Hubo un momento de silencio y luego ella continuó, con voz más suave: tengo un miedo horrible de morir, Étienne. Verás, cuando estuve enferma, a los dieciséis años, me hacía una idea romántica de la muerte. Me parecía seductora, no sabía si la amenaza era real, pero estaba dispuesta. Tú también me dijiste un día que a los dieciocho años pensabas que tener cáncer podía ser algo majo. Me acuerdo muy bien, dijiste «majo». Pero ahora me horroriza, a causa de las niñas. La idea de dejarlas me horroriza. ¿Comprendes?
Étienne asintió con la cabeza. Comprendía, por supuesto, pero en vez de decir lo que cualquier otro habría dicho en su lugar: ¿quién te habla de morir? Tienes una embolia pulmonar, no un cáncer, no te pongas nerviosa, dijo: ellas no morirán, si tú te mueres.
No es posible. Me necesitan demasiado. Nadie las querrá nunca tanto como yo.
¿Qué sabrás tú? Eres muy pretenciosa. Espero que no te vayas a morir ahora, pero si te mueres vas a tener que esforzarte, no sólo en decirte sino en pensar de verdad: su vida no se detendrá conmigo. Incluso sin mí, podrán ser felices. Cuesta trabajo.
Cuando Patrice volvió, después de haber confiado las niñas a los vecinos, Juliette no dejó traslucir delante de él nada de aquella ráfaga de pánico de la que Étienne era el único testigo. Asumió el papel de enferma modélica, confiada y positiva, que prácticamente ya no abandonaría. Los médicos decían que la alarma había pasado, no había motivo para no creerlo y quizá ella lo creyó. Cinco días después la mandaron a casa con una receta para una media compresiva y anticoagulantes que le permitirían recuperar su capacidad respiratoria.
No la recuperó. Siempre le faltaba el aire, jadeaba como un pez fuera del agua, estiraba el cuello, con el pecho continuamente oprimido. ¿Le resulta insoportable?, le preguntó el médico por teléfono. Insoportable no, puesto que lo soportaba, pero sí muy penoso, y no sólo penoso: angustioso. Espere un poco a que las medicinas hagan efecto. Veremos cómo sigue a principios de enero.
Durante las vacaciones de Navidad, que pasaron en Saboya, en casa de los padres de Patrice, sus hijas le reprochaban que estaba siempre cansada, que no decoraba el árbol, que no hacía nada con ellas. Entonces las engañaba, jugaba a la mamá vieja y destrozada a la que había que tirar a la basura, y las niñas se reían, gritaban: ¡no!, ¡no!, ¡a la basura no!, pero a Patrice ella le contaba que era exactamente como se sentía: averiada interiormente, irreparable, lista para el desguace. Había mucha gente en la casa, ruidos, idas y venidas, carreras de niños en la escalera. Los dos se refugiaban todo lo posible en su habitación, se tumbaban en la cama abrazados y ella murmuraba, acariciándole la mejilla: pobrecillo, qué mala suerte has tenido. Patrice protestaba: he tenido la mejor suerte del mundo y, conmovida por su evidente sinceridad, ella respondía: es a mí a quien le ha tocado la lotería. Te quiero.
El día de Navidad fue también el del tsunami. Supieron que Hélène y Rodrigue estaban sanos y salvos antes incluso de saber de qué se habían librado, pero a partir de entonces no se perdieron ningún telediario, ninguna de las emisiones especiales que permitían seguir la catástrofe en directo, minuto a minuto. Aquellas playas tropicales devastadas, aquellos bungalows de paja, aquella gente apenas vestida que gritaba y lloraba parecía increíblemente lejos de Saboya bajo la nieve, de la casa de piedra sólida, del fuego de la chimenea. Añadían un leño, se compadecían, disfrutaban de sentirse a salvo. Juliette no se sentía así en absoluto. La trataban como a una convaleciente más que como a una enferma, hacían como si estuviese mejor pero ella sabía muy bien, en el fondo de sí misma, que no estaba mejor, que no era normal que te faltase el aire continuamente. Veía que Patrice se inquietaba y no quería inquietarle más. Me imagino que pensó en llamar a Étienne y que si no lo hizo no fue por no inquietarle, sabía que a él sí podía hacerlo, tanto como ella quisiera, sino porque llamar a Étienne era como tomar un medicamento extraordinariamente potente y eficaz, que uno se reserva para cuando sufra mucho. Sufría ya mucho, pero empezaba a intuir que no tardaría en ser aún peor.
