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Étienne dice que pidió el traslado a Lyon como juez de instrucción porque estaba agotado al cabo de ocho años en el juzgado de primera instancia, y además porque si algún día tenía que irse, más valía que fuese con una victoria. Los abogados de Vienne insinúan a sus espaldas que el traslado era una sanción: jorobaba a la gente, el ministerio no lo podía ni ver. Sea cual sea la verdad, es el primero en reconocer que no era un ascenso, que Vienne fue el puesto de su vida, y que en el futuro quizá haya en su carrera algunos más prestigiosos, pero le extrañaría que fuesen más estimulantes.

Abandonar la primera instancia significaba también abandonar a Juliette. De Vienne a Lyon sólo hay media hora de coche, pero sabían muy bien que la argamasa de su amistad era el compañerismo cotidiano, los expedientes que examinaban juntos, poder en todo momento empujar la puerta del despacho del otro, vivir juntos en el trabajo como otras parejas viven juntas en su casa. En los primeros tiempos de su separación hubo algunos almuerzos a solas, algunos domingos con las familias respectivas, pero se les hizo tan evidente que no era aquello que no insistieron. Étienne ha llegado a pensar que, aunque ya no se viesen, no era tan grave porque Juliette formaba ya parte de él, se había convertido en una instancia de su psique, en la interlocutora a la que dirigía una parte de su monólogo interior, y no dudaba de que a ella le ocurría algo parecido. Se telefoneaban. Ella le contaba las cosas del juzgado en su ausencia, las pequeñas historias de secretarias judiciales y ujieres, y a él le resultaban tan agradables como en esos ensueños infantiles en que estás muerto pero no te pierdes nada de lo que dicen en tu entierro. Juliette se entendía menos bien con la magistrada que había sustituido a Étienne, pero era normaclass="underline" había vivido algo extraordinario y no cabía esperar que siempre fuese así. La exaltación que la había animado durante los cinco años de peleas conjuntas contra los bancos y el tribunal de casación había decaído, y su lugar lo había ocupado la fatiga. Trabajaba muchísimo para estar al día en sus expedientes, se acostaba a medianoche, se levantaba a las cinco, pero siempre tenía miedo de no llegar, de acumular un retraso que no conseguiría remediar. Él sentía al escucharla que ella perdía pie, habría querido estar cerca de ella para ayudarla como él sabía hacerlo, transformando en alegre y apasionante el trabajo más árido. Le alivió que le anunciara que estaba embarazada: ahora respiraría, al menos. Pero el embarazo fue más difícil que los dos anteriores. Era ella la que había decidido tener un tercer hijo, a Patrice le daba un poco de miedo, pero ella se empeñó: sería el último. Diane nació el 1 de marzo de 2004. Étienne volvió a ver a Juliette en la maternidad y después en Rosier, alrededor de la cuna. Amélie y Clara jugaban a mamás con su hermanita. Juliette las devoraba con los ojos a las tres, a sus tres hijas, y en su mirada Étienne vio amor, por supuesto, y felicidad, pero también algo que no supo o no quiso analizar y que le desgarró el corazón. Ella reanudó el trabajo a la vuelta de las vacaciones de verano, era la segunda vez que volvía al juzgado sin Étienne. En sus conversaciones telefónicas salían una y otra vez las palabras cansancio, debilidad, extenuación, y a ellas se añadió angustia, que él nunca le había oído pronunciar.

Una mañana de diciembre, un ruido de respiración oprimida despertó a Patrice. Juliette, a su lado, sollozaba y a la vez se ahogaba. Intentó calmarla. Entre dos espasmos, ella consiguió decirle que no sabía lo que le pasaba, pero que presentía que era algo grave. Patrice obtuvo una cita de urgencia con el internista de Vienne. Como era sábado y las niñas no iban al colegio ni a casa de la señora que cuidaba a la pequeña, tuvieron que ir los cinco. Durante la consulta, Amélie y Clara hicieron dibujos en la sala de espera. El internista envió a Juliette a hacer una radiografía de los pulmones, asimismo urgente. Para distraer a las niñas, que empezaban a impacientarse, Patrice las llevó a una librería donde había una estantería para niños que ellas desordenaron. Con Diane llorando en sus brazos, Patrice ordenaba pacientemente los libros, detrás de las dos mayores, disculpándose ante la librera, que por suerte tenía también hijos y sabía lo que eran. Volvieron a la consulta de radiología y después, ya con la radiografía, a la del internista, que la cogió con aire preocupado y dijo que fuesen a Lyon de inmediato para un escáner. Volvieron al coche. Las pruebas habían durado toda la mañana, las niñas no habían comido, no habían dormido la siesta, a Diane no le habían cambiado los pañales, las tres gritaban a cual más en el asiento trasero, Juliette, en el delantero, no estaba en condiciones de calmarlas, aquello era un infierno. En el hospital de Lyon, una nueva espera para el escáner. Por suerte había una zona de juegos para los niños, con una piscina llena de globos.

Una anciana que parecía muy enferma preguntaba a Patrice cada diez minutos dónde estaba y él le repetía: en el hospital, en Lyon, en Francia. Estaba tan desbordado que no tuvo realmente tiempo de inquietarse, pero cuando les dijeron el diagnóstico -embolia pulmonar-, se sorprendió de sentirse aliviado porque una embolia pulmonar es grave, pero no es un cáncer. Decidieron trasladar a Juliette en ambulancia a la clínica protestante de Fourvière, donde le pondrían anticoagulantes por vía intravenosa para disolver los coágulos de sangre que obstruían los vasos que irrigaban sus pulmones. Patrice acordó con ella que se llevaría a las niñas a casa y volvería después con una bolsa de ropa y de artículos de aseo porque Juliette estaría en la clínica unos días. Antes de marcharse vio al médico, que le dijo que el escáner no revelaba nada alarmante. Lo único un poco molesto era que en los pulmones había rastros de fibrosis que probablemente databan de la radioterapia realizada quince años antes. Los rayos debían de haber producido fibrosis en los órganos, era difícil distinguir las lesiones nuevas de las antiguas, pero bueno, en conjunto no había problema, todo estaba controlado.

Apenas instalada en la clínica protestante, Juliette llamó a Étienne. Él se acuerda de sus palabras: ven, ven enseguida, tengo miedo. Y cuando él entró en la habitación, media hora más tarde: es peor que miedo, es terror.

¿Qué te da terror?

Con un gesto vago, ella señaló el tubo que la ligaba con la bolsa de suero, sobre el soporte: eso. Todo esto. Seguir estando enferma. La falta de aire. Morir asfixiada.

Su voz era vehemente, entrecortada, cargada de una rebeldía que él no le conocía. No era propia de ella, la rebeldía, ni la amargura, ni el sarcasmo, pero aquel día la vio rebelde, amarga, sarcàstica. La expresión de su rostro, que ni siquiera la fatiga más grande conseguía normalmente transformar en arisca, era dura, casi hostil. Con un pequeño rictus que era todavía más inusual que lo demás, dijo: estos últimos días me preguntaba si debería tomar una pensión complementaria, pero creo que no valdrá la pena. Eso que me ahorro.

Étienne no reaccionó vivamente, se limitó a preguntar con calma si le habían dicho que se iba a morir, y ella tuvo que admitir que no. Le habían dicho lo mismo que a Patrice: embolia pulmonar, quizá vinculada con la radioterapia, y eso le jodia, fue la palabra que empleó, una que no empleaba nunca, pero aquel día sí, le jodia tener que pagar por una enfermedad de la que se creía curada.