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Juliette hizo comprender a sus padres que admitía que ellos desaprobasen su elección, pero exigía que la respetasen, y se instalaron en un estudio minúsculo, en el octavo piso de un inmueble Sonacotra, en el distrito XIII. El ascensor estaba a menudo averiado y Patrice subía a Juliette en brazos.

Unos pisos más abajo, había un hogar que acogía a ex presos a los que ella servía gratuitamente de asesora jurídica. Vivían con muy poco dinero: la pensión de invalidez de Juliette, que consideraba una cuestión de honor no pedir un céntimo a su familia, y lo que cobraba Patrice a destajo por unas historietas en una revista destinada a los coleccionistas de tarjetas telefónicas. Más tarde vivieron en Burdeos, donde Juliette estudió en la Escuela Nacional de la Magistratura, casi diez años después de Étienne. Era una alumna brillante y muy querida, como en todas partes por donde pasaba. Un dibujo de Patrice, que representaba a Marianne [9] con los rasgos de Juliette, fue elegido como emblema de su promoción. Nació Amélie. Al salir de la escuela, Juliette optó por el derecho civil, el juzgado de primera instancia, y escogió Vienne porque se había asegurado de que había un ascensor en el tribunal.

Cuanto más me hablaba Patrice aquella tarde debajo de la catalpa, más me asombraba la confianza que me manifestaba. Yo no tenía la sensación de que esta confianza se dirigiese a mí en particular: se la hubiese mostrado a cualquiera, porque nunca había adquirido la costumbre de desconfiar. Un vago cuñado escritor, autor nada menos que, de libros considerados negros y crueles, aparecía por su casa para escribir uno sobre su mujer muerta y le rogaba que le contase su vida, y él iba y se la contaba. No intentaba mejorar su imagen, ni tampoco empeorarla. No interpretaba ningún papel, no le preocupaba nada mi opinión. No estaba orgulloso ni estaba avergonzado. Acceder a estar indefenso le confería una gran fuerza. Étienne también dice de él, con admiración: sabe dónde está.

