Alguna vez.
¿Y lloras?
Alguna vez.
Mientras intercambian estas palabras, las lágrimas empiezan a deslizarse por las mejillas de ambos. Fluyen sin vergüenza, sin que las repriman, incluso hay alegría en derramarlas. Porque poder decir: «es duro», «no es justo», «estoy harto», sin temer que el interlocutor se sienta culpable, poder decirlo con la seguridad -son palabras de Étienne- de que el otro oiga lo que dices tal como lo dices, ni más ni menos, de que no proyecte nada sobre ello, es una alegría y un alivio inmensos. Así que continúan. Saben o adivinan que sólo se concederán una vez este abandono, que no volverán a concedérselo porque de lo contrario se convertiría en una complacencia, pero esta tarde se lo consienten.
Yo, cuando estoy en el cuarto de baño, cuento puntos de tenis. Los visualizo. Hace veinte años que no juego al tenis, pero sigo jugando mentalmente y sé que lo echaré en falta hasta el final.
Para mí es la danza, encadena Juliette. Adoraba bailar, bailé hasta los diecisiete años, no es mucho tiempo, y a los diecisiete supe que nunca volvería a bailar. El mes pasado, en la boda del hermano de Patrice, miraba bailar a los demás y me moría de ganas de hacerlo. Sonreía, les quería, estaba feliz de estar allí, pero hubo un momento en que pusieron algo que poníamos siempre cuando tenía mis piernas, YMCA, ¿te acuerdas?: Uai-em-ci-ei! Creo que habría dado diez años de mi vida por bailar aquello, los cinco minutos que dura la canción.
Más tarde, ya embriagados con estas confidencias, ella dice, más gravemente: al mismo tiempo, si no me hubiera ocurrido, quizá no habría conocido a Patrice. Seguro que no. Ni siquiera le habría visto, que digamos. Habría amado a un hombre completamente distinto: más brillante, más seductor, del estilo que me correspondía en el mercado porque yo era bonita y brillante. No digo que la enfermedad me haya hecho más inteligente y profunda, pero gracias a ella estoy con Patrice, gracias a ella existen las niñas, y esto es lo contrario de la decepción, lo contrario de la amargura, no pasa un día sin que me diga: tengo el amor. Todo el mundo lo persigue, pero yo, que no puedo correr, lo tengo. Me gusta esta vida, me gusta mi vida, la amo totalmente. ¿Comprendes?
Muy bien, dice Étienne. A mí también me gusta mi vida. Por eso es tan difícil decirle a Nathalie: estoy harto. Porque si se lo digo piensa que yo quisiera vivir una vida distinta, y como no puede dármela se entristece. Pero decir que estás harto no quiere decir que quieras cambiar de vida, ni siquiera que estás triste. ¿Tú estás triste?
Juliette ya no lo está.
Se habían reconocido. Habían padecido los mismos sufrimientos, de los que sólo se hace idea quien los ha padecido. Los padres de ambos eran parisinos y burgueses, científicos y cristianos: los de Juliette, de derechas, los de Étienne de izquierdas, pero esta diferencia tenía poca importancia comparada con la idea, igualmente elevada, que estas familias tenían de su rango. Los dos se habían casado con personas de un medio más modesto, como se decía en el suyo (nota de Étienne: «no en el mío»), y las amaban profundamente. Sus matrimonios eran el centro de su vida, la clave de sus logros. Los dos tenían este fundamento y se habrían sorprendido si les hubieran dicho, antes de conocerse, que les faltaba algo. Pero ese algo cuya falta no notaban lo acogieron, cuando llegó, con gratitud y maravillados. Étienne, fiel a su manía de contradecir a sus interlocutores, recusa la palabra amistad, pero yo digo que entre amigos es así, y que tener en la vida un verdadero amigo es tan raro y precioso como un verdadero amor. Es cierto que entre un hombre y una mujer es más complicado, porque se inmiscuye el deseo y con él el amor. En este sentido, respecto a ellos, no tengo nada que decir, o solamente que Patrice, por su lado, y Nathalie, por el suyo, comprendieron que por primera vez otra persona contaba en la vida de Juliette y Étienne, y que se resignaron a ello.
Aparte de la que acabo de referir, apenas tenían conversaciones íntimas. Hablaban del trabajo. A uno puede gustarle trabajar con alguien como le gusta hacer el amor con alguien, y Étienne, que sobrevivió a Juliette, sabe que siempre añorará su relación con ella. No había ningún contacto físico entre ambos. Se habían estrechado la mano al principio de su primer encuentro, pero no al final, ni nunca posteriormente. Tampoco se besaban, no se saludaban siquiera con un gesto de la cabeza, no se decían hola ni adiós. Aunque se hubiesen separado la víspera o durante un mes de vacaciones, se reencontraban como si uno volviese de la habitación contigua, adonde había ido a buscar un expediente un minuto antes. Pero había, dice Étienne, algo carnal y voluptuoso en su manera conjunta de ejercer el derecho. Los dos amaban el momento en que se descubre el fallo, en que el razonamiento surge fluido, se desarrolla por sí solo: adoro, decía Juliette, cuando tus ojos empiezan a brillar.
