Ah, bueno.
La compleja maquinaria se pone en marcha. Empieza por la traducción en Luxemburgo de la cuestión de Étienne a todas las lenguas comunitarias, y el texto se envía a todos los Estados miembros. El que quiera es libre de actuar. Pasan seis meses. Una mañana de abril de 2001 llega al juzgado un sobre grueso con el membrete del TJCE. Étienne está solo en su despacho, pero se contiene: espera a Juliette para abrirlo. Ordenan que nadie les moleste. El sobre contiene dos documentos: uno, muy grueso, es un informe de Cofidis; el otro, más corto, es el dictamen de la Comisión Europea. No dudan del contenido del primero, todo el suspense se concentra en el segundo, y por eso, para disfrutar de ese suspense torturador y delicioso, se fuerzan a leer antes el primero. Veintisiete páginas de letra apretada, redactadas por un equipo de abogados reunidos en comité de crisis. El enemigo presiente el peligro y saca la artillería pesada. En el preámbulo hablan de un «clima de rebelión improductivo», de la «actividad sediciosa que mantienen algunos jueces relevados por determinados sindicatos, e incluso por determinados miembros del sindicato de la magistratura». Ya ves, dice Étienne, encantado, los versalleses siempre escriben parecido, en todas las épocas. Siguen, en orden de combate, los argumentos propiamente jurídicos de los que hago gracia al lector y que refuerzan el argumento principal, que es político: si se sigue buscando las cosquillas a las entidades de crédito y favoreciendo a los pródigos, todo el sistema se resentirá y el prestatario honrado pagará las consecuencias. Nada inesperado, en suma, aparte de la vehemencia del tono. En un marco distinto parecería inocuo, en el de la prosa jurídica es un ataque personal, con bazuca. Es halagador, excitante. Han leído el informe sin saltarse una línea. Ahora queda por conocer el veredicto. La Comisión no es el TJCE, emite dictámenes, no decisiones, pero por lo general se siguen, y si la Comisión dice que no, es seguro que el tribunal dirá que no. Un no sería la derrota, la humillación. Habrá que aguantarlas. Étienne y Juliette no van a hacerse el haraquiri en el despacho, pero los dos son conscientes de que será un golpe muy duro de encajar. Lee tú primero, dice Étienne, eres más fuerte que yo. Juliette empieza a leer. Principio de efectividad…, compensación por parte del juez de la ignorancia de una de las partes…, referencia a la sentencia de Barcelona…
Juliette levanta la cabeza, sonríe: la respuesta es sí.
Es como si estuvieras en un puente de madera, dice Étienne. Un puente que se bambolea, peligroso. Has plantado un pie. El puente resiste. Entonces plantas el otro.
(Al copiarla, me percato de lo audaz de esta metáfora en labios de un hombre con una sola pierna.)Étienne no aguarda a que el TJCE ratifique el dictamen de la Comisión para doblar la apuesta presentando una segunda cuestión prejudicial. Es asimismo relativa al oficio, es decir, al derecho que el juez tiene de señalar una injusticia de la que no se ha quejado la víctima, pero esta vez lo aborda por otro frente. Un tal Giner sustituye a Fredout y la sociedad ACEA a la Cofidis: por lo demás el asunto es prácticamente igual. Étienne declara en la audiencia que el tipo efectivo global, llamado TEG, no se menciona en la oferta de crédito, y lo considera irregular. Nadie, aparte de Juliette, está al corriente del éxito de su primera ofensiva, nadie sabe que prepara una segunda. El abogado de la ACEA, sin desconfiar, esgrime, por tanto, el argumento que había previsto aducir en el caso previsible de que el tiquismiquis reincidiera. La irregularidad, si la hay, incumbe a un orden público de protección, no es competencia del juez.
El orden público de protección es otro hallazgo más del tribunal de casación, que desde los años setenta lo distingue del orden público de dirección. El primero no afecta a la sociedad, sólo al individuo. Es él quien tiene que defender su derecho, y el juez, que representa a la sociedad, no tiene por qué interesarse de oficio. El orden de dirección es otra cosa: afecta al interés general y, en particular, a la organización del mercado. El juez, por ende, puede y debe señalar su violación.
