Étienne aprendió con Jean-Pierre el oficio de juez de primera instancia. En el fondo estaban de acuerdo. Pensaban que las entidades de crédito se exceden, y se alegraban cuando se les presentaba la ocasión de acorralarlas. Pero hacían apaños. Trataban de arreglar los asuntos caso por caso, sin teoría jurídica, sin preocuparse de sentar jurisprudencia. Después Étienne supo que otro juez de primera instancia, Philippe Florès, había convertido su tribunal de Niort en la avanzadilla de la protección del consumidor. Étienne es consciente de su propia valía, no pretende ser modesto y por este motivo, dice, nunca teme preguntar cuando no sabe ni copiar a los que saben más que él. Por tanto, se puso en contacto con Florès y se adhirió a su escuela, menos empírica que la de Jean-Pierre.
Florès había salido de la Escuela Nacional de la Magistratura al mismo tiempo que Étienne, pero había ejercido enseguida como juez de primera instancia en un momento en que se estaban creando las comisiones de sobreendeudamiento. A él también le habían impresionado, a pesar o a causa de que procede de una familia pobre. Aquello iba contra todo lo que durante largos estudios le habían enseñado sobre el respeto de los contratos y el derecho que no está pensado para los idiotas. No tardó en cambiar de opinión sobre este punto: el derecho también sirve a los idiotas, a los ignorantes, a todas las personas que, en efecto, han firmado un contrato, pero a las que en definitiva han estafado.
Sin embargo, existe una ley encaminada a limitar estas estafas: la ley Scrivener, aprobada en 1978 bajo el mandato de Giscard, pero de inspiración más socialdemócrata que liberal, en el sentido de que limita la libertad a priori sacrosanta de los contratos.
En pura lógica liberal, las personas son libres, iguales y lo bastante adultas para entenderse sin que el Estado se inmiscuya. En pura lógica liberal, un propietario tiene el perfecto derecho de proponer a su arrendatario un alquiler a cuyo vencimiento puede echarle o duplicar a su antojo la suma acordada, exigirle que apague la luz a las siete de la tarde o que use un camisón en lugar de un pijama: todo va bien desde el momento en que el inquilino tiene el derecho simétrico de no aceptar ese alquiler. La ley, no obstante, tiene en cuenta la realidad y el hecho de que en la realidad las partes no son tan libres e iguales como en la teoría liberal. Uno posee, el otro pide, uno puede elegir, el otro menos, y por eso los alquileres están regulados, así como el crédito.