Acostadas las niñas, Patrice y yo bajamos a su taller en el sótano, donde me había preparado una cama. Me habló de una historieta que estaba proyectando, una de sus historias habituales de caballeros y princesas, y que iba a titularse «El valiente». ¿Ah, sí? ¿El valiente? Sonreí y él, haciéndome eco, soltó una risita de disculpa y al mismo tiempo de orgullo, que quería decir algo así como: pues sí, no cambiamos. Antes de acometer este proyecto, tenía un encargo, bosquejos de una página que sucedía en una perrera y cuyos personajes eran perros de carácter arquetípico: el rottweiler arisco, el caniche esnob, el dàlmata con ínfulas, el mestizo simpático del que adiviné que tenía que ser el héroe positivo de estas historias. Cuando se lo comenté, Patrice soltó la misma risa, aquella risa que significaba: bravo, me has reconocido. El caballero valiente y el perro bastardo, ése soy yo. Era una tira ilustrada para niños, un poco anticuada pero de un trazo delicado y seguro, y de una modestia increíble. Digo increíble y debería decir incomprensible, es algo que no logro comprender. Soy ambicioso, inquieto, necesito creer que lo que escribo es excepcional, que será admirado, me exalto creyéndolo y me derrumbo cuando dejo de creerlo. Patrice no. Disfruta dibujando lo que dibuja, pero no cree que sea excepcional y no necesita creerlo para vivir en paz. Tampoco intenta cambiar de estilo. Sería para él tan imposible como cambiar de sueños: no puede hacer nada al respecto. Pensé que en esto era un artista.
Llamaron al teléfono mientras mirábamos sus dibujos. ¡Ah! ¡Antoine!, dijo Patrice al descolgar. Entonces, ¿ya está? Ya estaba. Laure, la mujer de Antoine, acababa de dar a luz a su primer hijo. ¿Arthur? Es bonito, Arthur. De pie al lado de Patrice, que felicitaba a su cuñado, temí que le dijera que yo estaba allí. Me imaginé, aunque él tuviera otra cosa en que pensar, el asombro de Antoine al saber que yo había ido a pasar unos días sin Hélène en Rosier, y más aún el de sus padres. Yo no le había pedido a Patrice que guardase el secreto de mi visita, y sin embargo él, que estoy seguro de que nunca miente, mintió por omisión al no mencionar mi presencia.
Marie-Aude y Jacques son los últimos a los que hablé de este libro. Al contrario que el de Patrice, su duelo me intimida. Al interrogarles temía despertar su aflicción, lo que es absurdo porque nunca duerme y el tiempo no la mitigará. Afrontan su pena ocupándose de sus nietas cada vez que pueden, no hablando, sino con una atención y delicadeza extremadas. Patrice, Étienne, Hélène y yo, cada uno a su manera, creemos en las virtudes terapéuticas de la palabra. Jacques y Marie-Aude, como mis propios padres, las niegan: never explain, never complain podría ser su lema. Así pues, aguardé hasta haber acabado casi este texto para informarles de su existencia y, al mismo tiempo, pedirles que colaborasen contándome lo que nadie puede contarme mejor que ellos: la primera enfermedad de Juliette. No hablan de ella ni siquiera entre ellos, como tampoco de su segunda enfermedad y de su muerte, pero aceptaron, con la esperanza de que este libro haga un día, más tarde, algún bien a las pequeñas. Comenzaron sentados en unas butacas de su salón, a buena distancia uno de otro, y después él fue a sentarse cerca de ella en el sofá, la agarró de la mano y ya no se la soltó. Cada vez que uno hablaba, el otro le miraba con ternura e inquietud, temiendo que se viniera abajo. Las lágrimas brotaban, se sobreponían, se disculpaban: es su modo de sobrellevarlo y de amarse.