A Étienne esta distinción le parece débil. Dice: he juzgado casos de derecho penal en el norte, ahora vuelvo a hacerlo en Lyon. En nombre del orden público acepto realizar esta función sumamente desagradable que consiste en encarcelar a individuos. En nombre del orden público acepto mandar al trullo a magrebíes que han robado radios de automóviles. La justicia es una cosa violenta. Acepto esta violencia, pero con la condición de que el orden al que sirve sea coherente e indivisible. El tribunal de casación dice que al proteger a los señores Fredout y Giner sólo se les protege a ellos dos, que deberían ser lo bastante avispados para protegerse solos, y de lo contrario allá ellos. Yo no estoy de acuerdo. Considero que al proteger a Fredout y a Giner protejo a toda la sociedad. Considero que sólo hay un orden público.
Una de las ventajas del derecho comunitario es que no se conforma con promulgar normas: dice el propósito que persigue al promulgarlas y es, por tanto, legítimo alegar este propósito. El de la directiva a la que me refiero, continúa Étienne, es perfectamente claro y liberal. Se trata de organizar la libre competencia en el mercado del crédito. Por eso impone en toda Europa la obligación de que los contratos mencionen el TEG: para que la competencia actúe con plena transparencia. No mencionarlo es una irregularidad, todo el mundo está de acuerdo a este respecto, pero el tribunal me prohíbe señalarla so pretexto de que al hacerlo me ocupo sólo de las personas -orden público de protección- y no del mercado: orden público de dirección. En consecuencia, pregunta al TJCE: ¿la mención del TEG se hace para proteger al prestatario o para organizar el mercado? Como la directiva dice con toda claridad que se hace para organizar el mercado, mi pregunta, de hecho, es todavía más simple: díganme si he leído bien. De ser así, la jurisprudencia del tribunal de casación no tiene sentido.
Étienne, viendo las cosas con perspectiva, estima que el dictamen del caso Fredout está mal redactado y es incluso un poco espurio. A su juicio, el TJCE habría podido rechazarlo, pero sospecha que lo ha aprobado por oscuras razones: porque no quería desaprovechar una ocasión de oro de sentar su preeminencia sobre el derecho nacional. Del fallo del caso Giner, por el contrario, se siente muy orgulloso. Es un objeto jurídico que le encanta. Primero porque no es una sentencia de izquierdas. Étienne no se ve en absoluto como el izquierdista peligroso que denuncian los abogados de Cofidis. Se define como socialdemócrata, pero cree en las virtudes de la competencia: es aún más placentero atrapar en su propia lógica, con un argumento que podría suscribir Alain Mine, a una entidad crediticia ultraliberal. Sobre todo le gusta el estilo, el contraste entre la enormidad del problema planteado -¿qué es el orden público?- y la falsa ingenuidad desconcertante, socrática, de la pregunta que lo resuelve: ¿he leído bien? Le gusta esta forma simple y evidente de dar en el blanco. Lo comprendo. Es lo que también me gusta a mí en mi trabajo: cuando es simple, evidente, cuando da en la diana. Y, por supuesto, cuando es eficaz.
Hablemos de la eficacia. Antes de abandonar su puesto en Vienne, Étienne pudo pronunciar en el caso Fredout la prescripción de los intereses adeudados a la sociedad Cofidis. En el caso Giner, el acreedor sintió el cambio de viento y prefirió desistir. Esta doble victoria, y sobre todo el hecho de que sentase jurisprudencia, granjearon a Juliette y Étienne, cosa de la que él se jacta, «insultos en Dalloz» por parte de profesores de derecho que presentan «al juez de Vienne» corno una especie de enemigo público número uno. A más largo plazo, el efecto de su lucha es que la ley sobre la prescripción ha sido modificada, el oficio del juez ampliado, y aliviadas con toda legalidad las deudas de decenas de miles de pobres gentes. Es menos espectacular que, pongamos, la abolición de la pena de muerte. Es suficiente para decirse que ha servido de algo, e incluso que Étienne y Juliette han sido grandes jueces.