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¿Y Juliette, entretanto, qué pensaba? Hélène recuerda que sufría lo que en la familia llamaban sus «migrañas»: se quedaba días enteros en la oscuridad, no se podía hablar con ella ni tocarla, cualquier solicitación sensorial se convertía en una tortura para ella. Se acuerda también de lo que le había confesado su madre, de una forma precipitada y en voz baja: que Juliette corría el riesgo de acabar en una silla de ruedas, pero que no debía saberlo porque si lo sabía dejaría de luchar. Hoy, la propia Marie-Aude revela con un soplo que no se atrevía a ir a trabajar por la mañana porque temía que Juliette, a pesar de toda la valentía que le reconocían, «hiciera una tontería». La atmósfera en la casa estaba infinitamente más cargada que un año antes. La enfermedad de Hodgkin es grave, pero se cura en nueve de cada diez casos, y aunque el peligro era real, enseguida y con razón lo juzgaron atajado y luego lo descartaron: era un percance molesto, cuando en realidad se avecinaba la catástrofe.

La palabra tabú era «irreversible». Jacques y Marie- Aude describen aquel año como una lucha de cada instante, en primer lugar para no pronunciarla, después para reunir el valor de hacerlo. Al principio se negaron a admitir ellos mismos lo que se negaban a decir a su hija. Luego no hubo más remedio que hacerlo. Como Juliette se acercaba a la mayoría de edad, les aconsejaron que elaborasen un historial que le diera derecho a subsidios, a una tarjeta de discapacidad, a examinarse para el carnet de conducir en un coche especialmente preparado y a otras ventajas que en lo sucesivo formarían parte de su vida. El historial contenía una declaración certificando una lesión estabilizada, pero definitiva, de la médula espinal. Postergaron todo lo posible el momento de reunir estos documentos, de firmarlos, de hacer que algunos los firmase Juliette, que no los comentó. Recibió su tarjeta de minusválida unos días antes de cumplir dieciocho años.

A los dieciocho años, aquella chica encantadora y deportista tuvo que admitir que no caminaría nunca como los demás. Una de las piernas quedaría casi inerte y la otra totalmente, las arrastraría apoyándose en muletas, no podría separarlas cuando hiciese el amor por primera vez. Tendrían que ayudarla, como la ayudaban para salir de la bañera o subir una escalera. En uno de los textos que se leyeron en su entierro, alguien vinculó su vocación por la justicia con la injusticia que ella había sufrido. Sin embargo, cuando sus padres pensaron en llevar a juicio al centro de radioterapia, Juliette, que era estudiante de derecho, se opuso. No era más injusto ser inválida a causa del tratamiento que a causa de la enfermedad. Ni siquiera era especialmente injusto: era una lástima, sí, una desgracia, pero la justicia no tenía nada que ver con aquello. Para sobrellevar su minusvalía, prefería desinteresarse de su causa y sus responsables eventuales.

Sabiendo que era definitiva, le horrorizaba que le dijesen amablemente: nunca se sabe, quizá te repongas. Con la mejor intención del mundo, la madre de Patrice quería esperar que algún día se produjese un cambio súbito, que un día volvería a caminar. Partidaria de las medicinas paralelas, insistió mucho en que Juliette fuera a ver a una curandera que le impuso las manos y después enseñó a Patrice cómo darle un masaje en la espalda: de arriba abajo, muy largamente, y cuando llegase al sacro tenía que dispersar las energías malas sacudiendo con vigor la mano. El ejecutó la consigna concienzudamente durante varias semanas, confiando en una mejoría. A ella, por su parte, le gustaba el masaje, pero gratuitamente, no con la esperanza de una curación. Terminó por decírselo a Patrice, y también le dijo que no le agradaba que la llevase por senderos de montaña en una especie de silla de manos, o que en las playas de las Landas la animase a revolcarse en las olas, como si pudiera hacerle algún bien. Ya había bastantes cosas que le hacían bien para que además tuviera que obligarse a hacer aquellos melindres. Por ingeniosos que sean, no le interesaban los artilugios que permiten esquiar o escalar el Mont Blanc a alguien que no se tiene en pie. No eran para ella. Patrice lo comprendió y renunció a la esperanza de que algún día volviese a caminar. No la había conocido sin muletas, la amaba con ellas.

