie, que también vivía en Sceaux, y que pasara a recogerle más tarde. Salía con Aurélie desde hacía dos años y habían tenido juntos su primera experiencia sexual. Ella era muy bonita, muy fina, y él todavía piensa hoy que muy bien podrían haberse casado. Se acostaron en la cama y él le dijo: el lunes van a cortarme la pierna, y por fin rompió a llorar. Mientras iba anocheciendo, se quedaron horas abrazados, o más bien él permaneció en los brazos de ella, que le estrechaba con todas sus fuerzas y le acariciaba el pelo, la cara, el cuerpo entero, quizá hasta la pierna que pronto ya no existiría. Ella le decía en voz baja palabras tiernas, pero cuando él le preguntó si le seguiría queriendo con una sola pierna, ella fue honesta: no lo sé.
La víspera de la fiesta sucedió algo extraño. Étienne tomó prestado el coche de su padre, sin decir para qué, y fue a una sauna de la calle Sainte-Anne a tirarse a un tío. Nunca le había ocurrido esto ni le volvió a ocurrir después, no se siente en absoluto homosexual, pero aquella noche lo hizo. Es una de las últimas cosas que hizo en posesión de las dos piernas. ¿Hizo qué, exactamente? Como en algunas escenas de sueño, no se acuerda de nada, o sólo recuerda detalles periféricos. El trayecto de ida. Dejar el coche en un aparcamiento de la avenida de la Ópera, y después buscar aquella calle donde nunca había estado, pagar la entrada en la caja, desvestirse, entrar desnudo en el baño de vapor donde otros hombres desnudos se rozaban, se chupaban, se enculaban. ¿Chupó él, le chuparon? ¿Enculó, le encularon? ¿Cómo era el tío? Todo esto, el corazón de la escena, se ha borrado de su memoria. Sabe solamente que tuvo lugar. Después volvió a Sceaux, se reunió con sus padres, que aún no se habían acostado, y habló con ellos con ese tono neutro que se adopta cuando se produce una catástrofe y, de hecho, no hay nada que decir.