Asistí en Vienne a algunas audiencias de este tipo. No las presidía Étienne, que hoy ya no es juez de primera instancia, sino otro llamado Jean-Pierre Rieux, que había ocupado el puesto antes de Juliette y cuya vacante, tras la muerte de ésta, le encomendaron que cubriese provisionalmente. Étienne, que trabajó dos años con Rieux, me habló de él con afecto: ya verás, es lo contrario que yo, pero sabe dónde está. «Sabe dónde está» es el mayor cumplido en los labios de Étienne. Al principio yo comprendía mal el sentido de esta frase, pero ahora lo comprendo mejor, sin duda porque yo también sé mejor dónde estoy. En la cincuentena, robusto, antiguo jugador de rugby, antiguo docente reconvertido en magistrado tardíamente y por la puerta pequeña, Jean-Pierre se complace en recordar que hasta 1958 lo que hoy se denomina juez de primera instancia se llamaba juez de paz. Así ve él su profesión: conciliar, hacer que la gente se arregle entre ella. Una de las cosas que le gustaba y que hace cada vez menos por falta de tiempo, era desplazarse al lugar concreto. Un tipo llega y te dice: el portero electrónico que me ha instalado la empresa Chisme no funciona. ¿Y qué haces tú? Vas a ver el portero electrónico. Coges el coche, embarcas a tu secretaria, llamas a la empresa Chisme para que también venga al lugar, con un poco de suerte se ponen de acuerdo para firmar, in situ, un acta de conciliación y después todo el mundo se va a tomar algo. Estos apaños campesinos no eran el estilo de Étienne. A él no le gustaba desplazarse al lugar. Lo que le gustaba, o mejor dicho lo que ha empezado a gustarle, es el derecho puro, la sutileza del razonamiento jurídico, mientras que Jean-Pierre reconoce de buen grado que es un jurista expeditivo. Yo, de derecho, no sé nada, dice, encogiéndose de hombros, lo único que quiero es que a la gente no la estafen demasiado.
Las audiencias relacionadas con el endeudamiento, al contrario que las audiencias civiles, no se celebran en la sala grande del tribunal, sino en una habitación pequeña bautizada la «biblioteca» porque hay algunos códigos sobre una estantería, y sin el menor decoro. La secretaria judicial lleva toga y corbata, pero el juez está en mangas de camisa. Parece que estás en una oficina de empleo o en cualquier otro servicio social, y lo que ves y oyes no desmiente esta impresión.
El desarrollo de estas sesiones varía muy poco. Unas personas han entregado un expediente a la comisión de sobreendeudamiento, que en cada departamento es una delegación del Banco de Francia (como le han retirado todos sus poderes, hay que darle al Banco de Francia algo que hacer, dice Jean-Pierre). Puede ocurrir que el expediente haya sido declarado inadmisible y que recusen esta decisión. Puede ocurrir que lo hayan admitido, que la comisión haya establecido un plan de reintegros y que uno o varios acreedores impugnen este plan, que disminuye o incluso anula la deuda. Puede ocurrir, por último, que el juez declare válido el plan sin ninguna otra forma de proceso.
Antes de que la secretaria haga entrar al cliente, Jean-Pierre echa un vistazo a la cubierta de cartón del expediente. La longitud de la columna donde figuran los nombres de los acreedores permite evaluar la magnitud de los daños. Por lo que respecta a la señora A., mueve la cabeza: ha visto casos peores.
Cuarenta y cinco años, obesa, embutida en un chándal verde y malva, con los cabellos cortos pegados a la frente y gafas gruesas de fantasía con motivos fluorescentes, es evidente que la señora A. no las tiene todas consigo. Al interrogarla, Jean-Pierre hace todo lo posible para tranquilizarla. Es cordial, bonachón, dice, bueno, veremos lo que se puede hacer, y sólo su tono indica que se podrá hacer algo. La señora A. gana 950 euros al mes como asistenta hospitalaria, tiene a su cargo dos hijos de seis y cuatro años, percibe las prestaciones familiares y la ayuda personalizada a la vivienda, pero como trabaja esta ayuda ha disminuido y sólo cubre ahora un tercio del alquiler. Su situación se volvió crítica cuando se divorció, tres años atrás, porque todas las cargas se han multiplicado por dos. Cuando Jean-Pierre le pregunta si tiene coche, ella intuye que es una pregunta peligrosa porque un coche es un bien que se puede embargar, y se apresura a explicar que lo necesita sin falta para ir a trabajar. Jean-Pierre le dice que nadie va a quitarle el coche, que de todos modos tiene más de diez años y, perdone que se lo diga, no vale nada. Y gastos de canguro para los niños, ¿tiene usted esos gastos? Sí, confiesa la señora A., como si fuera vergonzoso.