Sus respectivos estilos como magistrados diferían en todo. Juliette era sosegada, tranquilizadora. En la audiencia siempre empezaba explicando cómo iba a desarrollarse la sesión. Lo que era la justicia, por qué se habían reunido. El principio de la prueba y el de la contradicción. Si había que repetir las explicaciones, las repetía. Se tomaba todo el tiempo necesario, ayudaba a los comparecientes que no comprendían bien o se expresaban mal. Étienne, por el contrario, era brusco y en ocasiones brutal, capaz de cortar a un abogado diciéndole: «Le conozco, letrado, sé lo que va a decir, no se moleste en argumentar, siguiente asunto.» La gente salía desestabilizada de sus audiencias, y calmada de las de Juliette. Estas diferencias se veían hasta en el estilo de sus sentencias, me dice Étienne, que describe el de Juliette como clásico, claro, equilibrado, y el suyo propio como más bien romance: áspero, irregular, con cambios de tono para los que francamente no tengo el oído ejercitado, pero me gustaría ser capaz de percibir.
Libraron los mismos combates, más exactamente Juliette se adhirió a los de Étienne en materia de derecho de vivienda y derecho de consumo, pero pienso que no les impulsaban los mismos motivos. En mi opinión, si un tipo tan brillante como Étienne eligió la primera instancia, la provincia, casos minúsculos, fue porque prefería ser el primero en su pueblo que correr el riesgo de ser el segundo o el centésimo en París, en el tribunal superior, en la palestra. El Evangelio, Lao-Tsé, el I King invitan unánimemente a «favorecer lo pequeño», pero cuando personas como Étienne o yo, que nos parecemos mucho en este aspecto, adoptamos estas estrategias de humildad, es obviamente por un gusto inquieto y contrariado por la grandeza, y adivino en sus compromisos una vanidad de autor, un deseo de reconocimiento aplicados a objetos que debo confesar que me parecen irrisorios, como si la vanidad de autor que a mí me atormenta se aplicase a algo incomparablemente más noble.
Juliette no tenía esta clase de problemas. La oscuridad le convenía, soportaba muy bien que Étienne pasara por ser su mentor y que hiciera hablar más de él que de ella. Sentencias que habían debatido juntos largo tiempo pero que eran de él, aparecían, con el nombre de él, en las revistas jurídicas. En varias ocasiones Étienne le propuso que enviara a esas revistas alguna de sus sentencias, que las publicase, pero ella se negó. Pienso que lo que animaba a Juliette era a la vez el gusto desinteresado por la justicia y la satisfacción inesperada de poder ser una jueza tal como le gustaba a su marido. Los dos hablaban mucho de política, como, por otra parte, hablaban de todo, y aunque estaban de acuerdo en lo esencial, Patrice desconfiaba hasta tal punto de todas las instituciones, era tan propenso a denigrarlas, hicieran lo que hiciesen, que ella, por reacción, se veía obligada a interpretar en la pareja el papel ingrato del partido del orden. Sin embargo, Juliette consideraba que había recorrido un largo camino con respecto a su medio de origen. Votaba a los socialistas, o a los verdes cuando no incordiaban demasiado a los socialistas, leía los artículos que él le recomendaba en Politis o Le Monde diplomatique, pero a juicio de Patrice nunca era suficiente, y ella no veía ninguna razón para abrazar todos los valores del medio al que él pertenecía. A pesar de esta fidelidad que él le reprochaba a su educación burguesa, fue ella la que le había enseñado la fórmula clásica en la Escuela Nacional de la Magistratura, según la cual el código penal es lo que impide que los pobres roben a los ricos y el código civil lo que permite a los ricos robar a los pobres, y era la primera en reconocer que había algo de verdad en el proverbio. Al ocupar su puesto en primera instancia, supuso que tendría, más a menudo de lo que quisiera, que ratificar un orden social injusto, y por obra y gracia de Étienne se encontraba en la vanguardia de una lucha azarosa y exaltante en defensa de la viuda y el huérfano, de la olla de barro contra la de hierro. Naturalmente, rechazaba esta retórica, decía que no estaba ni a favor ni en contra de nadie, y que su único afán era hacer que la ley se respetase, pero en adelante, «el juez de Vienne», como empezaban a decir los archivos de jurisprudencia, eran dos cojos en lugar de uno.