Aquel año hubo un proceso que hizo mucho ruido. Se trataba de una pareja que ganaba 2.600 euros al mes, él como obrero y ella como auxiliar de enfermería. Quisieron suicidarse y matar a sus cinco hijos porque al cabo de doce años de vivir a crédito, con seis cuentas bancarias, veintiún créditos revolving, quince tarjetas y cerca de 250.000 euros de deudas, sus acreedores les llevaron a juicio. Las exigencias de pago siguieron a las ofertas atrayentes; como todo el mundo se les echó encima al mismo tiempo, se les hizo imposible reintegrar un crédito con ayuda de otro, abrir una nueva línea que les permitiese postergar los pagos. El juego ya no se podía jugar, se había acabado. Una última tarjeta, aún no rechazada, sirvió para comprar ropa nueva para que los niños llegasen correctamente vestidos al otro mundo, que su padre se representaba con un candor siniestro como «el mismo, pero sin las deudas». El suicidio colectivo fracasó, sólo murió una de las hijas. En el juicio, al padre le condenaron a quince años y a la madre a diez. Este caso emocionó a toda Francia. Es patético, me dice Étienne, pero no realmente ejemplar porque los Cartier utilizaban el crédito alegremente y vivían por encima de sus medios. Compraban un televisor y una consola de juegos para cada niño, electrodomésticos de gama alta, cambiaban compulsivamente de coche, de muebles, de equipamiento, se abonaban a todo y a cualquier cosa; en suma, tenían el perfil de la gente a la que el menos avispado de los vendedores sabe, al empujar la puerta de su casa, que les podrá endosar lo que quiera. Los sociólogos definen ese perfil como el del sobreendeudado «activo», que la crisis ha convertido en minoritario con respecto al «pasivo». A este último no se le puede reprochar que consuma con exceso y que utilice el crédito de forma insensata por la sencilla razón de que es pobre, muy pobre, y no tiene otra opción que pedir prestado para llenar de paquetes de pasta su carrito de la compra. Es el que tiene más de cincuenta años y percibe la prestación mínima, o bien la mujer sola con hijos, en paro, sin cualificación, sin más perspectiva, en el mejor de los casos, que encontrar un empleo a tiempo parcial, precario y mal pagado, con el clásico efecto perverso de que trabajar, si lo consigue, será a la postre menos ventajoso para ella que ir tirando con las ayudas a las que puede aspirar. Estas personas sólo tienen deudas y nada con que pagarlas. Sus expedientes se amontonan en el despacho del juez de primera instancia.
¿Y qué hace este juez? En principio, no dispone de mucho margen. Ve perfectamente que por un lado hay un pobre diablo estrangulado y por el otro una gran empresa que no tiene sentimientos, pero no es su vocación tenerlos y tampoco la del juez. Entre el pobre diablo y la gran empresa hay un contrato, y el papel del juez es hacer que se ejecute este contrato, ya obligando a pagar al deudor, ya ordenando su embargo. El problema es que en la mayoría de los casos el deudor es insolvente e incluso inembargable, es decir, que sólo tiene lo estrictamente necesario para sobrevivir. Hasta mediados del siglo XIX se resolvía este dilema condenándole a la cárcel por deudas, procedimiento del que Étienne me informa que si ha caído en desuso no es por humanidad, sino porque el mantenimiento de los presos era incumbencia de los acreedores, no del Estado, y el interés económico acabó prevaleciendo sobre la satisfacción de ver castigado al culpable. Hoy existe otra solución, que es la comisión del sobreendeudamiento.
Étienne estaba todavía estudiando en 1989, cuando la ley Neiertz, bajo la presión de la urgencia social, creó en cada departamento comisiones encargadas de encontrar una solución para lo que es evidente que no existe ninguna. Para el profesor que se burlaba del balbuciente derecho de consumo, considerado una asistencia inmerecida a los idiotas, fue un poco el fin del mundo, el establecimiento de algo absolutamente nuevo y jurídicamente escandaloso: el derecho a no pagar las deudas. En teoría no se trata de eso, sino de calcular lo que, apretándose el cinturón al máximo, las personas sobreendeudadas pueden pagar cada mes, y de proponerles, así como a sus acreedores, un plan de reintegro. De hecho, en cuanto se termina de hacer malabarismos con los plazos, los informes, el nuevo plan de pagos escalonados, llega un momento en que hay que hablar de extinción de la deuda, y esta revolución jurídica quedó confirmada quince años más tarde, en una situación que incluso había empeorado, por la adopción de la ley Borloo, que instituyó el «procedimiento de restablecimiento personal», asimismo llamado «quiebra civil». Desde entonces se aplica a los particulares el principio de la quiebra comercial, es decir, que si a la vista de su historial se juzga su situación «irremediablemente crítica» -lo que desde ningún punto de vista es un diagnóstico fácil de emitir-, lisa y llanamente se cancelan sus deudas y allá se las compongan sus acreedores.
Aún no se había alcanzado este punto cuando Étienne llegó a Vienne, en 1997. Pero las asociaciones de consumidores y de parlamentarios, tanto de derecha como de izquierda, militaban en esa dirección en contra del lobby de las entidades de crédito. Citaban el ejemplo de Alsacia y Moselle, donde se practica desde hace mucho tiempo sin que la tierra haya dejado de girar. Y desde 1998 la ley Aubry hizo posible una renuncia parcial a las deudas, recomendada cada vez con más frecuencia por las comisiones de so- breendeudamiento. El juez seguía o no estos dictámenes, pues dependía de él, de su filosofía del derecho y de la vida.