Basándose en todas estas informaciones, la comisión ha calculado, según un baremo previsto por el Código laboral, la parte de sus ingresos que puede destinarse al reintegro de las deudas: 57 euros mensuales. Las deudas en cuestión, entre los impuestos, la OPAC [7] de Vienne, que le alquila el apartamento, el Crédit municipal de Lyon y las entidades de crédito France-Finances y Cofinoga, ascienden a 8.675 euros. La comisión ha hecho su cálculo: en diez años puede devolver un máximo de 6.840 euros. Quedan 1.835 euros, que propone que se extingan. El problema consiste en saber quién va a sufrir las consecuencias. La ley dice que el fisco tiene la prioridad en el cobro. Después está la OPAC de Vienne, acreedor con función social al que no conviene arruinar. Así que los que quedan relegados son el Crédito municipal, France-Finances y Cofinoga. La comisión ha comunicado a los tres esta propuesta. Dos no han respondido, lo que significa que la aceptan. France-Finances, en cambio, la rechaza, y la señora A. se inquieta mucho por ello, ya que le han enviado una carta muy dura diciendo que no quiere pagar, porque ellos saben muy bien que de hecho puede hacerlo. ¿Tiene la carta?, pregunta Jean-Pierre. La señora A. rebusca resoplando en el bolso plastificado que al llegar ha depositado ante ella, encima de la mesa, y al que se agarraba como a una boya, sin soltarlo un segundo. Entrega la carta a Jean-Pierre, que la lee, y después le pregunta si alguien ha ido a visitar a sus vecinos o ha telefoneado a su lugar de trabajo. Sí. De acuerdo, dice Jean-Pierre, ahora voy a explicarle lo que va a ocurrir. Emitiré mi decisión dentro de dos meses, es la norma, pero prefiero decírsela ahora mismo. Lo que voy a hacer es aceptar la propuesta de la comisión. Esto quiere decir que voy a cancelar la deuda que tiene con France-Finances y que ya no tendrán derecho a enviarle cartas, a llamarle al trabajo ni a hablar con sus vecinos. Si lo hacen violarán la ley y usted puede venir a decírmelo. Ahora, por su lado, tiene que pagar 57 euros al mes, al fisco y a la OPAC, y tiene que pagarlos todos los meses sin falta. Mientras lo haga, mientras respete escrupulosamente su plan, no tendrá problemas. La otra cosa es que no debe pedir nuevos préstamos. Ninguno. ¿Ha comprendido? La señora A. ha comprendido y se marcha aliviada.
Seguro que ella hará todo lo que pueda, comenta Jean- Pierre en cuanto la señora A. ha cerrado la puerta. No digo que lo conseguirá, porque con 950 euros al mes, dos hijos a su cargo, el litro de gasolina a un euro y pico cuando necesitas el coche para ir al trabajo, el alquiler que sube y la ayuda a la vivienda que baja, me pregunto cómo se las va a arreglar. Me hacen gracia los que dicen que un plan de sobreendeudamiento es facilísimo, te cancelan las deudas y se acabó, pero es una vida infernal, lo único que haces es pagar, pagar durante diez años, no hay ahorro posible, no hay crédito posible, no hay consumo de confort, y el cálculo es tan ajustado que no puedes equivocarte, el menor gasto imprevisto se convierte en un desastre. El coche te deja tirado y estás muerto. No hay que hacerse ilusiones, buena parte de la gente que viene aquí vuelve. Espero que ella no, pero ellos, mira: mira sólo la lista.
En el expediente del señor y la señor L. hay una buena veintena de acreedores: bancos, arrendadores, entidades de crédito, pero también mecánicos, pequeños comerciantes, compran al fiado en todas partes, y aunque no deben sumas muy elevadas, la cuenta es voluminosa. Entran. Los dos treintañeros, él esquelético, con la tez terrosa, la cara devastada por los tics, ella gordita, con la cara afectada de cuperosis, y si la señora A., durante toda la audiencia, estaba al borde de las lágrimas, la señora L. parece bien lejos de ellas, perdida en la apatía. La pareja se ha separado hace poco, pero siguen siendo solidarios frente a sus acreedores. Ella ha conservado la vivienda que ocupa con sus cuatro hijos, él duerme en el coche, que ya no funciona. En los últimos tiempos, ella ha trabajado algunos meses de camarera y él de viajante a domicilio: trataba de endosar extintores de más de cincuenta kilos de peso a ancianos que ni siquiera podían levantarlos. Le despidieron porque no vendía suficientes, y ella, por su lado, no pudo continuar porque el coche ya no arranca, su turno terminaba tarde de noche y no había autobús para volver a casa. Los dos son seropositivos. Con unos recursos que se limitan a las ayudas sociales, un endeudamiento tan alto y una posibilidad casi inexistente de «retorno a una fortuna mejor», según la expresión jurídica vigente, cabe preguntarse por qué no les han aconsejado la quiebra civil, que cancelaría todas sus deudas, en vez de dirigirles a la comisión de sobreendeudamiento, que no puede llegar tan lejos. Deben cerca de 20.000 euros. Sólo Dios sabe cómo, calcularon