Juliette tenía dieciséis años, entraba en primer curso de bachillerato cuando le enseñó a su madre una bola gruesa que le dolía en el cuello. La llevaron de inmediato al Hospital Cochin, después a un centro de radioterapia donde le diagnosticaron la enfermedad de Hodgkin, el cáncer del sistema linfático que se había inventado Jean-Claude Romand. Jacques y Marie-Aude no creen en el inconsciente, sino en la actividad aleatoria de las células; sería inútil y cruel plantearles la hipótesis psicosomàtica; además, en el caso de su hija no hay gran cosa que la sostenga, aun cuando Patrice evoca un sentimiento de abandono, siendo niña, del que alguna vez hablaba al final de su vida. Se planteaba una cuestión de otra manera urgente: la del tratamiento. Para el equipo médico eran interlocutores difíciles, puesto que estaban muy informados y eran muy exigentes, y el médico que cuidaba a Juliette terminó por delegar en ellos la elección entre radio y quimioterapia. Hoy consideran que fue una monstruosidad dejarles que eligieran, y de paso, infundirles esta duda estéril y torturadora: al escoger la otra opción, ¿se habría evitado lo que vino después? Juliette fue sometida a radioterapia, tratamiento menos fuerte y que no provoca la caída del cabello. Al cabo de unos meses la dieron por curada. Reanudó el baile, las clases, participó en un desfile de moda. Ya no se hablaba de su enfermedad, de la que por lo demás se había hablado apenas: Antoine, que en esta época tenía catorce años, nunca oyó la palabra cáncer.
El verano siguiente, en Bretaña, Juliette empezó a trastabillar y a perder el equilibrio. Ella, por lo general tan viva, estaba de mal humor, desganada. De hecho, intentaba ocultar y sobre todo ocultarse a sí misma que las piernas le respondían cada vez menos. La historia se parece a la de Étienne, algunos años antes, con la diferencia de que en Juliette no se trataba de una recidiva de un cáncer. Las primeras pruebas no fueron concluyentes, le practicaron no menos de tres punciones lumbares de las que guardaría un recuerdo atroz. Sus padres se temían una esclerosis múltiple. Por último, un neurólogo del Hospital Cochin les dijo la verdad. Tenía una lesión que databa de la radioterapia. Al contar las vértebras para despejar la parte de la espalda que debía exponerse a los rayos, debieron de equivocarse y superponer dos campos de irradiación. La médula espinal, en la zona irradiada dos veces más de lo necesario, había sufrido daños y en consecuencia la transmisión nerviosa llegaba mal a las piernas, cuyo movimiento ya no controlaba. Pero ¿qué se puede hacer?, preguntaron Jacques y Marie-Aude, anonadados. Tratar de limitar los daños, respondió el neurólogo, con una mueca poco alentadora. Aguardar a que se estabilice. Lo perdido no se recupera, hay que ver ahora hasta dónde llega.
La verdadera pesadilla empezó a partir de entonces. Ni Jacques ni Marie-Aude se atrevían a repetir a Juliette lo que les había dicho el neurólogo. Se mostraban evasivos, esperaban a estar solos para estallar en sollozos. Jacques revivía incesantemente una pequeña escena que se había desarrollado seis meses antes: había acompañado a Juliette para el tratamiento y, al esperar detrás de la puerta, había oído a los radiólogos discutir entre ellos sobre el centraje, es decir, los puntos de referencia trazados en la espalda de su hija; parecían no estar de acuerdo, había oído alzarse una voz que le había inquietado un poco y, retrospectivamente, se decía que el error se había cometido en aquel momento. Porque se trataba de un error, en efecto, y no consistía en haber elegido la radio en vez de la quimioterapia: la radio había curado perfectamente a Juliette del linfoma, pero se la habían aplicado mal y sus piernas pagaban aquella negligencia. Acosaron al centro de radioterapia, quisieron que el jefe del servicio afrontase sus responsabilidades. Se acuerdan de que era un hombre frío y engreído, a la vez indiferente a su angustia y desdeñoso de sus competencias científicas. Descartó con un revés de la mano el diagnóstico del neurólogo de Cochin, negó todo error y atribuyó lo que en adelante había que llamar la invalidez de Juliette a una «hipersensibilidad» al tratamiento del que no se podía culpar a nadie más que a la naturaleza. Poco le faltó para decir que era culpa de Juliette. Jacques y Marie-Aude odiaron a aquel mandarín como jamás han odiado a nadie en su vida, teniendo la confusa conciencia de que a través de él odiaban su propia impotencia. Cuando finalmente le pidieron que les dejara consultar el historial de su hija, él, suspirando, prometió comunicárselo, pero no lo hizo: más tarde les dijeron que había desaparecido.