Al día siguiente del regreso a Rosier, Patrice tuvo que llevarla al hospital. De noche, en urgencias, ella se ahogaba. Le diagnosticaron una complicación de la embolia: tenía agua en la pleura, que era lo que la comprimía y le entorpecía la respiración. Pasó el día de Año Nuevo en el hospital de Vienne. Le drenaron los pulmones, evacuaron el líquido.
De nuevo le dejaron volver a su casa y le dijeron que ahora debería sentirse mejor. De nuevo pasaron días sin que mejorase. De nuevo la hospitalizaron, esta vez en la unidad de neumología de Lyon-Sur. De nuevo le drenaron los pulmones, le evacuaron el líquido de la pleura, pero esta vez analizaron el líquido, encontraron en él células de metástasis y le anunciaron que de nuevo tenía cáncer.
Aquella mañana, Étienne había acompañado a su hijo mayor, Timodié, a la clase de tenis. Sentado en un banco, detrás de la verja, le miraba jugar cuando le sonó el teléfono en el bolsillo. Juliette dijo lo que tenía que decir, a quemarropa. No le temblaba la voz, estaba tranquila, nada que ver con la llamada asustada de socorro de la clínica protestante, un mes antes. Étienne también se zambulló en la calma, como él sabe hacerlo, anclándose entero en el fondo de sus entrañas. Pensó en acudir corriendo a Lyon- Sur, pero se lo pensó mejor, a la vez porque trabajaba aquel día, porque ella le había dicho que estaba con Patrice, porque prefería verla a solas y, por último, porque sabe por experiencia que la última hora de la tarde es el momento más difícil y también de mayor intimidad en una habitación de hospital.
Llegó después de la cena. Ella le vio acercarse hasta el pie de la cama, pero no más. No era cuestión de inclinarse sobre ella, de besarla, de apretarle el hombro o la mano. Sabía que durante todo el día ella había podido abandonarse en los brazos de Patrice, escuchar esas palabras tiernas, irrisorias, apaciguadoras que le murmuraba al oído y que se dicen a una niña que se despierta de una pesadilla: no tengas miedo, estoy aquí, cógeme de la mano, apriétala, mientras me la aprietes no te pasará nada malo. Con Patrice podía permitirse ser una niña: era su hombre. Con Étienne era distinto, y ella era otra mujer: una mujer con cabeza que dirigía su vida y reflexionaba sobre ella. Patrice era su descanso, no Étienne. Pero tenía que cuidar de Patrice, no de Étienne. Debía ser valiente con Patrice, mientras que con Étienne tenía derecho a lo que nos prohibimos ante las personas que amamos: el miedo, la desesperación.
Parecía tan tranquila como por la mañana, al teléfono. Los dos se quedaron callados un momento y después ella dijo que no era cáncer de pulmón, sino de mama. El origen estaba en la mama, el pulmón era una metástasis. Por la tarde le habían hecho una escintigrafía para saber si también estaba afectado el hueso, y el resultado había sido incierto o quizá todavía no se habían atrevido a decírselo. De todas formas, era maligno.
Étienne pensó en una frase que le había impresionado en un libro del biólogo Laurent Schwartz: la célula cancerosa es la única cosa viva inmortal. Pensó también: tiene treinta y tres años. En lugar de sentarse en la butaca, cerca de la cama, apoyó las posaderas lo más lejos posible de Juliette, en el enorme radiador de hierro que difundía en la habitación un calor sofocante. Como ella ya no decía nada, habló él. Le dijo que a partir de aquel momento todo iba a cambiar todos los días: los tratamientos, los protocolos, las esperanzas, las falsas esperanzas, es lo más duro de la enfermedad y tenía que prepararse. Le dijo que limitase al máximo las visitas de personas bienintencionadas que lo único que hacían era robarte energía. Le dijo que lo esencial era aguantar día tras día. Ahorrar energías. Si se encontraba lo bastante bien para pensar en reanudar su trabajo, se acabóVienne, demasiado pesado, tendría que pedir el traslado a Lyon, como él. Fue muy autoritario a este respecto, llegó incluso a proponerle escribir él la carta y hablar del asunto con el primer presidente del tribunal de apelación, en Grenoble. No volvió a hablar de las niñas, ni de que se preparase para dejarlas, ni de prepararlas a ellas. Sabía que era en lo que pensaba Juliette, pero no tenía que decir por el momento nada más que lo que le había dicho la otra vez, en la clínica protestante, y se calló.