que su capacidad de reintegro era de 31 euros al mes. Es suficiente para establecer un plan para ciento veinte meses sin la menor esperanza de que se respete. Pero no piden más, se ve que están agotados, lo único que quieren, de hecho, es una tregua, unas semanas al abrigo de las empresas de cobro que, a pesar de su evidente insolvencia, despliegan todo su arsenaclass="underline" los carteles rojos bien visibles en el buzón, la ronda a los vecinos para informarles afablemente de las penalidades de la pareja y hasta la visita a los niños, a los que van a ver el miércoles por la tarde para decirles que transmitan el mensaje a papá y mamá. Si no pagan lo que deben, os echarán de esta casa. Papá y mamá os quieren, no quieren que durmáis en la calle, así que decidles que paguen lo que deben, quizá os escuchen a vosotros, que sois sus hijos. Parece que hago miserabilismo, pero ocurre como digo, y lo peor, añade Jean-Pierre, es que esos mismos tipos que ejercen ese detestable oficio son pobres diablos, se les ve desfilar todas las semanas por la comisión de sobreendeudamiento, y cuando les preguntan a qué se dedican dicen que trabajan a tiempo parcial para empresas de cobro, y cuando les echan el guante ni siquiera entienden por qué. En suma, Jean-Pierre preguntó a los L. si no les interesaría más la quiebra civil, precisando que este procedimiento significaba la extinción de todas las deudas, pero ellos dijeron que no, que ya habían rellenado un expediente y estaban demasiado cansados para rellenar otro. Jean- Pierre suspiró y dijo que de acuerdo. Pero ¿han visto bien su plan de reintegro? ¿Han visto que tienen que pagar 31 euros mensuales? Respondieron que sí, y yo tuve la sensación de que también habrían dicho que sí si les hubiera dicho 310 o 310.000 euros. Antes de que se fueran, Jean-Pierre quiso cerciorarse de que los servicios sociales les prestaban asistencia, que en alguna parte había personas con las que podían hablar, y ellos volvieron a decir que sí y se marcharon como si ya no tuvieran fuerzas para seguir en aquella habitación, contestar a estas preguntas, hacer acto de presencia en una obligación de la vida. Su plan de reintegro había sido notificado a sus acreedores, acompañado de una convocatoria puramente formal. Sólo lo había impugnado una entidad de crédito, pero no había enviado a nadie, pensando probablemente, y con toda razón, que el asunto estaba perdido de antemano. Sin embargo, cuando la secretaria salió a buscar a los clientes siguientes, volvió por sorpresa con un individuo de camisa de cuadros que también venía por el expediente L. Venía porque había recibido una convocatoria. Trabajaba en Intermarché, que se había constituido en acreedor por dos cheques sin fondos de 280 euros. Al oír esto me dije: a estas alturas, Intermarché bien podía haberse resignado a perderlos. Pero, como siempre, era más complicado, porque en vez de Intermarché se trataba de un supermercado en régimen de franquicia en Saint-Jean-de-Bournay, un pueblo no lejos de Rosier, y el sujeto de la camisa de cuadros no era en absoluto un cínico representante de la gran cadena distribuidora, sino un pobre explotado que cuando faltaban 280 euros en la caja debía ponerlos de su bolsillo. Al entrar acababa de cruzarse con los L. y les había reconocido, y con aire de fastidio admitía: la verdad es que esos dos no tienen pinta de estar boyantes. Usted lo ha dicho, confirmó Jean-Pierre con un suspiro, así que no voy a andarme con cuentos. Llega un momento, por desgracia, en que hay que ver las cosas como son, y yo no soy más poderoso que el Banco de Francia, no puedo inventar dinero donde no lo hay. Ya ve usted la lista: hay muchos acreedores, prácticamente ningún ingreso, cuatro hijos, así que… ¿Qué?, dijo el hombre. Así que ya lo ha visto, su plan de reintegro. El Banco de Francia propone el pago de algunas deudas y la cancelación de las demás. Hubo un silencio y después el hombre dijo: ah…, es una solución. Era evidente que la consideraba penosa, y sobre todo que estaba asombrado de que la defendiese un juez. Entonces Jean-Pierre se levantó y, con el plan en la mano, dio la vuelta a la mesa para sentarse al lado del hombre y explicarle: no está todo perdido, mire. El plan comprende ciento veinte meses, lo que francamente me parece un poco ambicioso, teniendo en cuenta la precariedad de su vida. Pero verá, para usted no propone la cancelación pura y simple de la deuda. Lo que propone es nada de nada durante cincuenta y tres meses, el tiempo en que ellos paguen a los acreedores prioritarios, y después 31 euros durante nueve meses. No es imposible que usted recupere su dinero dentro de un poco más de cuatro años. No puedo prometérselo, no sé dónde estará esa pareja dentro de cuatro años, pero es posible. El hombre de la camisa de cuadros no se fue realmente tranquilo, pero tampoco desmoralizado.