Cuando Hélène me decía que Juliette había sido la más bonita de las tres hermanas y que estaba celosa de ella, yo movía la cabeza. La había visto enferma, la había visto moribunda, había visto fotos de infancia en las que, por otra parte, Hélène y ella se parecen muchísimo. En las que me enseñó Patrice es, en efecto, extraordinariamente guapa, tiene una boca grande, sensual y llena de dientes, como Julia Roberts o Béatrice Dalle, y una sonrisa que no sólo es radiante, como dicen todos los que la conocieron, sino voraz, casi carnívora. Sociable, divertida, a sus anchas en un ambiente mundano, poseía un esplendor que habría debido desalentar a un chico como Patrice. Por suerte, estaban las muletas. La hacían accesible.
No se vieron de inmediato a solas, sus primeras salidas fueron en grupo. El profesor les llevaba al teatro, en el teatro había que subir unos peldaños y Juliette no podía hacerlo. Patrice es tímido pero fuerte. Desde el primer día, cogió a Juliette en brazos y en adelante nadie le disputó este privilegio. Ella en brazos de él, subieron todos los peldaños que se les presentaban. Empezaron a visitar monumentos, de preferencia con muchos pisos, y cuando estaban sentados juntos en la penumbra de los teatros, a tomarse de la mano. Patrice recuerda que los dos tenían las manos muy sensibles. Sus dedos se rozaban, se acariciaban, se entremezclaban durante horas, no era nunca igual, era siempre distinto, siempre perturbador. Él apenas se atrevía a creer que aquel milagro le sucediese a él. Después se besaron. Después hicieron el amor. Él la desvistió, la tuvo desnuda en sus brazos, manipuló dulcemente sus piernas casi inertes. Para los dos era la primera vez.
Patrice había encontrado a la princesa de sus sueños. Hermosa, inteligente, demasiado bella e inteligente para él, y sin embargo con ella todo era sencillo. No había coquetería ni perfidia ni ataques arteros que temer. Podía ser él mismo ante su mirada, abandonarse sin temor a que ella abusara de su ingenuidad. Lo que les sucedía eran tan serio para él como para ella. Se amaban, y por tanto se convertirían en marido y mujer.
Sus diferentes caracteres, al principio, les inquietaron, sobre todo a ella. No sólo Patrice no tenía una profesión concreta, sino que no le importaba no tenerla. Le bastaba con ganar lo necesario para subsistir conduciendo camionetas o animando un taller de historietas en un centro de ocio de la Ville de Paris. Juliette, por el contrario, era resuelta, tenía voluntad. Concedía una gran importancia a sus estudios. Le molestaba que Patrice fuera tan soñador, tan poco combativo, y a Patrice le molestaba que ella estudiara derecho. En Assas, para colmo, una facultad conocida por ser un nido de fachas. Sin estar politizado activamente, Patrice se declaraba anarquista y en el derecho sólo veía un instrumento de represión al servicio de los ricos y los poderosos. Habría entendido, al menos, que Juliette hubiera querido ser abogada, defender a la viuda y al huérfano, ¡pero juez! De hecho, en un momento dado, ella había pensado en ejercer de abogada. Había seguido un curso especializado de derecho mercantil, pero la materia la había asqueado. Se enseñaba a los alumnos argucias que permitieran a sus futuros clientes conseguir beneficios a su antojo y sacarles pingües honorarios. Este liberalismo abiertamente asimilado a la ley del más fuerte, el cinismo risueño de sus profesores y sus condiscípulos justificaban las diatribas idealistas de Patrice. Ella le explicaba pacientemente que amaba el derecho, porque entre el débil y el fuerte está la ley que protege y la libertad que sojuzga, y ella quería ser magistrada para imponer el respeto a la ley en vez de burlarla. Patrice comprendía el principio, pero aun así le costaba aceptar que su mujer fuera jueza.
La diferencia de clase era también difícil de superar. Juliette vivía en casa de sus padres, y cada vez que él iba a buscarla al piso grande, cerca de Denfert-Rochereau, se sentía espantosamente incómodo. Ambos científicos de alto nivel, Jacques y Marie-Aude son católicos, elitistas, más bien de derechas, y Patrice sentía que le miraban por encima del hombro, a él y a su familia, que era provinciana, cuyos miembros eran maestros o profesores de instituto, y circulaban en viejas tartanas llenas de adhesivos en contra de las centrales nucleares. El dogma, para los suyos, es la discusión: se puede hablar de todo, se debe hablar de todo, de la discusión nace la luz. Ahora bien, a juicio de los padres de Juliette, como también de los míos, no hay discusión posible con un ecologista de Saboya que piensa que los microondas son peligrosos para la salud, como tampoco se puede discutir con alguien que te dice que la tierra es plana y que el sol gira alrededor de ella. No hay dos opiniones dignas de ser tomadas en consideración, sino por un lado la gente que sabe y por el otro la que no sabe, y es inútil fingir que se enfrentan con armas iguales. A Patrice había que reconocerle que era amable, que amaba sinceramente a Juliette, pero simbolizaba todo lo que a ellos les inspiraba horror: el pelo largo, las estupideces del 68, y ante todo el fracaso. Lo veían como a un fracasado y no conseguían aceptar que su hija tan dotada se prendase de un don nadie. Patrice, por su parte, tenía objetos de hostilidad abstractos y generales: el gran capital, la religión considerada el opio del pueblo, la ciencia desquiciada, pero no era propio de su carácter hacer extensivas estas aversiones de principio a personas concretas. El desprecio que captaba en sus futuros suegros le desarmaba, no era capaz de devolvérselo, a lo sumo pensaba que más le habría valido no cruzárselos en su camino. Pero se los había cruzado, amaba a Juliette, había que apechugar con ello.
Pienso que ella sufrió más que él este desprecio, porque era la hija de sus padres y no podía evitar ver a Patrice con los ojos de sus padres. No era de esas personas que se engañan. Lo eligió con toda lucidez. Pero dudó antes de decidirse. Debió de imaginarse a una luz cruda y hasta cruel lo que sería pasar su vida con Patrice. Los límites en que la encerraba su elección. Y, por otro lado, los cimientos que él le daría. La certeza de que siempre la amaría, la llevaría en brazos.
El propio Patrice llegó a formularse estas preguntas. El derecho, los suegros, el imperativo de triunfar, nada de esto era para él. Con Juliette se alejaba demasiado de sus orígenes. Y, además, ¿era razonable pasar la vida con una inválida, sin haber conocido nunca a otra chica? Cuenta que un día los dos hablaron de esto y llegaron a la sensata conclusión de que no estaban hechos para vivir juntos. Se dijeron por qué. Patrice fue el más locuaz, siempre era así entre ellos. Decía lo que se le pasaba por la cabeza, se entregaba sin reserva, mientras que nunca se sabía muy bien lo que pensaba ella. Al final de aquella conversación, decidieron separarse y se echaron a llorar. Estuvieron dos horas llorando abrazados, encima de la cama individual del cuartito de Cachan, y los dos comprendieron llorando que no existía aflicción de la que el otro no pudiera consolarle, que la única congoja inconsolable era precisamente la que se infligían en aquel momento. Entonces dijeron que no, que no se separarían, que iban a vivir juntos, que no se separarían nunca, y es exactamente lo que hicieron.