Amélie y Clara volvieron de la escuela y salimos los cuatro en bicicleta para ir a buscar a Diane a casa de la señora que la cuidaba. Patrice tenía un asiento en la parrilla para Clara, pero Amélie ya sabía pedalear sola, sin ruedecitas a los lados. Cruzamos la carretera y el terraplén delante de la escuela, pasamos por delante de la iglesia y después enfilamos el sendero que llevaba al cementerio. Aquello es el campo de verdad, con pequeños valles y vacas. ¿Vamos a decir hola a mamá?, propuso Patrice. Dejamos las bicis apoyadas contra la tapia del cementerio y él cogió a Clara en brazos. La tumba de Juliette está recubierta de tierra blanda y rodeada de grandes piedras redondas, pintadas de colores vivos por los niños del pueblo. Cada cual ha escrito su nombre en la suya. Recordé el día del entierro. Patrice había leído en la iglesia un texto simple y conmovedor diciendo que había perdido a su amor, Étienne a continuación un texto vehemente, diciendo que la muerte no es dulce, y Hélène, por último, el que yo le había visto escribir, diciendo que la pequeña vida tranquila de Juliette no había sido ni pequeña ni tranquila, sino plenamente vivida y elegida. También pronunció una especie de homilía el padrino de Juliette, que era diácono y había perdido a su hija enferma de cáncer. Étienne me dijo más tarde que no le habían gustado las sonrisas benignas, católicas, con que acompañaba la noticia de que Juliette estaba ya cerca del Padre y que debíamos alegrarnos; al mismo tiempo reconocía que a algunas personas les hacía bien oír estas palabras, así que ¿por qué no? La procesión posterior había recorrido la carretera que yo acababa de recorrer con Patrice y sus hijas. No tuvo la menor solemnidad, pero estuvo bien así. En lugar de meterlo en un coche fúnebre llevaban el ataúd a hombros. Había muchos niños, muchas parejas jóvenes: era el entierro de una mujer muy joven. Las cosas se torcieron delante de la tumba, porque Patrice, molesto igualmente por el discurso del diácono y lo que él consideraba remilgos de beatos, había dicho que ahora cada cual podía despedirse de Juliette como se le antojara. Ya en la iglesia había retirado la cruz depositada sobre el féretro. Como sus familiares, cree en la sinceridad y la espontaneidad en todas las circunstancias, es su manera de vivir y así se siente a gusto, pero sin el decoro que aporta el ritual religioso todo se descompuso. En lugar de formar una fila y que cada uno, al llegar su turno, arrojara un poco de tierra sobre el ataúd, la gente se dispersó al buen tuntún, entregados a su iniciativa confusa, sin que nadie hiciera realmente lo que le apetecía, y sin duda, sin saber lo que era. La gente se empujaba al borde de la tumba, los niños intentaban colocar los cantos rodados que les habían hecho pintar en la escuela. Un creyente, para poner un poco de orden, entonó un avemaría que sólo algunos corearon. La mayoría de los asistentes había salido del cementerio y se congregaba en la carretera en grupitos silenciosos y consternados, algunos fumaban ya cigarrillos, nadie sabía si la ceremonia ya se había terminado y fue el sepulturero el que decidió ponerle fin, al acercarse con la pala y verter su contenido dentro de la fosa. Cuando afrontaba la responsabilidad de un rito social, Patrice, en mi opinión, se embarullaba, pero a solas con sus hijas y conmigo era perfectamente natural, sus palabras eran sencillas y atinadas, pensé que para las niñas aquellas visitas frecuentes al cementerio debían de ser tranquilizadoras. Clara, en los brazos de su padre, estaba callada, pero Amélie, como si fuera una visitante asidua, hacía la ronda de las tumbas vecinas. Le parecían menos bonitas que la de su madre. No me gusta el mármol, decía, me parece triste, y en su tono un poco sentencioso se adivinaba a la vez que repetía una frase oída en los labios de un adulto y que la repetía en cada visita, porque la repetición le hacía bien. Yo la miraba preguntándome si la seguiría tratando cuando fuese una adulta. Sin duda que sí, si escribía este libro. ¿Yo seguiría estando con Hélène? ¿Participaríamos juntos en la educación de las tres niñas, como tan intensamente deseaba Hélène? ¿Las llevaríamos de vacaciones todos los años, y no sólo el primer verano después de la muerte de su madre? Dentro de diez años, Amélie sería una muchacha en cuya vida tal vez yo habría desempeñado un papel, el de una especie de tío que había escrito un libro sobre sus padres, un libro en que se hablaba de ella cuando era niña. La imaginaba leyendo este libro y me dije que lo estaba escribiendo bajo la mirada de Amélie y la de sus dos hermanas.

Después de cenar, leí un cuento a Clara para que se durmiera. Era la historia de un pequeño sapo que tiene miedo de estar completamente solo en la oscuridad, que oye ruidos raros y se refugia en la cama de papá y mamá. Yo no tengo mamá, dijo Clara. Mi mamá ha muerto. Le dije: es verdad, y no se me ocurrió nada más que añadir. Pensaba en mis propios hijos, en los cuentos que les contaba cuando eran pequeños. Pensaba que Hélène y yo habíamos estado a punto de tener un hijo nuestro, que ella lo había perdido justo después de la muerte de su hermana, y que sin duda ya no tendríamos ninguno. Yo me acordaba de Clara durante la semana que había pasado con Amélie en nuestra casa. Repetía: cuando volvamos a casa, a lo mejor mamá está allí. No podía evitar imaginar que en algún momento se abriría una puerta y su mamá estaría allí, en el umbral. Pensé que eran buenas las visitas frecuentes a la tumba: al menos existía un lugar donde Juliette estaba, no era en todas partes ni en ninguna. Poco a poco, dejaría de estar detrás de todas las puertas.

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[9] Símbolo nacional de la República Francesa. (N. del T.)