La escena se desarrolla en el despacho de Étienne a las seis de la tarde, unos meses después de conocerse. Deberían haber vuelto directamente, él a Lyon, ella a Rosier, pero Juliette sabe ya que a Étienne, antes de echar el cierre, le gusta quedarse un momento sentado en su sillón, con los ojos cerrados, sin moverse. No piensa especialmente en el trabajo cumplido, ni en el que le espera, y si lo hace es sin esforzarse, sin demorarse en pensarlo. Sigue lo que se le pasa por la cabeza, se deja flotar, no juzga. A ella le gusta verle en ese momento, y él, que hasta entonces prefería disfrutarlo solo, aguarda con placer estas visitas. Hablan o no hablan: no les causa ningún problema permanecer en silencio juntos. En cuanto ella entra, aquella tarde, y se sienta cruzando las muletas contra el brazo de la butaca, él intuye que algo va mal. Ella dice que no, que está bien. Él la apremia. Ella termina contándole un incidente sucedido esa tarde. Un incidente es mucho decir: una pequeña tensión, pero que a ella le ha producido un efecto penoso. Ha pedido a un ujier que fuera a buscarle sus expedientes al coche, y el otro ha ido a recogerlos suspirando. Es todo. No ha dicho nada, sólo ha suspirado, pero al suspirar decía, o en todo caso Julietteha oído, que le fastidiaba estar obligado a prestarle un servicio porque ella era una inválida. Sin embargo, dice ella, pongo mucha atención en no abusar…

Étienne la interrumpe: te equivocas. Deberías abusar más. No hay que caer en esa trampa, jorobarse la vida jugando al inválido que hace como si no lo fuera. Hay que ser claro en esto, considerar que la gente te debe esos pequeños servicios, y además es cierto que te los deben, y la mayoría de las veces te los prestan muy a gusto porque están muy contentos de no estar en tu lugar, y prestarte un servicio les recuerda hasta qué punto están contentos: no se les puede reprochar, si empezáramos a hacerlo no terminaríamos nunca, pero es la verdad.

Ella sonríe, divertida por su vehemencia, como tantas otras veces. La cosa podría haber quedado ahí, pero él no quiere limitarse a esto y añade: estás harta, ¿eh?

Ella se encoge de hombros.

Yo también estoy harto, prosigue él.

Y cuando Étienne me cuenta esta escena lo repite: estoy harto.

Después me explica: es una frase muy simple pero sumamente importante, porque es una frase que uno se prohíbe. Se prohíbe no sólo pronunciarla, sino pensarla, en la medida de lo posible. Porque si empiezas a pensar: «estoy harto», enseguida pasas a pensar: «no es justo», y: «podría llevar otra vida». Ahora bien, estos pensamientos son insoportables. Si empiezas a decir: «no es justo», ya no puedes vivir. Si empiezas a decir que la vida podría ser diferente, que podrías correr como todo el mundo para coger el metro o jugar al tenis con tus hijos, la vida se corrompe. «Estoy harto» y, detrás de «estoy harto», «no es justo» y, detrás del «no es justo», «la vida podría ser distinta», son pensamientos que no conducen a nada. No obstante, son pensamientos que existen, y tampoco es bueno gastar toda tu energía en hacer conio si no existieran. Es complicado, adaptarse a estos pensamientos.

Contigo mismo tienes un poco de margen, pero la regla, y los dos se dan cuenta de que es la misma para ambos, es no hablar de esto con los demás. Cuando dicen los demás, se refieren al otro principal, Nathalie para él, Patrice para ella. Es importante ocultarles estos pensamientos a ellos, a los que en principio se les puede decir todo. Porque les duelen, les causan un dolor compuesto de pena, de impotencia y de culpabilidad, que hay que tener cuidado en no endosarles. Pero también hay que tener cuidado en no extremar este cuidado, en no vigilarse demasiado ante el otro. A veces, dice Étienne, con Nathalie me abandono. Le suelto que estoy harto, que me parece demasiado duro y demasiado injusto tener una pierna de plástico, que tengo ganas de llorar, y lloro. Surge cuando la presión es excesiva, una vez cada tres o cuatro años, y luego se pasa hasta la próxima. Y tú, ¿se lo dices alguna vez a Patrice?